Desde sus inicios el cine hollywoodense ha tenido la costumbre de capitalizar el renombre y prestigio de sus estrellas al tener ensambles de considerable impacto y valor, conjuntando a varios actores y estrellas alrededor de un evento fílmico, generalmente es un homicidio, un evento histórico o un desastre artificial/natural. Este fenómeno en particular tuvo un auge pronunciado durante los años 70, con cintas como La aventura del Poseidón (1972) o Infierno en la torre (1974) en los que se hacía un espectáculo medianamente entretenido y de actuaciones pasables. El problema era, siempre, que más que una integración coral genuina como en los filmes del gran Robert Altman (Nashville, 1975), el resultado final se veía fragmentado y difuso, dejando que el evento como tal se alzara como protagonista.
Parece estar pasando lo mismo, casi 40 años después, con la gris cinta Everest (2015) que retrata la historia real de un grupo de alpinistas que el 10 de mayo de 1996 se quedan varados en la cima de la famosa montaña por una violenta tormenta de proporciones apocalípticas. La cinta es dirigida por el cineasta islandés Baltasar Kormákur –quien realizó hace un par de años la eficiente Armados y peligrosos (2 Guns, 2013) con Denzel Washington y Mark Wahlberg–, además la película forma parte de otro interesante fenómeno en la industria hollywoodense: el reclutamiento de cineastas extranjeros, de más oficio que visión, para llevar la cabeza en estas cintas de estudio de altísimo presupuesto, que denotan un control más industrial que artístico.
El problema con estos cineastas, tal como Morten Tyldum (El código enigma, 2014) o Andrés Muschietti (Mamá, 2013) entre muchos otros, es que existe un estilo servil y obediente que se va guiando por las reglas y códigos del género en específico, creando cintas de una mediocridad alarmante, tan vigentes como el periódico del día. Este mismo anonimato detrás de la cámara hace que de su largo reparto que incluye a Jason Clarke, Jake Gyllenhall, Keira Knightley, Josh Brolin, Robin Wright y a los grandes Emily Watson y John Hawkes no se obtenga ni siquiera un chispazo de empatía genuina o de conmoción real, solo el texan sass de Brolin destaca en un ensamble tan frío como la entrepierna de un sherpa.
A pesar de contar con el mejor escenario natural posible y unos muy breves momentos de imaginería avasalladora, Everest tropieza en sus escenas de acción terriblemente montadas, en un soporífero y débil primer acto que en lugar de crear empatía por los personajes acrecienta una indiferencia total hacia los mismos, un planteamiento visual dolorosamente genérico y tomas que ya se habían visto hechas con mejor suerte en documentales para la Mega Pantalla IMAX o explotadas con mucho mayor oficio y emoción en la maravillosa Máximo riesgo (1993) o la entretenida Límite Vertical (2000). Everest demuestra que no hay montaña lo suficiente alta para cubrir la mediocridad.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)