Oppenheimer y el silencio de los atómos

Rodeado de la omnipresente Barbie (2023), el más reciente largometraje del cineasta Christopher Nolan, Oppenheimer (2023), llegó a las salas de cine y se convirtió en una de las contrapropuestas de programación más exitosas de la última década, confirmando el estatus de su autor como uno de los realizadores claves dentro del ecosistema de producción hollywoodense.

Oppenheimer, como su título lo sugiere, sigue al físico Robert Oppenheimer (Cillian Murphy) durante sus años de formación y a lo largo de su involucramiento en el Proyecto Manhattan, el cual dio como resultado la creación de la bomba atómica hacía el final de la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo es que este trabajo encaja con el resto de la filmografía de Nolan y cuáles son las intenciones del director al abordar la historia del ‘Prometeo Americano’?

Tres de nuestros colaboradores lo discuten:

Rafael Paz (@pazespa): Me es complicado elegir un tema para iniciar esta conversación, primero porque la película, desde su anuncio, se ha visto acompañada de elementos más allá de lo cinematográfico. Y, segundo, porque Nolan es un autor –si es que lo es– complicado de definir; e los por igual un cinéfilo empedernido, uno de los últimos defensores a ultranza de la experiencia cinematográfica, un cursi como pocos, un hombre capaz de causar admiración por la escala de su ambición, un generador de férreos opositores y un par de cosas más.

Pienso que Oppenheimer presenta a lo largo de sus tres horas elementos para alimentar todas esas categorías, gracias a que, como otros de sus proyectos, frustra y embelesa por igual. Quizá lo ideal sería preguntarles, ¿qué sentimientos les despertó la película?

JJ Negrete (@jjnegretec): Mi primera reacción fue de un profundo desinterés en sus observaciones e imágenes, aún si estuve entretenido durante tres horas viendo a muchos actores ACTUAR. Tenet (2020) es una película con enormes deficiencias, pero que guarda un sentido de audacia –¿o es pura imprudencia?– peculiar que no veo en Oppenheimer. La estructura de la película, así como sus observaciones sobre la destrucción y la creación, da una apariencia de complejidad, que es sólo eso: una apariencia, un espejismo difuso como esos que tiene Oppenheimer en la película y que funcionan como signos de puntuación “cinematográficos” a lo largo de la misma. Como muchos otros críticos han señalado con mayor agudeza, Nolan es un cineasta que tiene ideas pero no tiene una visión ni un sentido perspicaz de lo que hace que una imagen sea genuinamente cinematográfica o que al menos guarde coherencia e integridad con aquello que está mostrando.

Nolan tiende a confundir lo aparatoso con lo épico y quizá por ello sus películas, con todas sus ambiciones y proezas técnicas –aun resuenan en mi memoria nítidos ecos de esa inmersión en el hoyo negro de Interestelar (Interstellar, 2014)–, difícilmente podrían alcanzar un estatus que lo iguale a sus grandes héroes cinematográficos, aunque haya un gran coro muy vocal en las redes que señale que ya es uno de los cineastas más importantes en el panorama contemporáneo, y eso quizá sea cierto porque también aplica a Oppenheimer, la cual se aboca más a ser, en todo sentido, un “evento importante” antes que simplemente una película.

Icnitl Ytzamat-ul Contreras García (@mariodelacerna): En ese sentido, a mi me pesó pensar en la genialidad. En la sala consideraba no sólo el rumbo de la guerra, las decisiones de unas cuantas personas para llevarla a cabo, la vida de cada científico, militar y político, sino en que para figurar en aquello que denominamos historia, es necesaria la construcción de éxito individual, que inevitablemente va de la mano con la de un genio. ¿Es exitoso Nolan? ¿Es exitosa Oppenheimer? Por supuesto que sí, ¿pero de qué historia? La hegemonía nos da las pautas para llevar la conversación, para decantar el gusto estético, para entender el tiempo.

La película tiene las suficientes aristas para pensarla como compleja, sobre todo en el dilema ético post lanzamiento; no ha de ser sencillo inventar un dispositivo de muerte. Así como tampoco es sencillo hacer una secuencia en la que una explosión (tal vez una de las secuencias tan registradas en la historia del cine, como un beso), tenga particularidades sobresalientes. ¿Alguna vez podré entender la física que sostiene la lógica de la bomba atómica, a pesar de que su tecnología haya sido rebasada en el 2023? ¿Alguna vez entenderé el mecanismo que hace funcionar a una cámara, el registro de la imagen, y su posterior manipulación digital? ¿Alguna vez dirigiré una película con tanto presupuesto en juego y con tantas áreas que coordinar? No. Por eso me interpela la figura del único, del genio, del distinto. ¿Qué se necesita para inventar las fórmulas y la programación que cambia la forma de construir el mundo? ¿Un ingenio brutal? ¿Disciplina? Es doloroso pensarse fuera de esa esfera. Tal vez por eso fue tan reconfortante ver el personaje de Gloria (America Ferrara) en Barbie (2023); porque es un descanso pensar en lo ordinario, en lo cotidiano que requiere temple, que requiere valor. Por supuesto que eso parece una justificación, pero me gusta pensar que hay formas bellas de habitar el mundo que son tan necesarias en su existencia como el ingenio al pensar un átomo. La amistad es una de ellas. Sí, sé que no estoy hablando del dispositivo propio de Oppenheimer, afortunadamente este texto no es en solitario.

@pazespa: El texto quizá no, pero los protagonistas de Nolan sí parecen vivir su pesar en solitario y Oppie –como le dicen sus cuates al “Padre de la Bomba Atómica”– no es la excepción. Me es curiosa la fascinación del director por hombres invariablemente presos por sus invenciones o ingenio. Ahí está Leonard (Guy Pearce) en Memento (2000), cuyo sistema de memoria termina siendo usado por alguien más para controlarlo; el mago Angier (Hugh Jackman) y sus muchas vidas detrás del escenario en El gran truco (The Prestige, 2006); Cobb (Leonardo DiCaprio) sumergido en los sueños y mortales ilusiones maritales de El Origen (Inception, 2010) impulsoras de su permanente huída. Vamos, hasta a Bruno Díaz (Christian Bale) le es necesario sacrificar en el imaginario colectivo a Batman en El caballero de la noche asciende (The Dark Knight Rises, 2012) para poder echarse unos canapés sin culpa en Italia.

Nolan no está muy interesado, como bien se apunta arriba, en que entendamos cómo funciona la bomba o sus consecuencias –apenas dibujadas ambas–, su mirada se enfoca en una ironía: aún con su inteligencia superior, Oppenheimer fue incapaz de preveer que el destino final del invento que comandó estaría fuera de sus manos. Que el fuego “para acabar todas las guerras” más bien provocaría una atomización y un enfriamiento de los conflictos mundiales, siempre a merced del gobierno en turno –sea el visible o, como subrayan los conspiranoicos, aquel que dicta desde las sombras–.

Por eso, tanteo, este proyecto de Nolan se inserta –lo haya buscado activamente o no– en unas de las tradiciones más viejas del cine hollywoodense, aquella que cada determinado tiempo “pare” una película cápsula, una serie de imágenes en cuyo contenido Estados Unidos puede reflejarse y entenderse, como en su momento lo fue –guardadas las distancias– El Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) y la mezquindad de los magnates en las décadas posteriores a la crisis financiera de principios del Siglo XX; Chinatown (1974) y la pérdida de confianza en las instituciones tras Watergate y la Guerra en Vietnam; o, más reciente, Petróleo sangriento (There Will Be Blood, 2007) y las abrasivas ambiciones internacionales del gobierno de George W. Bush, por dar algunos ejemplos de retratos fieles a su tiempo. Después de todo, ¿no está el país inventor de la democracia en riesgo de desmoronarse por la individualidad a ultranza y cierta obsesión con el capital características de su etapa más primigenia? El cielo no se incendió al detonar la primera bomba, como la democracia no se quebró a la primera intentona de doblarla en favor de intereses particulares, pero las consecuencias de ese acto inicial repercuten y se profundizan con el tiempo.

Tal vez, me he ido por las ramas y la lectura es otra…

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@jjnegretec: Aún si te vas por las ramas, seguimos en el cuerpo del árbol. Me interesa lo que apunta Rafael en el sentido de que cada cierto tiempo Hollywood crea una obra que apunta a la podredumbre de sus principios e instituciones, como en los claros ejemplos que ya fueron expuestos. No es casual que varios críticos de antaño, e incluso el mismo Paul Schrader –agudo crítico y visceral cineasta–, haya señalado que Oppenheimer es la obra “más importante” de esta década y que, como las otras mencionadas, tienen esta tácita función de recordarnos que aquellos quienes dirigen el mundo –particularmente los Estados Unidos– están profundamente corrompidos y no tienen ningún escrúpulo, como si necesitaramos estridentes recordatorios de ello.

Creo que en todo caso, lo revelador de esas películas es lo que dicen sobre el estado actual de los tiempos. Si, por ejemplo, There Will Be Blood acusaba la rampante y destructiva codicia que llevaría a una abrasiva crisis financiera, Oppenheimer apunta a la ansiedad apocalíptica que nos viene prometiendo una catástrofe irreversible desde hace décadas, pero que en lugar de llegar como una detonación definitiva, toma un ritmo pausado que nos da el tiempo suficiente de desmenuzar, pensar y hasta registrar ese proceso. Estas películas no resuelven ningún problema, sería tremendamente ingenuo pensar que esa es su función, sino que buscan escenificar para darnos una sensación de control, una poderosa herramienta. En ese sentido, pienso en el último acto de la película, del cual he leído muchas quejas respecto a su necesidad. Los procesos judiciales/no judiciales contra Oppenheimer y Lewis Strauss (Robert Downey Jr.) tienen como objetivo reivindicar a quienes obran con nobleza y castigar a quienes lo hacen con mezquindad. Si la Historia no nos da justicia, que nos la de la ficción.

Sin embargo, ante la magnitud del problema, ¿dónde queda la agencia? En ese sentido, el puente que traza Icnitl con el personaje de America Ferrara en Barbie me parece iluminador. Todos los personajes de Oppenheimer tienen un rol que se ve limitado a acentuar la sobriedad del material y que confunde la ligereza con la banalidad. Por ello me son mucho más interesantes personajes como Isidor Rabbi (David Krumholtz, el joven asmático de Los locos Addams 2) o Ernest Lawrence (Josh Harnett) que los gestos grandilocuentes y autoconscientes de Cillian Murphy y Robert Downey Jr. Estos personajes, junto con otros pocos en la película, recuperan un poco de ese sentido de agencia personal frente a lo incuantificable, lo ominoso y lo incontrolable. Reivindicar la existencia a través de aquello que se considera “ligero” o intrascendente.

@mariodelacerna: En ese sentido pienso en la forma en que determinadas figuras públicas (y nosotros mismos, por supuesto) han tratado de construir un personaje para poder tomar decisiones, actuar o vivir. ¿Cuáles son las diferencias en las actuaciones autoconscientes y grandilocuentes de Cillian Murphy y Robert Downey Jr. y Enrique Peña Nieto o Andrés Manuel López Obrador? Presos de su propio discurso, pocas fisuras se pueden encontrar en sus capas y capas y capas de cartón. Por eso, la ligereza se vuelve fundamental: en un mundo que se ha tomado tan en serio a sí mismo, no hay más escucha abierta; sólo defensas a ultranza de las propias ideologías.

El nazismo estetizó su discurso y lo llevó a nuevos alcances, a nuevas formas de admiración; tal vez sea una de las razones por las que prevalece aún: se encuentra un goce estético en su pertenecia y en su reproducción. ¿Cuál es el contrapeso hegemónico para un discurso tan sólido y devastador? Parece que el embellecimiento de la ciencia y el armamento es la propuesta de la mirada estadounidense. Si la guerra se vuelve un espectáculo, entonces tal vez los espectadores no sientan la lengua caliente y seca de la muerte. En una de la secuencias del prólogo de la película, Nolan decide imbricar el cotidiano de Oppenheimer con la forma en la que veía las partículas, el espacio y las fórmulas arcanas que codifican la naturaleza. Y es que el problema no es encontrar el esplendor en la muerte, en los átomos, en la enfermedad, o en las reacciones nucleares; sino justificar una ansia de poder y rabia embelleciéndola, sabiendo que el propio cuerpo no es el que está en juego.

Lo que me gustaría rescatar de la narrativa de Oppenheimer –que no de Cillian Murphy– es el reconocimiento del borde opuesto, de los posibles alcances de las propias decisiones. A destiempo –porque no hay otra forma de habitar esta materialidad–, Oppenheimer encuentra que la realización de la divinidad en sus fórmulas lo han convertido en un dios arrepentido, lleno de llagas, de pus y de culpa. ¿Es posible no caer en el abismo de la locura cuando el universo ha respondido a tus plegarias tan puntualmente? Tal vez, pero para ello, hay que olvidarse de uno mismo y comenzar a servir al balance, ese equilibrio que se siente tan lejano y misterioso, como el silencio entre los átomos.

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