A la vez triunfo y evidencia de una devoción bruta al pasado, Whiplash (2014) no es tanto una contradicción como la muestra de un estilo extraordinario al servicio de una mentalidad ya trascendida: la del manotazo. La educación pública dejó de ser en el siglo pasado una cultura de subordinación y tortura, pero no se convierte todavía en un crisol donde se fundan las potencias de la humanidad para crear un nuevo ser. De los maestros insensibles de François Truffaut en Los 400 golpes (Les quatre-cents coups, 1959) a la educadora comprometida de Escritores de la libertad (Freedom Writers, 2007), el cine nos ha mostrado la historia de la enseñanza como un proceso de mejoría frustrado por la desigualdad, pero igualmente avivado por educadores que innovan con su compasión. En ese vacío entre lo fracasado y lo posible aparece la nueva cinta de Damien Chazelle, Whiplash, para celebrar el maltrato a los estudiantes y exigir de la escuela un centro de experiencia, no de conocimiento. Es una vuelta al pasado. El maestro, según nos lo muestra Chazelle, no debe ser mentor ni guía, sino desafío. Su función no es explicar u orientar; es confrontar al estudiante con las vicisitudes de su vocación.

Por supuesto que esta interpretación es discutible, pero el éxito de Fletcher (JK Simmons) es la demostración de su eficiencia. Sus gritos y sus elaborados insultos nos recuerdan al personaje de R. Lee Ermey en Cara de guerra (Full Metal Jacket, 1987), de Stanley Kubrick. Los métodos de aquel infame sargento eran apropiados para extraer al hombre de sí mismo y reemplazar el interior de ese cuerpo hueco con una bestia. En la guerra, matar es un objetivo y una necesidad que la deshumanización facilita. Ni juicioso ni apologético, Kubrick meditó en su filme sobre la necesidad de un sistema despiadado para entrenar a los guerreros estadounidenses. Chazelle, por otra parte, muestra estas técnicas militares como el fundamento del músico. Incapaz de distinguir entre el soldado y el artista, el director plantea entrenarlos igual. Su película resulta un melodrama que distorsiona la realidad sin crear la pesadilla de la obsesión. En El cisne negro (2010), Darren Aronofsky creó una tragedia donde la subjetividad filtra la realidad y hace a la protagonista ver su pasión como un horror inacabable. Whiplash, por otro lado, nos muestra un mundo increíble donde nadie desafía a la autoridad y uno se puede levantar de un accidente espectacular para llegar corriendo a una audición.

Whiplash

La película se puede explicar como una reacción exagerada a las tendencias reales de la sociedad estadounidense, que exige clasificar o censurar los libros universitarios. Los hermanos Karamazov, según esta cultura de corrección política, podría provocar episodios de estrés postraumático —tan perfecta es la novela de Dostoievski. Pero en su diatriba Chazelle termina por expresar un pensamiento cercano al darwinismo social: los mejores resultan de la supervivencia. Por supuesto, el éxito se asocia con la determinación y el trabajo, pero no necesariamente con el abuso que nos muestra Whiplash. En vez de denunciar a Fletcher por sus destructivos métodos de enseñanza, el director lo aplaude. Chazelle también celebra al talentoso estudiante, Andrew (Miles Teller), pero no distingue entre sus capacidades y el tormento por el que lo hace pasar Fletcher para convertirlo en el mejor baterista de Nueva York. El maestro incluso parece hablar por su creador cuando reinventa una historia de Charlie Parker, de tal manera que el abuso parece benéfico: según Fletcher, Jo Jones casi degolló al joven saxofonista con un cimbal, cuando en realidad se lo arrojó a los pies para mostrarle que estaba cometiendo errores. Algunos sostienen que esos “errores” eran las incipientes muestras del estilo que hizo de Parker un ícono. Aunque Chazelle sostenga la necesidad de una dictadura, la historia, la real, favorece la libertad.

Sin embargo, los pecados intelectuales de Damien Chazelle son insuficientes para negar el placer de Whiplash. Pocas veces un instrumento adquiere la personalidad y el dinamismo que posee la batería en el filme. La dirección refleja los sonidos y los diminutos silencios del ritmo como un signo de la ansiedad por la perfección. En la audiencia, esta minuciosidad estilística resulta en una conexión sensorial. Envueltos por la emoción de ver a Andrew tocar más y más rápido, nos sentimos en suspenso. ¿Podrá sostener el ritmo? El crescendo de la música y del baterista se convierte en expectación. Un solo error será algo más que una equivocación: una derrota.

Whiplash es un espectáculo que utiliza sus virtudes para persuadirnos de una convicción atroz, como lo hizo Leni Riefenstahl en sus documentales, pero resulta tan inverosímil que lo único que permanece en nosotros es la agobiante excitación de una búsqueda: la de hacer la perfección. El destino de Andrew es, en cierta medida, el de todos, que buscamos en el triunfo de nuestras formas la justificación y el adictivo pináculo de nuestra existencia. Ser el mejor es una aspiración compartida, pero un logro individual, solitario. En sus mejores momentos, Whiplash nos hace sentir esa soledad y el irónico miedo de no alcanzarla, pero en sus peores instantes nos intenta convencer de la monstruosidad como el origen del genio.

Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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