Babylon: La épica de la vergüenza

El motivo de la orgiástica fiesta (que más bien parece una sinécdoque del libro Hollywood Babylon, de Kenneth Anger) con la que abre Babylon (2022) es desconocido e, incluso, parece que su justificación es meramente para que las tres figuras protagónicas puedan encontrarse y a partir de ahí desacralizar –barbaridad tras barbaridad– el aura “mágica” del cine que esconde una naturaleza tan corrosiva y tóxica como los químicos usados para revelar el material fotográfico con el antes se hacían las películas, aunque hoy en día no sean más que una reliquia que algunos fetichistas se niegan a dejar morir. Babylon espera un destino similar: ser parte de algo más grande, como dice Manuel –o “Manny”– (Diego Calva) en uno de sus primeros monólogos y que su director, Damien Chazelle, parece tomar como una prerrogativa.

Babylon no busca reflexionar sobre el pasado del cine más que sobre su papel en el presente del mismo y plantea a Hollywood como un anacronismo perpetuo, un lugar que constantemente está pensando en el futuro, tan demoledor y destructivo como una tosca maquinaria que tiene la peculiar habilidad de despertar emociones profundas y hasta sublimes, pero que se debate eternamente entre su naturaleza más terrenal, como el más vulgar y accesible de los entretenimientos –ya no lo es– y su papel como disciplina artística –dimensión en perpetua erosión–.

Chazelle quiere atajar de manera frontal la actual crisis identitaria del cine, cada vez más desamparado por la irreparable muerte de sus leyendas y la notoria ausencia de reemplazos con la capacidad de sostener ese legado. Sin embargo, se enfrenta a una bestia que es incapaz de dominar, como el elefante liberado en la fiesta con la que inician las acciones.

La película comparte el ansía de notoriedad de la procaz Nelly La Roi (Margot Robbie) –bad taste & sheer magic–, la agudeza ingenua de Manny y el ominoso garbo masculino de Jack Conrad (Brad Pitt), personajes que están al centro de un mosaico que mezcla tanto a figuras de la vida real –como el productor Irving G. Thalberg– con otras inspiradas por personas reales: la escritora Elinor St. John (Jean Smart), una mezcla de la columnista Hedda Hopper y el crítico Vincent Canby; o el fascistoide director teutón Otto, una imitación de leyendas como Erich Von Stroheim u Otto Preminger, aquí interpretado por el cineasta Spike Jonze (Being John Malkovich, 1999; Her, 2013).

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Los tres son, como suele pasar en el trabajo de Chazelle, proyecciones y fantasías del propio cineasta, algo que sucede desde Guy & Madeline on a Park Bench (2009), se agudiza en Whiplash (2014) y encuentra su apoteosis en First Man (2018), hasta, literalmente, eyacular –de todas las formas y posibilidades del cuerpo– en Babylon. Las palabras de Manny al inicio: bigger, better, important resuenan en cada escena con la misma estridencia que las dominantes trompetas del score compuesto por Justin Hurwitz.

En su pretensión por abarcar todo el cine, o al menos una muy particular visión del mismo, Chazelle combina el slapstick clásico con la escatología contemporánea de Jackass o recursos de proyectos tan variados como Boogie Nights (1997), de Paul Thomas Anderson, tanto en su construcción narrativa como en robustos planos secuencia; La nuite americaine (1973), de Francois Truffaut, en la infinita repetición de una escena en set de filmación para crear un exasperante gag; Bamboozled (2000), de Spike Lee, en su áspero cuestionamiento de los dobles estándares en la inclusión de minorías; y, desde luego, otros trabajos que hablan del Hollywood de ese período, tan sombrías y turbias como The Day of the Locust (1975), de John Schlesinger, o livianas como Hail Caesar! (2016) y hasta la famosa anécdota de la mariposa que apareció en una escena de Le Rayon Vert (1986), de Éric Rohmer. Esto sólo por mencionar algunos de los innumerables referentes que sostienen el andamio por el cual Babylon se mueve con frenético ritmo hasta alcanzar un grotesco clímax en un montaje al final del largometraje.

El viejo dilema entre arte y entretenimiento trata de ser disuelto en Babylon usando, principalmente, una tónica excesiva –not quite my tempo– que invoca por igual a Proust, Wagner, Ibsen, Strindberg o Rachmaninoff, que elefantes cagando sobre obreros, pigmeos cargando penes gigantes, Margot Robbie vomitando copiosamente en una lujosa alfombra o un “titán” devorando ratas vivas. Retomando ciertos tropos de Whiplash y La La Land, para Chazelle “el Arte” –en este caso, “El Cine”– está por encima de la vida, aquí las ambulancias transportan cámaras y las vidas y condiciones de los extras y crews de filmación son tan prescindibles y reemplazables como cualquier objeto perecedero.

Babylon es un claro ejemplo de una sobredosis de cine, el resultado natural de un exceso que nunca queda satisfecho, una droga más poderosa que cualquiera de las ampliamente ofertadas en una exclusiva orgía hollywoodense o el febril delirio de un filmbro que busca superar cada proeza escatológica para que un coro diga al unísono: Yooooo, that was insane, dawg!. Hay cierto cinismo en el hecho de reconocer que una de las contribuciones culturales estadounidenses más relevantes para el audiovisual de los últimos veinte años es Jackass, algo que pudimos comprobar con la extática recepción crítica de Jackass Forever (2022).

Lo que sea que se entienda por arte cinematográfico es un arte hecho por imbéciles, reseñado, comentado y criticado por “cucarachas” –como queda atestado en el intercambio entre Elinor y Jack, sobre porqué columnistas y críticos se mantienen más vigentes que muchas de las estrellas– y consumido masivamente por el mundo. Babylon sueña con vivir entre “ángeles y fantasmas”, pero sus arrebatos la arrastran a toda la suciedad que pueda emanar del cuerpo. Una película que se desprecia a sí misma tanto como siente que está destinada a cosas grandes e importantes. Paradójicamente, es majestuosa en su vulgaridad y vergonzosa en su pomposidad.

Nada más vergonzoso que llorar en el cine mientras un hombre canta y baila bajo la lluvia.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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