Una conversación sobre West Side Story

I like to be in America
Okay by me in America
Everything free in America
America, letra de Stephen Sondheim

Tres de nuestro colaboradores conversan sobre la película más reciente de Steven Spielberg, Amor sin barreras (West Side Story, 2021):

@jjnegretec: Quise abrir con el estribillo de uno de los números que más disfruté de la versión de Spielberg de West Side Story porque creo ejemplifica, quizá como cualquier otra de las secuencias musicales de la película, dos diferencias sustanciales que existen entre esta versión y la de Robert Wise. Por un lado, la evidente maquinaria de la que dispone alguien de la talla de Spielberg para hacer un proyecto “personal”, sin escatimar en absolutamente nada y que enfatiza una sensación de opulencia frente a las modestas, pero finamente montadas, secuencias de Wise. Los colores, la luz, las cámaras y los extras explotan en cada número de la película de Spielberg; mientras que, en la de Wise, se exprime cada elemento para llenar una pantalla que debe dar la ilusión de albergar dos localidades en un mismo espacio.

El otro aspecto recae en las letras provistas por el dramaturgo Tony Kushner, quien ya había colaborado con Spielberg en Munich (2005) y en Lincoln (2012), que enriquecen la película con una perceptible densidad. Los valores nucleares de los Estados Unidos, tan finamente expuestos en Lincoln, encuentran una resonancia lúdica en West Side Story. Pienso en la escena en que Thadeus Stevens (Tommy Lee Jones) pide a su mujer Lydia Smith que lea la enmienda constitucional por la cual quedaba abolida la esclavitud y la serena sonrisa que se dibuja en su rostro por el logro obtenido, conteniendo un explosivo júbilo que lo haría formar parte, con todo y peluca, de los bailarines al ritmo de I like to be in America…

¿Qué piensan respecto de estas u otras diferencias que existen entre las versiones de Wise y de Spielberg?

José Emilio González Calvillo (JEGC): Sobre la primera diferencia que traza Jorge, considero que el contraste entre la “sensación de opulencia” de la película de Spielberg y la “fina modestia” de aquella de Wise es aparente. Esa modestia de la versión de 1961 hace que, en una película industrial, haya momentos dignos de una película avant garde. Pienso, por ejemplo, en la secuencia de obertura, la cual está compuesta por una progresión cromática que va desde un plano con matices color durazno, pasando por el rojo carmesí, el rosa oscuro y el lila, hasta llegar a un azul rey. Finalmente, ese plano se funde con una vista general de Manhattan. Encima de los colores, dicho sea de paso, hay una serie de rayas verticales de diferentes tamaños y con el fundido queda claro que éstas son la abstracción de los edificios de la ciudad. Así la película resalta un par de los elementos más básicos del cine: líneas y, como mencionó Jorge, colores. Otro momento semejante sucede en el baile, cuando María y Tony se miran por primera vez y la percepción de su entorno se altera. Un fuera de foco irrumpe súbita y artificialmente en la imagen, difuminando al resto de las y los asistentes, para convertirles en manchas de color que enmarcan a los protagonistas.

A simple vista, no es tan sencillo encontrar instancias así en la “maquinaria” de Spielberg; aunque, evidentemente, el color es protagónico, tanto en la materialidad de la película misma, como en los materiales que en ella aparecen. Esto se manifiesta muy temprano en la película, cuando los Jets inician el pleito arrojando pintura sobre un muro con la bandera puertorriqueña. (Sus manos manchadas, las cuales destacan a lo largo de la riña, hacen eco, por cierto, a esa “civil blood [that] makes civil hands unclean”, que enuncia el Coro en el Prólogo de Romeo y Julieta, el texto fuente de la película). Pero el único momento de abstracción pictórica semejante a los que comenté de la película de Wise es cuando el Tony de Ansel Elgort se aproxima al balcón y, gracias a un contrapicado, queda encuadrado sobre un charco de agua, cuya textura semeja un vitral iluminado por el Sol. Sin embargo, la verdadera “modestia” que encuentro en esa “sensación de opulencia” de la película de Spielberg se da gracias al segundo aspecto que apunta Jorge: el guión de Tony Kushner.

Tener un guión escrito por un dramaturgo es tener la intervención de un lector primario de textos dramáticos; es decir, contar con alguien que, en palabras de Alfredo Michel, sabe leer “una matriz de signos para una ficción que ha de construirse en escena mediante la realidad viva del actor”. Esto se vuelve ostensible mediante una atención meticulosa a la potencia que tienen los gestos más sencillos. Aquí sí, hay ejemplos de sobra, pero ninguno tan claro como la reelaboración del número de “Gee, Officer Krupke”. En ella, los jóvenes Jets convierten una estación de policía en un juzgado, un consultorio psiquiátrico y una prisión. Para ello, no hace falta más que colocarse unas gafas de juez o una gorra de plato, desplazar por el espacio unas bancas y acomodarlas de diferentes maneras, e interpretar. En su juego, montan un modesto teatro sin opulencias y sin la necesidad de un escenario. En fin, me he extendido mucho y quisiera saber qué piensa Rafa.

@pazespa: Pienso que ambos conceptos a los que refieren –la opulencia para Spielberg; la línea, para Wise– se reflejan precisamente en su manejo de la cámara. La versión original, hecha por uno de los artesanos más venerados de la vieja maquinaria de Hollywood, marca distancia con los actores/bailarines (en ese sentido es más teatral) en su mirada, sus evoluciones crean geometría frente al lente y ésta evoluciona continuamente a lo largo de la trama. No es casualidad que, como indica José Emilio, todo inicie con unas líneas que poco a poco se convertirán en figuras. Todo esto se potencia con los códigos de color que usan cada una de las bandas (el maquillaje pastoso moreno, no cuenta), reflejados también en sus entornos.

Por su parte, Spielberg no sólo tiene todos los recursos a su disposición (“ponme aquí una grúa, hazme aquí un set, ármate un travelling de 500 metros, tráeme otros 50 extras, ¡ponme otra grúa! ¡Ponle cabello a Corey Stoll!”), sino 50 años a su beneficio para pensar cada toma. En ningún momento su versión se siente “teatral”, la cámara pasa a colocarnos a ras de suelo con los actores –y sobre ellos, claro–, un miembro más de cada pandilla y, en ese sentido, no me sorprenden los adjetivos que la relacionan al “cine puro”.

Spielberg nunca había dirigido un musical pero su cine siempre ha tenido como uno de sus pilares el movimiento. Pienso en Indiana Jones y el templo de la perdición (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984), una película construida mediante set-pieces que no dan respiro a su protagonista y lo obligan a avanzar constantemente en más de un sentido, o Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993), que tras el primer vistazo a los dinosaurios –todavía una de las secuencias más memorables de su filmografía– inicia una aceleración que no se detiene hasta que en los últimos minutos los protagonistas pueden sentarse en un helicóptero para escapar de la isla. West Side Story viene a ser así una continuación –¿culminación?– de las constantes en su cine, ahora sí que sólo faltaban las canciones.

@jjnegretec: Me gustaría puntualizar una cosa respecto a la versión de Wise frente a la de Spielberg. Además de esa noción de “modestia” a la que aludí, me gustaría sumar la de una ingenuidad propia del tiempo en el que se filmó la película, una ingenuidad que Spielberg toma únicamente de forma tangencial. Pienso en la secuencia en la que Tony y Maria se declaran amor incondicional en una Iglesia –cosa que no sucede en la versión de Wise– y que da pie a una de las secuencias de mayor pureza pero, al mismo tiempo, de mayor artificialidad de las dos películas.

Creo que en la versión de Spielberg caben tanto los gestos más “sencillos” a los que alude José Emilio como a aquellos más grandilocuentes y expresivos, como el duelo entre Ansel Elgort y Mike Faist (quien para mí fue la adición más valiosa de la nueva versión). En cuanto a la teatralidad, yo creo que si existe una intención teatral, pero como señala Rafael, no está en la dirección de Spielberg, sino en sus decorados, rebosantes de una plasticidad que me remitió particularmente a los sets de la Alemania destruida por la guerra de Douglas Sirk en A Time to Love and a Time to Die (1958).

Efectivamente, el cine de Spielberg es movimiento constante y ritmo incesante, incluso en películas como Amistad (1997) o la ya mencionada Lincoln (2012) existe una cadencia en el diálogo, un sentido grandilocuente que Spielberg no se puede sacudir y que inevitablemente tocan incluso los momentos más “quietos” de su filmografía. Ahora, creo que con esta idea de movimiento perpetuo y grandilocuencia, y a menos que haya algo que alguno quisiera agregar, me gustaría virar la conversación hacia la supuesta falta de audiencia, situación que muchas voces en redes sociales han determinado ya como el fin de cierta etapa del cine de estudios que aunado al “fracaso en taquilla” de películas como El último duelo (The Last Duel, 2021), de Ridley Scott, –ambas producidas por Disney, dicho sea de paso– sentencian que ya no hay cabida para una producción con esas elefantinas demandas a las que aludía Rafa (digo, lo de ponerle cabello a Corey Stoll, VAYA DESPILFARRO), a menos de que dicha película sea parte de una franquicia. En ese sentido, ¿creen que West Side Story sea el Heaven’s Gate (Cimino, 1978) de esta generación?

JEGC: Han mencionado muchos aspectos: el movimiento, la teatralidad, la ingenuidad y la escasez de audiencia. Todo eso demuestra que, ya sea comparativamente o no, la versión de Spielberg es vasta, más vasta de lo que los prejuiciosos pueden imaginarse. Sin embargo, no quiero dejar de señalar que coincido con Jorge tanto en el aspecto de la ingenuidad, como en el de la teatralidad. Sobre este último, mis comentarios sobre la secuencia de “Gee, Officer Krupke” prueban en qué sentido la película de Spielberg es teatral: lo es, si se quiere, en un sentido metafórico. No es casual que en la secuencia que le sucede, aquella del museo-Iglesia que ya abordó Jorge, Tony lleva un papel con frases hechas en español para comunicarse con Maria. Eso es, a mí modo de ver, una forma de “interpretación”, una ilustración prístina de lo que es un papel –esa otra metáfora– en teatro y en cine. También estoy de acuerdo con la teatralidad en la plasticidad de los decorados. En ese sentido, me llaman particularmente la atención la colorida tienda de Valentina, con sus golosinas y su estante de pintorescas historietas, y el apartamento de María, con los afiches de boxeo, las telas y las figuras religiosas. Para mí ni el teatro, ni ninguna otra arte, empañan o contaminan el cine; por el contrario, enriquecen, si se emplean juiciosamente, a un arte híbrido desde su nacimiento. Por cierto, esa secuencia del número de “One Hand, One Heart” me recuerda a la boda por veinte dólares de los amantes ignominiosos y fugitivos de They Live by Night (Ray, 1948), aunque Elgort y Zegler son aún más ingenuos, precisamente.

Pienso que esa ingenuidad es algo que el elenco joven de la película de Spielberg comparte, tanto en la caracterización de los personajes, como en el oficio de los actores. Basta con ver, nuevamente, el número de la estación de policía o los momentos que preceden al duelo, los cuales nos recuerdan que los personajes son adolescentes para quienes el juego aún tiene cabida. De ahí que, en efecto, Mike Faist sea la gran revelación de la película, pues con el movimiento cínico de la comisura de sus labios, la indiferencia con que doblan sus muñecas, su gran manejo de la voz y esa mirada infantil que denota un profundo dolor destaca por encima de un ensamble bastante mediano. (Recién hablaba con un amigo del pobre nivel de los actores y las actrices jóvenes en el Hollywood actual). Así, ni la pálida torpeza de Ansel Elgort –que, ciertamente, le viene bien al personaje–, ni el español impostado de Ariana DeBose –que no logra enmendar aquel de la versión de 1961–, ni la tosquedad carismática de David Álvarez alcanzan los vuelos de Faist. Rachel Zegler, con su inexperta candidez –aunque candidez al fin– merece una mención aparte: esa pequeña rutina cómica que realiza para que no noten que durmió con el vestido de noche da cuenta de su potencial.

Sobre la supuesta “falta de audiencia”, confieso que es un tema que me causa cierta incomodidad porque es algo que, en primer lugar, me importa poco y, en segundo lugar, supone el análisis de variables externas a las películas sobre las que no estoy versado. Se pueden enlistar muchos motivos: las denuncias a Ansel Elgort, la pandemia, la falta de popularidad que tienen los musicales hoy en día (aunque, en ese terreno, 2021 fue un año prolífico, de In the Heights a Annette), etcétera. Sin embargo, me parece que el principal motivo fue el haber compartido la cartelera comercial con la película de franquicia en turno, lo cual resulta paradójico: es como si Spielberg fuera la “víctima” de ese Frankenstein que él mismo creó. Hay otros temas que no abordamos como el mundo del trabajo en la versión de Spielberg (y que no está en la de Wise) o el plano más bello de la película y la relación hermenéutica que tiene con Romeo y Julieta, pero de momento creo que ha sido suficiente, para lo otro “someday there’ll time”, como dice cierta canción del musical.

@pazespa: Acierta José Emilio cuando nos invita a cerrar este texto, es complicado escudriñar los misterios de la taquilla cinematográfica, espacio en el que una multitud de factores juegan y nunca con la claridad necesaria para entender al 100% sus resultados –pedirle identificación a los más jóvenes con un musical que disfrutaron sus abuelos, sino es que bisabuelos, y no sus padres, tal vez sea uno de los problemas–.

Entonces, así, sin más, los dejamos con Rita Moreno

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