El cine no es ningún sueño, ni despierta amor –mucho menos correspondencia de ningún tipo–. Es una mentira, una que se regocija en su cinismo y, al ser descubierta, genera una desilusión tal que solamente admite seguir refugiándose en ella. En la primera secuencia de Los Fabelman (The Fabelmans, 2022), el pequeño Sammy está aterrado porque está a punto de entrar a su primera proyección cinematográfica. Su madre, Mitzi (Michelle Williams), trata de apaciguar su miedo diciéndole –con una dulzura casi artificial– que las películas “son sueños que nunca olvidas”.

Dicha frase es seguida por un paneo dentro de un cine con una audiencia masiva, casi tan majestuosa como el espectáculo que están presenciando, mirando absorta The Greatest Show on Earth (1952), del épicamente minucioso artesano Cecil B. De Mille. En específico, contemplan una secuencia con un aparatoso accidente de tren, tan frenéticamente montado que la reacción de la audiencia es de una ingenuidad y un asombro reminiscentes de esa famosa leyenda ligada a la primera proyección de L’arrive de un train a la Ciotat (1896), en la que, supuestamente, la audiencia se hizo a un lado, aterrada, creyendo que el tren en pantalla iba directamente hacia ellos. Otra bella mentira que el cine nos ha legado.

En The Fabelmans, Steven Spielberg adopta una naturaleza confesional. Más que indulgente, se somete al juicio propio y ajeno, al revelar la forma en la que las mentiras –tácitas o explícitas– destruyeron a su familia y cómo ese proceso destructivo se perpetúa en lo fílmico. Quizá por ello la indeleble fascinación del joven Sammy por repetir el choque en The Greatest Show on Earth usando los trenes que le regaló su padre (Paul Dano), hasta que su madre, quien por cierto estaba enamorada del mejor amigo de la familia (Seth Rogen), le revelan la forma de hacer que esa escena viva en la posteridad.

Más tarde, las secuencias en las que Sammy (Gabriel LaBelle), ahora adolescente, monta una película casera para su madre a petición expresa de su padre, le llevan a descubrir la infidelidad de ella –accidentalmente, como en Blow Up (Michelangelo Antonioni, 1966)–, se convierten en la secuela espiritual de aquel primer filme de los trenes: una colisión material seguida de una emocional, ambas únicamente sonorizadas con el seco pero terso sonido del proyector corriendo. Lo que Spielberg hace en The Fabelmans es usar la figura de sus padres tal como usó los trenes para aquél primer ejercicio fílmico.

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Más allá de la pletórica cantidad de material digno para una densa y productiva sesión de psicoanálisis que emerge del material vertido en The Fabelmans, existe un desencanto por el ejercicio fílmico que solamente podría venir o de un cineasta que lucha por despegar o de alguien tan consagrado que regresa al inicio para tener una perspectiva nueva sobre el futuro. West Side Story (2021), el trabajo anterior de Spielberg, cerró con una dedicatoria a su padre, dedicatoria que resulta aún más reveladora a la luz de lo que se aprecia en The Fabelmans, particularmente porque ambas son obras melancólicas, incluso amargas, que se amparan en una coraza festiva y engañosamente melosa. Una tensión similar a la que existe entre la personalidad de los padres de Spielberg y que se extiende hacia su cine, una escisión que puede ir de la crudeza extrema de secuencias específicas en Minority Report (2002) o Munich (2005) hasta la casi bochornosa calidez de trabajos como Always (1989) o The Terminal (2004), por mencionar solamente algunos ejemplos de su extensa y oscilante filmografía.

Una de las malinterpretaciones más comunes al acercarse al cine de Spielberg es creer que su trabajo se define más por sus constantes que por sus variables, lo cual no lo hace necesariamente un gran cineasta, ni siquiera uno particularmente consistente, pero si uno cuyo peculiar espíritu de experimentación lúdica y riesgo minuciosamente controlado solamente es capaz de encontrar armonía en orquestar el caos y la destrucción, ser un agente del mismo para poder controlarlo, pero como bien dice el tío Boris (el gran Judd Hirsch) a Sammy cuando equipara al cine con un león: el arte te arrancará el corazón, te devorará la cabeza, por lo que tal vez el error de Spielberg, y de muchos otros cineastas, ha sido creer que puede estar por encima del mismo. El control sobre el “arte” –lo que sea que se entienda por ello– es también otra mentira, o si se prefiere, otra “ilusión”.

The Fabelmans no es, por asomo, una declaratoria de afecto, sino de amargura y resentimiento contra lo que hacer cine representa. Basta con notar la forma en la que en cada proyección y en su sala de montaje, Sammy mantiene un gesto solemne e impasible, y hasta fúrico durante la proyección en el baile escolar. Parece que el cineasta se ha cansado de mentir y, con el tiempo, ha perdido el interés por asombrar y manipular a las audiencias, pero éstas, crueles y caprichosas como suelen ser, exigen que Spielberg siga siendo única y exclusivamente el mismo cineasta de Jaws, E.T., Indiana Jones o Jurassic Park. El cínico por encima del melancólico.

El proyecto es en más de un sentido la obra de un cineasta viejo, uno que filma sus memorias en un tono significativamente distinto al de ejercicios recientes de otros cineastas que “exploran” su infancia. Esto es, sin reivindicar el cine, sino ponerlo en una posición ambigua, naturaleza que la obra de Spielberg han adoptado con cada vez más claridad durante los últimos veinte años en una trayectoria de casi cincuenta, décadas en las que Spielberg no ha legado un estilo cinematográfico, ni una contribución significativa al vocabulario fílmico más que un modelo de negocios, el cual, irónicamente, va en furiosa marcha contra lo que le ha interesado y filmado durante los últimos años. A partir de ahí es fácil entender el porqué de la amargura y la melancolía: el Spielberg joven, desde el pasado, sigue destrozando al del presente y además le arrebata su futuro.

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La secuencia final ahonda en esa sensación. Cuando a Sammy le ofrecen conocer a “el más grande cineasta que jamás haya existido”, tanto él como la película se llenan de una emoción que no se había sentido desde esa primera proyección con De Mille. El vestíbulo de la oficina anuncia que tanto Sammy, como la audiencia, conocerá a John Ford: el suave paneo con los posters de La diligencia (Stagecoach, 1939), ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley1941) o Un tiro en la noche (The Man Who Shot Liberty Valance1967) son iluminados casi a contraluz y acompañados de una ominosa pieza musical. La dicha de ese momento es interrumpida con la abrupta llegada de Ford (David Lynch), de semblante recio y duro, su rostro cubierto en bilé y sin mirar a su alrededor.

Una vez que Sammy entra a la oficina, el intercambio entre ambos no tiene una naturaleza elegíaca, aunque Spielberg cuenta la anécdota como si lo fuese. La lección que Ford le da al joven Sammy parece casi banal, pero ahí radica su trascendencia. Ese gran “arte cinematográfico” es hecho por seres con historias banales, amargados y cínicos. Para entonces, Ford se había convertido en una representación de ese león del que le advertía su tío Boris, el domador que se convierte en fiera y repite la misma advertencia del tío: This business will rip you apart.

Sin embargo, la destrucción de uno mismo le parece tan fascinante al joven Sammy como esa aparatosa colisión de trenes. The Fabelmans es la admisión de que el cine no es un medio que se alimenta de sueños, sino de miedo y destrucción. Una caja de resonancia que hace tolerables los banales dolores de un divorcio o una infidelidad ante una hecatombe que solo vive en la pantalla. Un trauma seguro por el que hay que pagar un boleto de entrada.

Spielberg lamenta que el cine contemporáneo ya no se toma la molestia de buscar el horizonte y hacer un cuadro interesante, aún si a él mismo le tomó mucho tiempo asimilar que la lección de Ford no va en función de dónde poner la cámara, sino de donde poner el alma para evitar que se destruya por lo que la cámara busca y captura. Reconocer que esa distancia no existe, es un acto de humildad fílmica que desea reivindicar años de asumir que este es un medio dominado por “maestros” que son despedazados película a película por una brava fiera de luz.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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