A finales de la década del setenta, un comerciante cinematográfico (George Lucas) estrenó en 1977 la mítica Star Wars, marcando a varias generaciones y convirtiéndose en una “nueva esperanza” para Hollywood, en la que los efectos especiales, la comercialización y la distribución se convirtieron en objetivo principal. En este renacer hubo otro cineasta que también aportó bases para el futuro del cine comercial: Steven Spielberg, quien impactó y horrorizó al público al adaptar una novela de la cual su propio autor no estaba muy seguro. —Tun tun… tun tun… tun tun tun tun tun… tun tun—. Una adaptación cinematográfica exigió a Hollywood poner atención a su nuevo “niño consentido”.
Tiburón (Jaws), estrenada dos años antes en 1975, batió récords de taquilla y sembró pánico en las playas, a tal punto que los turistas no querían nadar por miedo a que una gran boca con colmillos grandes y filosos, capaces de despellejar la piel en segundos, apareciera para arrebatarles la vida de una manera terrible. ¡Ahí viene el gran tiburón blanco! Un animal acuático y carnívoro incomprendido que, ahora sabemos, muy rara vez ataca a humanos y el índice de ataques mortales es relativamente bajo (aunque eso no obvia su peligrosidad).
Con su planteamiento, Spielberg recuerda a dos grandes maestros del terror literario: a Edgar Allan Poe (1809-1849), por su sencillez y exploraciones sobre la desesperación de las personas ante situaciones que no pueden controlar; y Shirley Jackson (1916-1965), pues la autora estadounidense se aventuró en el horror de la cotidianidad. Si bien un tiburón no es parte de la realidad que habitan muchas personas lejos de la brisa del mar, no por eso rechazamos la idea de algún día verlo y recibir un ataque. Incluso, Alfred Hitchcock (1899-1980) exploró el concepto de que lo más real asusta, como en The Birds (1963).
Sin embargo, la idea del “antagonista” —lo escribo entre comillas, puesto que las verdaderas villanas de la historia son la ignorancia, la impotencia y la negligencia— no es del “cineasta mimado”, sino de Peter Benchley (1940-2006), quien asombrado por estos depredadores, y atravesando problemas económicos fuertes, envió los primeros cuatro capítulos (cien páginas) a su editor, Thomas Congdon. La llegada de la novela de Benchley en 1974 asombró a los lectores de aquellos años y no fue hasta que el productor Richard Darryl Zanuck le pasó a Spielberg el guión de Jaws que éste se interesó por adaptarlo.
El realizador contó después que la noche que leyó la propuesta, fue al estudio a pedir el puesto de director, aunque ya tenían a otro en el proyecto, meses después cambió la situación y fue así que quedó en sus manos. Benchley siempre estuvo inseguro de lo que escribió, porque hizo ver al tiburón blanco como un némesis de la humanidad —el resto de su vida, junto con su esposa, Wendy Benchley (1964-2005), se dedicó a la conservación y cuidado de tiburones—, aunque le encantó la adaptación de Spielberg.
Al comenzar la película, un grupo de turistas bastante jóvenes están en la orilla del mar conviviendo y disfrutando del atardecer, dos de ellos se alejan buscando disfrutar el momento. La chica entra al agua e incita al chico a seguirla, por alguna extraña razón no lo hace. Todo parece ir normal, como cualquier momento de vacaciones, hasta que algo empieza a atacar a la chica, quien grita del dolor (¡la están despedazando!): sus gritos son en vano, nadie la escucha, desaparece. Al siguiente día, le avisan al jefe Martin Brody –interpretado magníficamente por Roy Scheider (1932-2008)–, éste va y revisa el cuerpo triturado de la víctima: ¡un tiburón amenaza la isla de Amity!
Cerrar una playa no es opción, el dinero está por encima de la vida de los demás. ¡Negligencia! Porque todas las víctimas del gran tiburón blanco (la chica, el niño, el perrito, y el machista y experimentado Quint) pudieron no serlo si tan solo el alcalde fuera más humano y razonable, no fue hasta que sus hijos corrieron peligro cerca del depredador acuático que toma conciencia. Acaso las personas con poder y estatus ¿siempre esperan hasta que pase una tragedia para recordar que la seguridad es más importante que otra cosa? Si lo vemos de una manera nítida, la isla de Amity es la antagonista real y peligrosa de la historia.
Retomo estas secuencias en particular porque tienen todos los elementos que hacen girar a la historia: un hombre de Nueva York que no se adapta a su vida de ciudad, en vez de buscar soluciones, decide alejarse y el destino le cobra una cuota por ello, acercándolo a sus peores miedos –el agua y los tiburones–, hasta enfrentarlo a solas con su pesadilla. Por su parte, el jefe Brody tiene un desarrollo y un “viaje del héroe” bastante convencional (por algo Jaws es pionera del blockbuster), que le brinda satisfacción al espectador (más que preocuparse por la recaudación de taquilla como las películas comerciales actuales, satisfacer a la audiencia era más que vital)—. Además, tenemos la exploración de la impotencia masculina ante un descuido, que da rabia y asusta: es sarcástica e irónica, como la brutal violencia que parte de sustos imprevistos y efectos especiales.
¡Quint (Robert Shaw, 1927-1978)! El aventurero cazador y explorador de mares tiene los mejores diálogos: tres hombres perdidos, sin esperanzas, cansados, en medio de la noche en el océano, cantan, beben, cuentan sus tragedias, enseñan sus marcas del pasado y se ríen… ¿un respiro? Es más que eso: una tensión que se crea entre las relaciones humanas en un estado de crisis. El monólogo de Quint narra lo que él vivió en la tragedia del USS Indianapolis, de una manera errónea –mas con una intención, que es fuerza, soberbia–, para que al final el personaje tenga un final justo como sus demás compañeros. Al jefe Brody el destino le cobró una cuota, a Quint la muerte se lo llevó para pagarle una factura. Esta escena impresionó –y sigue haciéndolo– a la audiencia, es imprescindible: el gran tiburón blanco acecha, rodea, de pronto salta y tira el bote… lo demás es historia. (La relación de Quint con el oceanógrafo Matt Hopper, personaje al que Richard Dreyfuss dio vida, alude a una burla que persiste en la vida académica: mientras uno tiene las herramientas bonitas y fantásticas, otro no tiene los recursos, pero sí la experiencia; esta rivalidad hace que el último acto del largometraje sea una vorágine entre el trío que lo conforma).
Jaws es una película que le dio a la carrera de Spielberg un tono de seriedad: con planos subjetivos y buscando mostrar lo menos posible, la expectativa se convierte en amenaza.
Por Sebastián López (@sebs_lopezf)