Un día lluvioso en NY y los caprichos del tiempo

I make a date for golf, and you can bet your life it rains.
I try to give a party, and the guy upstairs complains.
I guess I’ll go through life, just catching colds and missing trains.
Everything happens to me.
Everything Happens To Me, de Chet Baker

“Yo tenía un gran día planeado… ¡pero la ciudad tenía sus propios planes!”, es lo que Gatsby Welles (Timothee Chamalet) le dice a su acaudalada madre (Cherry Jones) cerca del final de Un día lluvioso en Nueva York (A Rainy Day in New York, 2019) para justificar todas las secuencias que preceden a dicho momento. El trabajo más reciente de Woody Allen es una película de espacios mas que una película de personajes, en ella la usual elocuencia y locuacidad del cineasta neoyorquino no le pertenece a la palabra, sino a la cámara.

En Un día lluvioso en Nueva York, Allen continua su fructuosa relación con el legendario cinefotógrafo italiano Vittorio Storaro que le permite explorar la urbe que ayudó a mitificar junto a Gordon Willis en Manhattan (1979) de una forma inusual: mucho más idílica que nostálgica. La ciudad que Allen presenta en esta película es una suerte de Camelot cuyos protagonistas tienen nombres tan extravagantes como Gatsby o Ashleigh, un lugar donde cineastas, escritores o actores pasean impunemente y no hay ni rastro de la multiplicidad étnica que configura el rostro actual de la titánica urbe. Esta Nueva York se asemeja al paisaje angelino de Tarantino en Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time… In Hollywood, 2019), incluso en la forma que se alimenta del propio cine.

La escena en la que la joven periodista Ashleigh (Elle Fanning) se entrevista con el pomposo cineasta Rolard Pollard (Liev Schrieber) inicia la interacción que Un día lluvioso en Nueva York tiene con la historia del cine. Para romper un poco la tensión, Ashleigh menciona a Jean Renoir, Vittorio De Sica y Akira Kurosawa, a quien se refiere como uno de los “maestros europeos”, error que rectifica un poco después entre risas nerviosas. La energía de Fanning en esta escena y en toda la película, remite al carisma y vivacidad de Judy Holliday o Ginger Rogers, mientras que la pose de estoicismo sombrío de Schrieber canaliza la inclinación por la “seriedad” del cine europeo.

La relación que existe entre ambos personajes sirve para ilustrar una tensión que habita la filmografía de Woody Allen: la jovialidad y espontaneidad del cine “clásico americano”, particularmente de las comedias, y la densidad temática de los maestros europeos como Ingmar Bergman o Michelangelo Antonioni. La crisis existencial del cineasta/artista había sido explorada a mayor profundidad por Allen en películas como Stardust Memories (1980) o Deconstructing Harry (1997), aunque Un día lluvioso en Nueva York no ambiciona lo mismo que éstas funciona como un punto de inflexión en la carrera de Allen: una huida hacia una fantasía de accidentes acumulados, en la que la anécdota toma un lugar secundario. Allen parece estar más interesado en la forma que en sus personajes y sus situaciones, ellos se mueven en los espacios que presenta, siendo estos mucho más interesantes y vivos.

Nada sucede como debería en la película, cuando menos de la forma en la que usualmente se realiza “ un plan”. Todas las intenciones de Gatsby –interpretado por Chalamet como el avatar más metódico de Woody Allen– se ven frustradas por lo que la ciudad desea. El azar juega simultáneamente a su favor y en su contra, todo le pasa a él, tal como dice la canción de Chet Baker que entona a la mitad de la película. En ese sentido, las muchas y considerables fallas de la película podrían considerarse como deliberadas, alineadas a una idea de destino y temporalidad que comparte con The Clock (1945), de Vincente Minelli, en la que un joven soldado (Robert Walker) se enamora de una joven (Judy Garland) en un viaje de apenas 48 horas en Nueva York.

Ambas películas comparten una visita al Museo Metropolitano de Arte, lugar que sella el destino de dos jóvenes amantes que tienen relativamente poco de encontrarse, casi por casualidad, cobijados por Édouard Manet, Claude Monet, Edgar DegasPierre-Auguste Renoir en una extraordinaria coincidencia que solo es posible en una urbe idílica en el que nada de lo que pasa está contagiado de la realidad, un lugar en el que todo puede suceder pero sin repercusiones en el mundo real. En esta Nueva York, la lluvia es una manifestación del destino, ominosa y fugaz, que se disipa hasta ver sus planes realizados. Una caprichosa y hábil cineasta.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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