El misterio del aire: Los puentes de Madison

Since he left me
My heart is empty
Blow, blow, soft winds
And bring him back home to me

Dinah Washington, Soft Winds

Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995) bien podría ser la película más violenta de Clint Eastwood, tal vez porque es la única en que vemos más cerca del llanto al estoico y viril actor/cineasta, quien hábilmente oculta sus lágrimas en una torrencial lluvia durante una de las últimas secuencias de la película. Ésta no es sólo la historia de un romance o la de un gran amor, en realidad, es considerablemente más ambiciosa: en ella el amor se filma tal como se siente, en todas sus facetas y con todos sus matices, tantos como los que la luz que incesantemente busca el ralo fotógrafo Robert Kincaid (Eastwood) para retratar mejor la belleza de los puentes de Iowa.

En una escena se cita un poema de Keats y Kincaid le dice a Francesca (Meryl Streep) que se ve profundamente atraído por trabajos como el del poeta: rebosantes de sencillez, magia, belleza y economía, una palabra importante rara vez agrupada con esas otras. Si algo resalta en la película, más allá de lo evidente, es la forma en que la economía formal y narrativa de  Eastwood no admite ningún gesto grandilocuente, ni vanidoso. Ni en sus imágenes, tan “en foco” como las fotografías de Kincaid para National Geographic, o en la actuación de Meryl Streep, una actriz que cede fácilmente al desbordamiento histriónico pero que con ciertos cineastas logra tal control que reivindica ese sospechoso mote de “la mejor actriz viva” que tanto le atribuyen.

Lo de Streep con Francesca requiere de un entendimiento sólo alcanzable a través de la paciencia que conocer a alguien demanda, da la impresión de ser quien menos “actúa”. Por ello resulta de un magnetismo indescriptible ver a Robert y Francesca simplemente conocerse y, en el transcurso de una noche, pacientemente presenciar el milagroso nacimiento del amor, tal como hizo Leo McCarey con Cary Grant y Deborah Kerr en An Affaire to Remember (1957).

Irónicamente Los puentes de Madison inicia con sus dos protagonistas muertos, únicamente dejando tras de sí una serie de fotografías, una cámara fotográfica, un vestido y tres cuadernos en los que Francesca detalla los cuatro días en los que conoció a Robert, siendo su último deseo que esparzan sus cenizas en uno de los puentes que los unió en vida. Los dos hijos adultos de Francesca descubren con perplejidad y absoluto rechazo tan intenso pasaje en la vida de su madre, pero a medida que se adentran en la lectura de los cuadernos –prácticamente un libro escrito a mano–, se develan facetas que desconocían de ella e, incluso, de ellos mismos.

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Es así como la cinta va de la muerte a la vida, del silencio al bullicio y de la pasión a la desolación en movimientos que toman el tiempo justo –que aquí se encuentra suspendido– y el amor se intensifica en la ausencia, no en la presencia. Eastwood es cuidadoso con los encuadres en que aparecen Francesca y Robert juntos, casi siempre aparecen en plano/contraplano, una de las formas predilectas del cineasta afecto a un refinado clasicismo y quien comparte con su protagonista masculino la visión que tiene sobre su trabajo, en la que sin asomo de cualquier falsa modestia asume que “no es un artista” o, al menos, no hace cosas que la gente usualmente considera como tal.

La carencia de toda intención por hacer algo artístico, lo que sea que se entienda por dicho término, acerca a Los puentes de Madison al amor como una expresión plural y compleja, que igual se expresa entre Robert y Francesca, como entre ella y su esposo Richard, entre sus hijos al leer sus cuadernos o cuando Francesca se acerca a Lucy Redfield, mujer marginalizada por atreverse a buscar amor fuera de su matrimonio y por ello castigada con el desprecio de los vecinos. La película hace patente su rechazo a todo tipo de puritanismo, más no la pureza, sea de un gesto, un intercambio de miradas o la intención de convertir los afectos de cuatro días n un sentimiento permanente.

La fugacidad e intensidad de dicho sentimiento es equiparable a la ráfaga de oscuridad que se cierne sobre un vehículo al pasar por esos mismos puentes, acentuando la sensación de tránsito y nomadismo. No se puede vivir en un puente, pero se puede pasar diario por él y, afortunadamente para Francesca, siempre hubo una generosa cantidad de puentes en el Condado Madison –curiosamente, el Puente Cedar, el primero que los protagonistas visitan, se convirtió en cenizas después de un incendio en 2002–.

Los puentes de Madison se ostenta como una película sobre “el absoluto y puro misterio del amor”, en realidad no hablamos de uno sino de varios misterios orbitando alrededor del mismo. Cuando Francesca pregunta a Robert sobre el lugar más emocionante en el que ha estado, éste responde que África, no por su cultura o la gente, sino por la luz y el aire, elementos que permiten a dos amantes convertidos en cenizas –tal como el puente que los unió– la fusión que la carne impide. Ahí vive, impasible y ominoso, uno de los tantos misterios del amor.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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