Ellen Berent, lectora y ajedrecista

Richard: ¿Y qué te hizo cambiar de opinión?
Ellen: Me llamó la atención uno de tus personajes.
Richard: ¿Cuál?
Ellen: El autor
-Intercambio entre Ellen Berent y Richard Harland
en Leave Her to Heaven (John M. Stahl, 1945)

¿Cómo sería la semblanza biográfica de Ellen Berent, la protagonista de Leave Her to Heaven (1945) de John M. Stahl, en la contraportada de un libro escrito por ella misma? De la fotografía no haría falta decir mucho: cualquier retrato basta para mostrar su perversa candidez. Es mejor especular sobre las palabras que, en vano, buscarían sintetizar su vida. Las semblanzas contienen enunciados concisos y distantes que funcionan como si fueran una suerte de epíteto. El núcleo del epíteto, en algunas ocasiones, es un sustantivo que nombra y condensa las formas de relacionarse con otra gente, la profesión, las actividades que se practican o la condición social de la persona en turno. En el caso de Ellen Berent, a partir de sus acciones en Leave Her to Heaven, podríamos utilizar estos: lectora, hija, prometida, jinete, nadadora, huérfana, esposa, madre, ajedrecista, prima, asesina o suicida. Por más precisa que sea la adjetivación que se emplee – si se completa uno de los ejemplos de la lista anterior: “madre subrogada de un infante no deseado” o “madre postiza de un cuñado con discapacidad”– la biografía de una persona no se puede encerrar en unas cuantas palabras.

Como muestra de ese último enunciado, hay que revisar otra semblanza biográfica, una que está presente enfáticamente y a todo color en la película de Stahl. Se trata de aquella del libro Time Without End, de Richard Harland. En la secuencia donde aparece por primera vez, Ellen lo lee, sujetándolo firmemente. (En la película de Stahl, dicho sea de paso, los libros son una presencia recurrente y la materialidad de estos recibe una atención devota). La contraportada cubre el rostro de la mujer –es decir, su entrada a campo se da por detrás de un libro– y muestra el retrato de su futuro prometido, con esa cara santurrona que cautiva a quienes le rodean, acompañado de un pequeño párrafo. Esa semblanza es clave en otro momento de la película. Ellen la memoriza y se la recita a Richard: es soltero, treintón, oriundo de Boston, egresado de Harvard, pintor, periodista y trilingüe. En ese texto, por ejemplo, no hay información de Danny, el hermano enfermo de Harland. Y ¿qué no el adolescente con discapacidad es parte (acaso la más) fundamental de la vida del novelista? ¿qué no es ese centro alrededor del cuál, por lo absorbente del cuidado amoroso, orbitan todas sus decisiones? He ahí la segunda prueba de que las semblanzas dejan fuera lo esencial; finalmente, éstas no son más que la construcción de un personaje: en este caso, el autor Richard Harland.

La interrogante del comienzo conlleva la posibilidad de una exploración, aunque no definitiva, sobre Ellen Berent como autora, en el sentido etimológico del término (auctoritas). Este ejercicio puede revelar verdades invisibles acerca de ella. Los dos términos elegidos para este ejercicio especulativo son “lectora” y “ajedrecista”. El primero se hace evidente en esa presentación del personaje. El segundo es metafórico, pues a menudo las metáforas son el mejor vehículo para hallar la verdad. Ellen lee. Lo hace en el tren, luego en una silla en el balcón de madera en Back of the Moon.

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Además, ella lleva a cabo esta actividad con una agudeza deslumbrante. Como la gran lectora que es, posee una memoria infalible, demostrándolo al aprenderse pasajes enteros para recitarlos o en la facilidad para hallarlos en libros cuando citan fragmentos que ella ya conoce. Ellen posee, además, ese don de la escucha atenta que provee el acercamiento a los textos con minuciosidad. Estas herramientas tienen injerencia en el curso de su vida, más allá de su apreciación a lo literario. Por ejemplo, cuando Russel Quinton, su anterior prometido, le dice “siempre te amaré, nunca lo olvides”; Ellen, en efecto, no lo olvida. Tiempo después, recuerda esas palabras y acude a él escribiéndole una carta, como una última salida vengativa. También escribe. La lectura, además, le brinda el talento de la oratoria. Para ello, es suficiente con observar la gracia con la que narra ese sueño premonitorio, como si fuera un lírico relato de terror. Su relación con el espacio y la puesta en escena en la película materializan ese rasgo: la biblioteca de la casa en Nuevo México es su lugar confesional, en el que, si aparece alguien más que no es ella misma, es porque ella le ha invitado.

Hablando de puesta en escena, en la sala de esa misma casa, donde Ellen y Richard meriendan sándwiches de pavo, hay tableros de ajedrez sobre los muebles del decorado. Si bien es cierto que nunca vemos una partida, su presencia es sugerente y suficiente para decir que Ellen Berent es una ajedrecista, pues en la vida se conduce como tal, al grado de que la jugadora maestra se funde con las piezas mismas. Siempre está varios movimientos por delante, anticipa las jugadas del contrario (que, en la película, son todos los demás personajes, como se señala repetidas veces), calcula fríamente y, cuando se presenta un imprevisto que la pone en jaque, improvisa de inmediato. Ellen se mueve en el tablero del plano como la Reina (la blanca, por supuesto, ya que abre todas las partidas): en diagonal, hacia el frente y hacia atrás, entra y sale, por agua y por tierra, asediando a las piezas rivales. En el ajedrez, el único desplazamiento que no puede hacer la Reina es aquel del Caballo, con forma de “L”; pero la protagonista de Leave Her to Heaven puede adueñarse simbólicamente de éste en la providencial secuencia donde cabalga esparciendo las cenizas de su padre. El final de la película no es más que un sacrificio de la Dama para ganar la partida. Vale la pena que recordemos, entonces, que el jaque mate no es un asesinato violento, si no un control del espacio del tablero que deja al Rey del adversario sin posibilidad de movimiento, como el propio Harland, ya sin habla, en ese frío juzgado al final de la película.

El título shakespeariano sugiere una suerte de esperanza para Ellen: no ser juzgada por sus semejantes, quienes siempre tienen en sus palabras formas de definirla, en términos que no le son propios, y, en cambio, ser juzgada por otro tipo de entidad más trascendente. Sin embargo, ¿qué no “dejarla” (“leave her”) al cielo para que “la juzgue” (como el título en español) es una verdad tangible en la película de Stahl? Es decir, esto no es una fabulación acerca de una posible rendición de cuentas de Ellen por sus pecados en la Tierra ante un juez divino. El cielo la juzga en cada plano donde el azul celeste, los rayos del Sol y las nubes diáfanas aparecen al fondo –aunque en realidad siempre al mismo nivel– de la mujer. En esos pocos momentos de plena libertad que hay en las páginas de Warm Springs y de Back of the Moon, Ellen resplandece.

Por José Emilio González Calvillo

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