Es difícil hacerse de una interpretación memorable en el cine de género, particularmente en el cine de horror, donde el grito y el grand guignol tienen cabida como las herramientas que el intérprete utiliza para inspirar miedo o transmitirlo a la audiencia para establecer una atmósfera emocional y capturar la atención del espectador con atrayente fuerza repulsiva. Pareciera ser un género particularmente ingrato con el género femenino, e incluso ha sido acusado de misógino por un gran número de personas. Sin embargo, el cine de horror cuenta con una galería encomiable de entronadas reinas e auténticos íconos, desde el exotismo que puede llegar a exhumar la diosa de los Hammer Studios, Barbara Steele hasta la gestacional inocencia de Mia Farrow, ejemplos parecen sobrar y contrarrestar la noción de que el horror es un género imparcial hacia la fémina.
Aprovechando que en el Festival Macabro se ha dedicado un ciclo a aquellas divas del género, recordamos tres interpretaciones memorables que podrán disfrutar en el majestuoso rito de la sala oscura, tres actrices estadounidenses que con fuerza, carisma y aberrante locura han cautivado la imaginación colectiva del género desde su respectiva aparición. Dos de ellas, colosales leyendas con una rivalidad de antaño inmortalizada por el maestro del bello y decadente guiñol, Robert Aldrich en What Ever Happened to Baby Jane? (1963), y la otra, un personaje nacido de la pluma de un escritor icónico del género que se ha convertido en una de las actrices de carácter más importantes del cine contemporáneo, sin más preámbulos:
Bette Davis en Hush Hush Sweet Charlotte (1964)
Indiscutible estrella inmortal del celuloide, canonizada desde sus arrebatadores y bestiales papeles en Jezebel (1939), The Little Foxes (1941) y All About Eve (1950), los taciturnos ojos de la Davis se convirtieron en su arma preferida para transmitir desdén y posteriormente, en la última etapa de su carrera, una frenética locura que no pocas actrices dadas al histrionismo envidian y fútilmente tratan de emular. En su segunda colaboración con Robert Aldrich (la primera fue en la ya mencionada What Ever…), Bette Davis entrega un demencial papel como la dueña de una mansión sureña, atormentada por fantasmas de su enigmático y bizarro pasado, hasta que una familiar suya (fantástica Olivia de Havilland) llega para darle sus campechanas a la “pequeña” Charlotte.
Davis, embetunada en maquillaje y bilé rojo, hace una conmovedoramente grotesca caricatura, generando todo un ícono del género, envuelto en una trama a la film noir, con actuaciones de un brillante ensamble compuesto por Mary Astor, Joseph Cotten y Agnes Moorehead (quienes trabajaron con Orson Welles en The Magnificent Ambersons de 1941), así como la siempre desorientadora presencia de Victor Buono. Misterio gótico sureño, patético y burlesco, inquietantemente aterrador.
Joan Crawford en Strait Jacket (1964)
Si se habla de Bette Davis, entonces no se puede olvidar, ni mucho menos hacer menos, a su elegantemente exagerada némesis, indiscutible diva durante la época dorada de Hollywood, de facciones duras pero sofisticada belleza, Joan Crawford conquistó al mundo con papeles como Mildred Pierce (1945), junto a Nicholas Ray reinventó con inteligencia el western en Johnny Guitar (1954) y también, como su gran rival la Davis, vio sumergirse su carrera en la más decadente serie B, incluso extrapolando esos roles a su vida personal, “documentada” en ese exquisito campfest que es Mommie Dearest de 1982 con una soberbia Faye Dunaway, cinta basada en las memorias de su hija adoptiva.
Una de las cintas que resalta en la segunda parte de la carrera de Crawford es Strait Jacket dirigida por uno de los maestros del género, William Castle (13 Ghosts, House on Haunted Hill) en la que Crawford interpreta a Lucy Harbin, una madre que después de una estancia de 20 años en un sanatorio mental regresa aparentemente curada, pero armada con una hacha para hacer castrante justicia. Una mamita querida del cine de terror, como si de repente el cadáver de Norma Bates se nutriera nuevamente de putrefacta carne. Una cinta de psicohorror complementada por Diane Baker, Leif Erickson y George Kennedy.
Kathy Bates en Misery (1990)
Existe un sádico y mórbido placer en ver las escenas en las que el lisiado escritor Paul (angustiante James Caan) por fin obtiene su venganza sobre su fanática cuidadora, Annie. Esto solo se puede atribuir a una actuación tan memorable que se instaura con facilidad y rapidez en el inconsciente colectivo y forma parte del breviario popular, sólo la cochina majestuosidad de una actriz como Kathy Bates pudo haber causado tal furor e inspirar auténtico pánico a aquellos que se jactan de tener admiradores.
La historia la conocen: escritor se accidenta, loca rescata, loca cuida, loca se obsesiona, escritor vuelve a escribir, loca se enoja, escritor intenta escapar, loca se vuelve a enojar y le rompe sus piernitas, ad infinitum. Basada en la novela de Stephen King, Misery toma su título de la mascota de Annie, una cerda que invade la pantalla desconcertándonos y repeliendo miradas con su cómoda familiaridad. Bates hace de Annie un personaje matizado, la más demencial locura, la que hierve por debajo de la piel, en cada nota de Liberace, en cada página del soso serial del cual Annie es fiel devota. Misery nos demuestra que el fanatismo carece de inocencia, representa toda una patología social que devora nuestra vida suavemente, reemplazando a nuestros dioses y aniquilando nuestra cordura. Todos somos Annie Wilkes.
Macabro Film Festival, I´m your biggest fan…
Por JJ Negrete (@jjnegretec)