Pinocho: Los hilos de la conciencia

Guillermo Del Toro se ha preocupado a lo largo de su carrera como fabulista cinematográfico por enfatizar dos mensajes: el hombre (en toda la acepción que la palabra implica) es más monstruoso que cualquier criatura no humana y que todas las formas de totalitarismo –ideológico o político–, son el ejemplo más puro de maldad que puede existir. Ambos mensajes tienen cabida también en Pinocho (2022), su más reciente película que hace gala de un artesanal trabajo de stop motion y convierte –no solo a su protagonista, sino todo su mundo– en marionetas sin hilos que son capaces de transmitir emociones e impulsos que también animan a quienes nos consideramos “reales” o “humanos”.

Del Toro se mueve entre dualismos y, aunque a veces puede caer en el maniqueísmo, obedece fielmente las reglas del cuento y la fábula al enunciar claramente dónde está la maldad, pero eso no implica que su contraparte exista. Todos sus personajes, desde Federico Luppi en Cronos (1993) hasta su hiperkinético Pinocho, no son héroes virtuosos, sino defectuosos, imperfectos y profundamente falibles. Del Toro parece no creer en la existencia de la virtud pura –al menos en el plano terrenal– pero sí en la presencia de la maldad absoluta. Quizá Del Toro ve en las fallas de su Pinocho, particularmente su deseo de agradar y encontrar la aprobación unánime, las semillas que llevan a una persona a buscar el poder político, económico o social que parecen ser garantías de felicidad en el mundo actual.

La película encuentra inusitada vigencia justamente al alejar a Pinocho de sus encarnaciones previas, tanto la del cuento de Collodi como la de la famosa versión de Disney. Mientras lo acerca a las ansiedades de toda la generación actual de niños, adolescentes y adultos contemporáneos: recibir gratificación de manera permanente y ser aceptado incondicionalmente. La conducta. “buena” o “mala” se vuelve irrelevante –no es casualidad la cantidad de vejaciones que el grillo (Ewan McGregor), la voz de la “conciencia”, padece en esta versión– y la moralidad parece definirse en términos de una aceptación incondicional de lo que “somos”, libres de “hilos” ideológicos ajenos, al final guiados por una advertencia clara: el fascismo no, nunca, bajo ninguna circunstancia. La única desobediencia punible es ser fascista, lo que paradójicamente la hace aún más peligrosa.

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Ahí es donde el mensaje de la desobediencia parece caer en una irresoluble contradicción: si ésta es importante, debe afincarse en un criterio personal que sea tan sólido como un pino italiano, pero para llegar ahí, inevitablemente pasamos –o caemos– en el moralismo. ¿Es suficiente para evitar la catástrofe? Hemos tenido décadas de reforzamiento negativo sobre el fascismo y aún así la amenaza del mismo nunca había sido tan fuerte como hoy, particularmente porque para mucha gente ya no representa un acto de sumisión y obediencia servil como se ve en la película, sino como un acto de rebeldía y auténtica desobediencia, que se cacarea en el aforo público como actos “políticamente incorrectos” de enorme orgullo. El mensaje de la película es claro en ese sentido, sin embargo, ¿cómo medimos su impacto real? Más allá de su innegable mérito artístico y las libertades tomadas con la narrativa del cuento original, que aún comparadas con lo que sucede en el relato original de Collodi, resultan bastante moderadas.

El cineasta tapatío ha declarado en entrevistas que su versión del cuento infantil está dirigida a adultos y no a niños, hay cierto error de cálculo ahí. Una persona convencida de sus creencias, sobre todo un adulto, difícilmente las cuestiona a través de una película de animación, género que vive con el estigma de ser “para niños”. Algo que resulta fundamental tener en cuenta es que todo fascista fue alguna vez un niño y, como tal, las virtudes que comúnmente se asocian a esta etapa, existen en un lugar muy profundo, que quizá sea inaccesible para medios tradicionales pedagógicos (entre los cuales se encuentran los medios de comunicación), pero que si tiene una resonancia en la formación de un niño. Evidentemente las declaraciones de Del Toro no excluyen a los niños de ser espectadores de la película, pero sí revelan una forma en la que el cineasta concibe una solución al fascismo: a través de su total polarización. Nadie cuenta con elementos suficientes para decir si esto es suficiente o no, si décadas de reforzamiento han minado la existencia de tendencias fascistas –hoy día, un fascista pasaría por mil eufemismos antes de asumirse como tal–, pero ciertamente revelan que para las películas de Guillermo del Toro, no existe villano más perfecto que éste. El fascismo, al menos en sus películas, sigue siendo útil.

En Pinocho, Del Toro se acerca a Jesucristo (figura que también ejerce una fascinación peculiar sobre el iconoclasta Paul Verhoeven) como un modelo aspiracional: un ídolo de madera para un niño de madera y con él, la defensa audaz de una convicción personal a prueba de toda presión externa, dispuesto a sacrificarse y abandonar su naturaleza “sobrehumana” para salvar a Gepetto. Si es que hay una enseñanza, o una lección que abstraer de lo que plantea Del Toro, ésta tendría que ver con negar todo individualismo y hacer del bienestar del prójimo, una máxima de vida. Por ello no resulta casual que el cineasta tapatío asume incondicionalmente el rol de salvador en cada crisis por la que pasa el cine nacional, cosechando las respectivas hosannas y alabanzas en redes sociales.

Sería mejor dejar que sean las acciones generosas las que prediquen y que el cine se ocupe principalmente de emocionarnos, antes que aleccionarnos y así permitir que los hilos que mueven la conciencia, permanezcan tan invisibles como aquellos que animan al mítico títere de madera.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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