MUBI Presenta: ‘Todos mienten’ de Matías Piñeiro

Intentar una comprensión siquiera esencial de Todos mienten (2009), el segundo largometraje de Matías Piñeiro, sería una labor demasiado larga y acaso fútil. En ese filme, el director argentino aún no alcanzaba la nitidez narrativa de sus dos filmes más recientes, Viola (2012) y La princesa de Francia (2014), pero ya la prometía. Shakespeare no era una presencia tan dominante como lo sería más adelante, pero existen ya en Todos mienten alusiones a la obra cómica del Bardo: un grupo de hombres y mujeres jóvenes perspicaces que sostienen amoríos entre sí o un capítulo titulado Todo está bien si termina bien, el nombre de una obra de Shakespeare. Incluso el romance que inventan los muchachos sobre una joven heredera con una gran tradición de aventuras y que recrean sentados en el pasto se parece a las intrincadas tramas del gran dramaturgo. Piñeiro estaba en una fase de consolidación que resulta fundamental como evidencia de un crecimiento sostenido y prometedor.

Quizá lo más cautivador de este proceso es la fluida fotografía que deriva de una coincidencia entre el maestro francés Jean-Luc Godard y el inmenso director ruso Andrei Tarkovski. En una escena en particular, cerca del principio, una de las jóvenes lee una historia mientras la cámara “rebota” de un extremo del cuarto al otro. En medio de su trayectoria se atraviesa un grupo de sombras que se ven desde la ventana. El movimiento y la acción de la muchacha evoca inmediatamente a Godard en El desprecio (Le Mépris, 1963), donde la cámara también actúa como una bola de ping pong en un pleito entre Brigitte Bardot y Michel Piccoli. La lectura de un texto poético y casi hermético trae a la mente algunas escenas de Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), donde Jean-Paul Belmondo lee La historia del arte, de Jacques Élie Faure. Más adelante los personajes se pintarán el rostro de rojo un poco como Belmondo se lo pinta de azul en el filme de Godard.

Tarkovski se aparece en el movimiento y la coreografía tan extraordinaria en las tomas, que capturan el movimiento con fluidez, es decir, no lo encierran en un cuadro, sino que permiten a la figura robárselo. Estas imágenes son típicas del maestro ruso, sobre todo en la casa de campo en Solaris (1972) y en la de El espejo (Zherkalo, 1975), donde la cámara se permite vagar tras de los personajes y objetos que se atraviesan frente a ella. Esta cinematografía nos refiere inmediatamente a la danza y afirma a Piñeiro como un creador por encima de lo puramente cinematográfico. Sus ambiguos temas, sin embargo, nos revelan un pensador confundido y confuso. La mentira es el centro de la película, con alusiones a las ideas de Orson Welles sobre la falsedad del arte y a Walter Benjamin sobre su pérdida de originalidad al ser reproducida durante un episodio titulado F de verdadero —en alusión a F de falso (F For Fake, 1973), de Welles—, pero se concentra más en su forma que en la exposición de sus ideas.

Las carencias de Todos mienten, sin embargo, no son suficientes para distraernos de esta pieza que afirma muchos aspectos de la personalidad de Piñeiro, sobre todo como heredero de grandes tradiciones en el cine y fuera de él. Todos mienten está al borde de la genialidad y es una serie de pasos firmes antes de cometer el gran salto con el que asombraría al público y la crítica internacionales.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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