Los días son calurosos. En pocos minutos, el valle rodeado de altas montañas donde está el lago Maggiore se llena de nubes grises que sueltan ráfagas súbitas de lluvia. Después de unos momentos, ésta se detiene. Si uno decide entonces salir del refugio que ha encontrado entre una función y otra para evitar mojarse, es probable que en pocos segundos de nuevo se descubra caminando bajo la lluvia. En ningún otro lugar había experimentado precipitaciones tan engañosas. El momento previo a la tormenta más terrible es también el momento en que la lluvia ligera ya ha pasado. Sin embargo, no hace frío, y no es incómodo adentrarse en la noche con la ropa mojada. Cuando se van las nubes, el aire es por completo transparente y no hay dificultad para contemplar los picos de las montañas lejanas, desbordantes de vegetación mediterránea. Frente a un paisaje tan agradable, resulta un tanto paradójico encerrarse en salas oscuras prácticamente todo el día para ver películas. Una tarde, mientras caminaba de regreso al hostal con Norma, una de las participantes de la Academia de la Crítica, conversábamos sobre lo grato que era sentir tan de cerca la presencia de la naturaleza en Locarno. Ella, como yo, vive en una ciudad capital donde es difícil olvidar que los problemas constantes de los seres humanos palidecen fácilmente frente a la enormidad sublime de una montaña o frente a la suntuosidad de las plantas y de los árboles. En Locarno, basta mirar alrededor para recordar que las obras de los seres humanos son pequeñas comparadas con las obras de la naturaleza. No importa qué tan oscura, densa, problemática, desagradable o trágica sea una película, salgo de la sala de cine, siento la humedad que transporta el viento desde la superficie de lago, contemplo las empinadas laderas y el sol que se derrama sobre ellas y un sentimiento purificador relativiza cualquier aspiración artística y permite asumir el peso de sus aspiraciones con una libertad y ligereza que no había experimentado en otro festival de cine. Aquí, como en cualquier evento semejante, hay ambición, pretensiones, promesas de encontrar al contacto adecuado, hacer carrera, cosechar éxitos, pero todo ese fondo de ebullición humana se evapora con un paseo a orillas del lago. Después de varios días de correr para llegar a tiempo a tres o cuatro funciones por día, de dormir no más de cinco horas cada noche, saltarse cenas, beber más café que agua, después de escuchar todo tipo de opiniones sobre todo tipo de películas y de confirmar que en ambos lados del Atlántico la crítica de cine es una actividad que sobrevive más que nada gracias al puro entusiasmo de algunas personas que todavía encuentran en la escritura una manera de profundizar y extender la experiencia de las películas, es gratificante que alguien haya decidido hacer un festival en este lugar. Si el peligro más grande de un evento que concentra en un puñado de días el número mayor de filmes y luminarias es la saturación y los espejismos que tan fácilmente ésta produce, la cercanía de la naturaleza en Locarno otorga la levedad de espíritu que es adecuada para regresar a la sala de cine con al menos una ilusión de frescura.

un sentimiento poético

Como parte de las funciones obligatorias a las que tenemos que asistir los participantes de la Academia de Crítica, vi Dreaming and Dying, de Nelson Yeo. La película recurre a tres personajes, dos hombres y una mujer que se mueven en un espacio de ambigüedad: no habitan la vida cotidiana, más bien flotan en una nube de conversaciones evocativas y cambios súbitos de humor. Diferentes flujos de amistad y tal vez de amor discurren entre ellos, pero difícilmente fundan ejes dramáticos continuos. Su presencia es casi sólo una variación tonal dentro de la fuerte impresión que produce cada plano. Filmada en 16mm, los vivos colores, el alto contraste y la belleza granular de la superficie de la imagen atraen la atención de la mirada antes que la continuidad de la trama o de los personajes. Las bellas composiciones, que encuadran hábilmente habitaciones minimalistas y paisajes donde la vegetación y el mar sugieren mundos paralelos al de la vida cotidiana, sirven de antesala para introducir elementos fantásticos y espirituales. Hay un sireno que agoniza en las playas durante la noche, un pez parlante que comparte sus profecías sobre el ciclo de las reencarnaciones que armoniza las distintas formas de la naturaleza y una corriente caótica de imágenes submarinas que proyectan la ebullición de una mente arrebatada por los sueños directamente sobre la pantalla. Todos estos elementos comparten una clara voluntad temática, pero no encuentran mucha substancia emocional o estética. Su apego a la superficie de las cosas, es decir, a los elementos más fácilmente asimilables de la imaginería y el discurso, toquetean conceptos elevadísimos, pero no encuentran nada. Dreaming and Dying es un pastiche de ciertas tendencias temáticas y estilísticas que otros cineastas ya alcanzaron con mayor habilidad: Apichatpong Weerasethakul, Hong Sang-soo o Tsai Ming-liang, por ejemplo. Como dijo Arta, otro de mis compañeros de la Academia de Crítica, todo se siente derivativo en esta película. Hay, sin embargo, un plano que vale la pena destacar. Uno de los personajes principales es un hombre con sobrepeso y rostro amargado que en una escena al comienzo de la película trata a la mujer protagonista de manera desagradable. Parece que están casados. Ventilar su amargura con ella lo presenta como alguien volátil y poco gentil. Poco después, lo vemos caminando por la playa. Lleva una rama en la mano y con ella comienza a marcar una figura en la arena. Dibuja dos curvas que se juntan en la punta, parecen un corazón. Su amargura por un breve instante ya no es sólo la de un marido abusivo, sino la de un hombre desilusionado en el amor. Sin embargo, en poco tiempo descubrimos que esa figura no es un corazón, sino el glande de un enorme pene que el hombre termina de dibujar decorándolo con varios pelos testiculares. Ningún otro momento en la película hace gala de un humor tan vivo como este. El hombre desagradable aparece entonces bajo una luz de inocente malicia y genuina impulsividad. En una película que parece calcular en cada plano todas las reminiscencias que quiere producir en el espectador, ese gesto es verdaderamente inesperado y tonto, pero también es espontáneo, se desentiende por completo de cualquier pretensión emocional o temática. La película intenta una y otra vez tocar grandes temas y emociones profundas sin asirse de algún elemento que permita llegar a ellos de modo orgánico y consecuente. El efecto total ofrece entonces la impresión de ser un pastiche de citas abstractas, supuestamente importantes, pero sin un desarrollo autónomo. En cambio la escena de la playa ofrece una idea completa y de un ingenio propio, tal vez no muy elevado, pero al menos no parece comprometida por la necesidad de cumplir con esquemas y evocaciones temáticas que no se han interiorizado auténticamente.

Una oposición completa a el fracaso que es Dreaming and Dying fue ver la restauración de Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution (1965), de Jean-Luc Godard, una película que también es abstracta, confusa y parece un pastiche de referencias, pero que ejecuta cada una de sus proezas con un claro sentido del ritmo, del espacio o de los efectos dramáticos que encadena cada síntesis de planos. En Dreaming and Dying, parece que el cineasta confía en que basta con recurrir a la presencia de ciertos elementos para producir un efecto en el espectador, aunque no sea claro cuál es el sentido de esos elementos y, por consiguiente, cuál es el sentido que tiene su pretendido efecto. Vemos así al sireno y a la mujer despedirse conmovidos hasta las lágrimas en una playa, pero sin entender bien qué es lo que sucede entre ellos, cómo esas emociones se incorporan al resto de la película o simplemente qué implica para ellos el afecto. En cambio, en Alphaville, se rompen todo tipo de reglas de continuidad o verosimilitud, pero jamás perdemos de vista ciertos elementos principales que una y otra vez vuelven a los mismos puntos centrales: la oposición entre el pensamiento artificial de las masas y las emociones auténticas de cada individuo. El sentido de la trama y de los personajes es perfectamente claro y de una literalidad que debería sorprender a quienes asocian a Godard con una idea “no convencional” del cine. Rémy Caution, el héroe romántico que se interna en la tierra del enemigo para destruir a la computadora que ha alienado a un país entero y en el proceso se enamora y rescata a una bella mujer, no podría ser un individuo de naturaleza más transparente. No es la ambigüedad de sentido, la vaguedad, la sutil mención de temas importantes lo que envía al espectador a regiones donde puede convivir con grandes ideas. Alphaville dice que el cine es lo contrario: la máxima concentración en cada plano, en cada escena, de un efecto que entregue emociones donde no hay vaguedad ni incompletud es lo que colma cada imagen de grandeza. Cualquier conversación entre Rémy y Natacha bien podría servir de ejemplo. Ella asume diálogos de insensibilidad robótica que él ataca constantemente con declaraciones agresivas y decididas. Sin embargo, Natacha habla con una sensibilidad más ligera y agradable, también más viva y menos desencantada que la de él. Entre ambos se establece una especie de juego que es también una persecución en el que los papeles se invierten continuamente. Cuando descubren, mediante el recuerdo de ciertas metáforas poéticas, que Natacha no es nativa de Alphaville, ciudad donde no existe la poesía, los vemos a ambos caminar por una habitación. Primero, la cámara se posa en Natacha mientras Rémy va de un lado a otro interrogándola. Gracias a sus deducciones lógicas, confirman que Natacha debe provenir de otra ciudad. Luego, la cámara se detiene en Rémy mientras Natacha habla de la poesía caminando por la habitación. Ese paralelismo revela con entera claridad la energía de cada personaje y los afectos que los mantienen unidos. Él es directo, habla con autoridad y no divaga, es alguien que cumple con su obligación, oculta sus preocupaciones, es frío. Ella es exactamente lo opuesto, dúctil, abierta, y no duda en tomarlo de la mano cuando le dice que quiere irse con él. La escena se cierra progresivamente sobre sus rostros a medida que empiezan a hablar del amor —él está enamorado de ella, ella no sabe qué es el amor, no puede saberlo. Ella le pregunta qué es el amor y él la acaricia. Natacha responde que eso no es amor, sino voluptuosidad. Luego, ella pronuncia un monólogo poético sobre el amor mientras la vemos a ella y a Rémy bajo una luz parpadeante, muy cerca de la cámara, encuadrados como en un retrato más que como en una escena. Se abrazan, se acarician, bailan. Ella habla en off, compara la luz con el amor y la vemos caminar por una habitación oscura, tal vez es la misma habitación donde estaban hablando, pero ya de noche. Godard rompe la continuidad del espacio-tiempo de la escena inicial, pero no el sentido de las emociones ni de la trama: toda esa escena es perfectamente consecuente con el relato, Natacha, al descubrir que no es de Alphaville y que por ello puede usar metáforas, es capaz por primera vez de hablar y quizá entender el amor. Las rupturas del espacio-tiempo sirven al desarrollo de la trama y de las emociones entre los personajes. No se me ocurre otra escena en ninguna otra película que sea sobre el surgimiento súbito de la poesía y el amor en la consciencia. Y Godard la consiguió no con vaguedades ni referencias a medio cocer, sino recurriendo a una puesta en escena elementalmente diagramada, cortes precisos y el rompimiento de la continuidad espaciotemporal de la escena cuando el arrebato lírico de Natacha así lo permitía. Es tan simple que cualquier otra cosa parecería un truco.

inmoralidad y asesinato

El crimen o cuando menos la inmoralidad y su castigo fue un tema constante en varias películas que vi los días siguientes. Una de ellas Ekskurzija, de Una Gunjak, tuvo su estreno durante el festival. La película cuenta cómo una adolescente de Bosnia, Iman, padece los prejuicios de sus compañeros de escuela y de las autoridades escolares una vez que sale a la luz que está embarazada. Es una película típicamente naturalista. Ofrece un retrato de costumbres y grupos sociales. El desprecio que nace de las actitudes tradicionalistas hacia las manifestaciones de la vida sexual de los adolescentes se trata con una clara conciencia crítica, pero ésta jamás se sobrepone al desarrollo de los personajes. A diferencia de lo que uno esperaría de una película que analiza las dificultades que viven los adolescentes para lidiar con asuntos que son tratados con desprecio y mala fe por el grueso de la sociedad, ése conflicto no se confunde con el drama principal. El padecimiento de la protagonista no es la fuente dramática más importante, lo que evita que la trama se reduzca a un calvario de vejaciones ni que se agote en la mera denuncia. La clave del relato es la caracterización de Iman, que se desenvuelve sucesivamente. No tenemos una imagen completa de ella sino hasta el final de la película, cuando se revelan los motivos que la llevaron a comunicar la noticia de que estaba embarazada. En ese sentido, pese a que su personaje cabe perfectamente en los límites típicos de la adolescencia, su desenvolvimiento no es un frío estudio de caso. Su personalidad se permite suficientes libertades para conformar un retrato simpático y variado. El hecho de que la represalía que algunos padres y autoridades escolares pretenden imponer a la joven sea contrarrestada por otros personajes cuyos juicios sobre la sexualidad son mucho más moderados y pragmáticos da cuenta de una pugna de valores en la que la violencia entre las partes que se oponen no es tan importante como la experiencia de Iman de todo el proceso. Al final, la vida de la adolescente, abierta, dubitativa y plena de timidez, ilusiones e impericia sentimental, es lo que permanece en primer plano. Sin muchas más pretensiones que las de dibujar un retrato simpático y sencillo de la adolescencia, quizá la mayor virtud de Ekskurzija sea proponer un escenario en que la moral tradicional entra en conflicto con los deseos del adolescente moderno sin que ese choque sea un suplicio estético que desee colocarnos a favor del progresismo que sobrevive a duras penas entre los sectores conservadores (y empobrecidos, algo que la película enfatiza) de la sociedad. El carisma de Iman y el dibujo bien balanceado de las relaciones favorables y desfavorables, o ambivalentes, que establece con otros miembros de su comunidad son suficientes para que la película se quede dentro del círculo agradable de la empatía humana. Hay poco con lo que no podría estar de acuerdo con esta película, pero también poco que me haya apasionado singularmente. Es una película correcta.

Ese comentario bien podría leerse de modo irónico si se considera que es más valioso el riesgo que hacer algo decente a secas. Otra película que vi por esos días, Touched, que sin lugar a dudas es una película arriesgada, es el ejemplo perfecto de que a veces es mil veces más digno hacer algo simplemente correcto que algo arriesgado, si por esto último queremos decir incómodo, nunca antes visto, limítrofe, transgresivo, marginal o cualquier otro término que coquetee con las ganas de poner en duda la sensatez y las buenas proporciones. La razón es muy simple: el riesgo puede producir también algo feo, ingenuo, aburrido y poco convincente. Y más que nada: el riesgo es también una retórica, es decir, una forma de asumir ciertos valores que se repiten como fórmulas para conseguir un efecto vacuo. Así es Touched. Si el riesgo es un cosquilleo que suspende nuestra pretendida comodidad y nos hace preguntarnos: ¿qué es esto que estoy viendo?, vaya que hubo pasmo al ver esa película, pero un pasmo más bien alargado y cansado. La película trata sobre una enfermera que trabaja en un centro donde reciben terapia personas con discapacidades físicas y mentales. Una de ellas es un joven músico que está paralizado del cuello hacia abajo. Entre ambos surge primero atracción sexual, luego se enamoran y finalmente se consumen por una pasión autodestructiva. El desarrollo de su relación es perfectamente convencional. Hay celos, humillaciones, peleas, ira, llanto y finalmente crimen. Ambos tienen inseguridades profundas derivadas de su condición corporal. Ella padece obesidad mórbida y pasa su tiempo libre en soledad, sin amigos ni amantes. Él se siente miserable por no poder gozar de su juventud y quiere suicidarse. El odio que sienten hacia sí mismos lo proyectan al otro y se engarzan en una espiral de maltratos de la que no se nos priva nada. La psicología de los personajes es un mecanismo simple: el resentimiento que acumulan el uno hacia el otro los hace tratarse cada vez peor. El estilo visual de la película prefiere espacios cerrados e indiferenciados, de colores brillantes e irreales. El mundo que habitan no parece ser el mundo cotidiano. Es difícil incluso ubicar el país en que sucede la historia. A veces los personajes hablan inglés, a veces algún idioma nórdico. Las circunstancias en las que se sitúan los personajes tienen poca importancia. Lo central es la condición de cada uno de ellos y cómo determina su relación. Se trata, entonces, de un retrato que toma ciertos mecanismos psicológicos y los abstrae de cualquier circunstancia para articular un drama de situaciones intensas y provocativas cuya pasión siempre parece flotar más allá de cualquier circunstancia concreta. Justo al inicio de la película, el hombre se tira a la piscina del centro de rehabilitación mientras nadie lo ve, con el propósito de ahogarse. Cuando la enfermera lo descubre y lo saca del agua, llora amargamente que el hombre haya querido matarse, mientras lo abraza. Antes de este momento la única interacción que habíamos visto entre ambos era una escena muy explícita y desagradable en que ella asiste a otra doctora mientras al hombre le colocan un catéter. No es claro cómo es que ella parece haberse enamorado del hombre. A la película no le interesa desarrollar ese tipo de matices. Los actores, por su parte, no son malos, especialmente ella, que modula bien los sentimientos de amor, odio y posesión que siente hacia el hombre, pero el desarrollo de los personajes los encierra en un esquema donde tampoco tienen espacio para trabajar demasiado sobre su expresión corporal.

Para ser una película sobre los cuerpos, Touched no se siente como una película corporal, sino lo opuesto, es decir, una película mental, una película de tesis que se hace para probar una idea: ¿es que las personas con cuerpos diferentes no sienten las mismas pasiones destructivas que los demás? La marginalidad de los personajes, referida claramente a la naturaleza de sus cuerpos, es lo único propio y diferente del desarrollo esquemático de la trama y de la psicología de los personajes. La película quiere probar que al final, estos individuos son como cualquier otro: viven frustrados, se odian a sí mismos, y tan pronto las cosas se pongan difíciles tomarán la primera oportunidad para destruir cualquier indicio de amor y ternura que hayan guardado el uno hacia el otro. Por sí ofrecer una visión francamente cínica y decadente del amor no fuera suficiente, además en ello se pretende descubrir cierto encanto y belleza. La escena final es un número musical completamente disociado del resto de la trama que muestra a los personajes (o tal vez ya nada más a los actores) bailando una canción sentimental. Es casi como si nos dijeran: “¡Mira! Esas personas también participan de la danza de la vida”.

Lo mejor de la película, además de los actores, es su tratamiento franco y directo de la sexualidad de los personajes. Hay muchas escenas explícitas de ellos haciendose todo tipo de tocamientos y teniendo sexo. Su deseo sexual es bastante crudo y poco mediatizado: casi no hay seducción entre ellos, su acercamiento es súbito pero nada escandaloso. Es natural, de algún modo, que se deseen. Sin embargo, rápidamente ese deseo se convierte en pura pulsión de muerte. Y entonces la sexualidad se reduce a un juego de control y poder que la vuelve bastante nihilista.

La tensión que nace de las relaciones de pareja y que conduce a la violencia tuvo en Anatomie d’une chute otro representante digno de mención. La película, que ganó la Palma de Oro en el pasado Festival de Cannes, trata sobre el juicio que Sandra debe sobrellevar una vez que es acusada de matar a su esposo, Vincent, quien murió al caer desde el ático de su casa y golpearse la cabeza. Lo que en un inició se pensó que era sucidio, luego se convirtió en sospechas de asesinato. Según el fiscal que lleva el caso, es posible que Sandra haya empujado a Vincent. La evidencia física no es conclusiva, por lo que en el juicio se lleva a cabo una serie de interrogatorios para descubir si Sandra tenía motivos verosímiles para llevar a cabo el asesinato. El drama de la película se desarrolla alrededor de la reconstrucción, a partir de la evidencia disponible, de todos los problemas que atravesaba la relación de Sandra y Vincent y de la cuestión de si éstos son suficientes para creer que pudo haber un asesinato. La narración muestra los acontecimientos, desde la caída de Vincent hasta el comienzo del juicio, de modo que resulta imposible inclinarse por una conclusión definitiva. Lo que está en juego es la verdad de los hechos, que se define a partir de la interpretación que cada personaje hace de ellos en el juicio. Hay tres puntos de vista principales: el de Sandra, que defiende su inocencia en la corte; el del fiscal, que quiere convencer al público que Sandra es una asesina; y el Daniel, el hijo de Sandra y Vinceny, quien se debate entre confiar y desconfiar de su madre. El del fiscal, quien sólo hace su trabajo y está motivado por una ambición profesional, tiene poco interés por sí mismo, sirve más bien para atacar la integridad de Sandra sacando a la luz todos los aspectos de su vida que sugieran lo peor de ella. El punto de vista de Sandra es más interesante. No sólo porque hay algo en juego para ella mucho más importante que hacer bien su trabajo (su libertad y la relación con su hijo), sino porque en ella hay una ambigüedad que afecta directamente al espectador. No sabemos si ella cometió el crimen o si es inocente, por lo que la interpretación que ofrece de su relación con Vincent define por completo su naturaleza como persona. Si nos convence, ella es una clase de persona. Si no nos convence, es otra. Lo más llamativo de esta condición es que coloca al personaje en un plano de entera movilidad. Cuando la evidencia se inclina en la dirección de la culpabilidad, proyectamos en Sandra un carácter más bien maquiavélico y desesperado. Cuando todo parece indicar que es inocente, proyectamos sobre ella un carácter franco y honesto. Este movimiento le da profundidad a la actuación de Sandra Hüller, que es increíblemente precisa sin ser fría, y postula una pregunta caracterológica interesante: ¿qué tanto creemos en la realidad de la pasión sólo a partir de sus manifestaciones indirectas? Si el hecho principal se nos sustrae a la vista (el posible asesinato de Vincent), sólo quedan la actuaciones para dar espesor a la verdad. La actuación de Sandra (el personaje, no la actriz) en la corte asume el peso de decidir la verdad. La retórica con la que intenta convencer al jurado y a los espectadores, pues la ambigüedad de la narración le otorga también este privilegio, es el único indicio que queda de la verdad. Independientemente de si miente o no, de si es inocente o no, en su discurso y en su presentación descansa la mayor prueba que queda de los hechos relevantes, que no son realmente el asesinato per se, sino las pasiones que había en el interior de ella hacia Vincent. Su naturaleza interior se vuelve así enteramente exterior y contingente, y queda siempre la sospecha de que nunca habremos conocido realmente quién era ella, qué es capaz de hacer.

El punto de vista de Daniel se mueve entre dos extremos: creerle a su madre o sospechar de ella. A su vez, a medida que en el juicio salen a la luz los hechos más escabrosos de la relación de sus padres (celos, infidelidad, peleas domésticas), la cuestión de qué era lo que pasaba entre ellos asume una dimensión formativa para el niño. La vida adulta es mucho más ambivalente y compleja que lo que sus emociones simples esperaban. Esta es la contracara de la ambigüedad de Sandra ante el jurado y los espectadores: su naturaleza no es esquiva sólo para ellos por falta de buena evidencia policial, sino incluso para su hijo, quien ha convivido toda su vida íntimamente con ella. No importa qué tan cerca estemos de alguien, siempre hay una distancia insalvable que nos separa de ellos, quizá más cuando se trata de nuestros propios padres. La distancia entre Daniel y su madre presenta el desconocimiento de la verdadera naturaleza de ella como un hecho imposible de evitar. La esquiva verdad, que en la reconstrucción de los hechos en el juicio parece depender de una lucha de astucia y habilidad retórica, en la experiencia de Daniel se muestra más bien como un hecho natural.

La combinación, conflicto y comparación entre el naturalismo y la artificialidad cuando se trata de determinar la verdad interior de una persona es el campo de acción de la película. ¿Qué tanta premeditación y control hay en la vida anímica de los individuos? ¿Hasta dónde puede llegar su impulsividad? ¿Qué tan convincente resulta una historia y de qué depende su verosimilitud? Esta dimensión reflexiva se expresa también en ciertos guiños metanarrativos y en un sentido de la ironía al que no se le escapa el carácter fársico de varios elementos del juicio, especialmente grotesca la retórica punitivista del fiscal. Sin embargo, el ingenio de esta película, pues lo tiene, y bastante, no siempre juega a su favor. La clara consciencia que tiene de sus propios temas la orilla varias veces al histrionismo dramático, que subraya, incluso a un grado francamente cómico y melodramático, como en la escena de la discusión en la cocina, las fuerzas en enfrentamiento. Además, la distancia irónica hacia los acontecimientos narrados simplemente los despoja de profundidad. Tal vez las ideas sobre la imposibilidad de conocer la verdad de Sandra y su relación con Vincent sugieran algo importante y profundo sobre la naturaleza humana, pero lo hace de un modo genérico e indeterminado que se diluye en el concepto antes de afianzarse en algún elemento concreto del filme. Lo más definido e intenso de la película, la actuación de Hüller, siempre está sobredeterminado por el marco emocional que la película construye alrededor de ella para predisponernos hacia su culpabilidad o su inocencia. Y este juego de ir y venir entre una y otra pronto se agota en sí mismo. Más allá de esa ambigüedad sobre la que el espectador seguramente reflexionará, hay poco vigor e invención en la puesta en escena del drama y sus aristas. La estructura narrativa y las tesis implícitas que propone, más que estimular el contenido de cada escena, lo reducen a un un juego de sentido cuyos esquematismos, aunque inteligentes, pronto diluyen toda la tensión dramática.

fantasías mexicanas

La retrospectiva de cine mexicano incluyó en su programación varias películas más bien poco conocidas que alentaron las expectativas de hacer descubrimientos. Si se había escogido programar, por ejemplo, Que Dios me perdone (1948), dirigida por Tito Davidson y protagonizada por María Félix, antes que otras películas mucho más conocidas y valoradas, debía tratarse de una gran película oculta, olvidada por la historia. La trama sigue el intrigado plan de una mujer judía, Lena, interpretada por Félix, que se exilia en México para escapar del Holocausto y busca desde ahí ayudar a su hija, que quedó atrapada en un campo de concentración. Para ello, se involucra en un red de espionaje internacional, lleva una doble vida que esconde a su esposo y finalmente participa en una elaborada traición obligada por las circunstancias. La trama incluye muchos giros de tuerca cuya lógica, más que suscitada por un desarrollo consecuente de los acontecimientos, produce la impresión del apilamiento y la acumulación. Es como si la película no pudiera seguir una sola idea por más de dos o tres escenas antes de que surja otra que la obliga a cambiar de dirección. El efecto conseguido es de dispersión. La película construye poco a largo plazo, toda su habilidad se concentra en situaciones que se resuelven rápidamente. La caracterización de los personajes, consecuente con el carácter genérico de la trama, se hace con trazos grandes. Para actores como Félix o Fernando Soler (interpretando al malhadado esposo de Lena), que hacen maravillas con ese tipo de material, la película les permite desplegar su encanto más inmediato. Pero el resto de los actores se pierde en el laberinto del relato. Sólo Soler o Félix son capaces de construir una emoción completa con gestos rápidos y elementales.

A diferencia de otras películas de intriga y espionaje en las que la resolución de un misterio conduce la trama, aquí los secretos están dispuestos como material para el melodrama. Las lealtades tienen poco que ver en realidad con afiliaciones políticas y más con relaciones personales. El doble papel que juega Lena es el de madre y esposa. Su drama es que las circunstancias la obligan a escoger entre el amor a su hija y la lealtad a su esposo. Pero la rapidez con la que se desarrolla la acción impide sedimentar emociones que hagan de ese dilema una decisión significativa. La situación misma es tan estrambótica que entorpece las intenciones dramáticas de la película.

Que Dios me perdone no es una gran película, diría incluso que apenas es buena y sólo gracias a Félix y Soler, cuyo talento es evidente. Sin embargo, he pensado bastante, especialmente luego de haber visto otras películas de la retrospectiva, que hay una cualidad depurada en esta película que también se presenta en muchas otras de la selección y que constituye una clara seña de identidad: la espontaneidad interna de cada situación, que se afirma más allá de la lógica narrativa general. Si una película narrativa es un arco completo que en cada una sus partes continúa lógicamente la anterior y prepara la siguiente, la espontaneidad de cada plano y de cada escena debe subordinarse a la integridad de dicho arco, es decir, no se permitirá novedad o creatividad a menos que ésta consolide el arco narrativo o mínimamente lo mantenga intacto. En esta película, eso no sucede, sino exactamente lo contrario: el arco general de la trama parece más bien un residuo, un cascarón más bien estorboso que sólo sirve para envolver lo verdaderamente importante: el contenido perfectamente particular de las unidades pequeñas, a veces tan mínimas como un gesto y sólo tan grandes como dos o tres escenas, que se consolidan gracias al encanto depurado de la personalidad de los actores o del ingenio de una situación particular.

En un thriller, género que requiere pericia lógica y astucia narrativa, esa estructura no es favorecedora, pues difícilmente resulta verosímil. En cambio, el género fantástico es ideal para ella, pues puede despreocuparse por completo de cualquier intento de continuidad realista para dejarse llevar por las vueltas de la imaginación. Ejemplo de ello fue El espejo de la bruja (1962), de Chano Urueta, que trata sobre un cirujano, Eduardo, que asesina a su esposa, Elena, para casarse con su amante, Deborah. La ama de llaves de la enorme y tétrica mansión que habita es una bruja con poderes sobrenaturales que intenta impedir el asesinato, pero éste se lleva a cabo inevitablemente. Las artes oscuras de la bruja conservan el alma perturbada de Elena en un espejo, desde donde regresará a atormentar a su esposo y a Deborah luego de que ésta finalmente se muda a la casa. La base emocional del filme es completamente melodramática y se compone de pasiones a caballo entre el egoísmo y la venganza. Eduardo sólo quiere casarse con una mujer más joven y bella que su esposa. Sara sólo piensa en hacer sufrir a Eduardo y Deborah; ésta es una suerte de palomilla inocente que no tiene idea del infierno en que se ha metido y padece una tortura tras otra por parte de fuerzas del inframundo, su ingenuidad es el único asidero que el espectador tiene para acercarse a un universo torcido. La trama no tiene mucho sentido, hay episodios francamente desquiciados, como cuando Deborah se prende en llamas, o cuando las manos de Sara, que Eduardo amputó del cadáver de su exesposa para sustituir las quemadas de Deborah, se convierten en entes autónomos y cometen un par de asesinatos. El paroxismo es casi tan elevado como falta de sentido común, lo cual resulta particularmente extraño en una película que parece tomarse completamente en serio a sí misma. Justo al final, luego de que vemos el curioso espectáculo de las manos flotantes, mientras la bruja, completada su labor, desaparece en el aire, una voz en off que parece sacada de un noticiero explica con la más completa naturalidad que la hechicería y las artes oscuras han existido desde siempre, como si se tratara de una explicación racional que justifica lo que acabamos de ver. Esto no es una fantasía sádica y estrambótica, sino casi un documental, tal vez incluso un documental con fines pedagógico-morales, pareciera decirnos el tono seguro y asertivo del narrador.

El espejo de la bruja no es, sin embargo, una película absurda, todo lo contrario, es perfectamente lógica, pero la consistencia de su realidad interna depende únicamente de la pasión que cada personaje despliega intensamente en pequeñas unidades, en escenas o momentos específicos, cuya elevación se maximiza al grado en que resulta imposible conservar las medidas de la realidad común. Esta suerte de fantasía justiciera para castigar al marido infiel y egoísta y a su amante usurpadora que es la película se compone entonces de muchos sobresaltos e imprevistos que son una extensión de las pasiones desmesuradas de los personajes. El exceso de la película entraña entonces no tanto la desproporción o la ruptura de la armonía o de las medidas comunes, pues persigue una forma completa que no puede representarse fácilmente: la pasión. Si los melodramas mexicanos (de la época de oro o de cualquier época, dentro y fuera del cine) parecen alimentarse de personajes cuyo sentido común es inversamente proporcional a la intensidad de sus pasiones irracionales, que se mueven con soltura entre el amor desmedido, la aspiración, la venganza, el odio, el resentimiento, el sacrificio o la necia abnegación, nada mejor que un mundo de fantasía para darles rienda suelta, donde la magia no es otra cosa que la manifestación física de las palpitaciones emocionales del alma. Y con la capacidad de concentración que permite acumular en unas cuantas frases o en un par de gestos conturbados la expresión de una pasión cabal, independiente, anárquica y absurda, El espejo de la bruja presenta un retrato extrañamente sólido de las fuerzas irracionales que motivan actos decididamente perversos.

Para ser una película sobre las terribles consecuencias desatadas por un hombre que está dispuesto a hacerlo todo para que nada se interponga entre él y la mujer que le atrae, hay un peculiar trasfondo moral que es muy rígido y formal a la vez que abre la puerta sin pena alguna a depravaciones de todo tipo. Para Eduardo, estar con Deborah sólo es admisible si se casa con ella. El sexo sin matrimonio no parece ser una opción, por lo que hay que matar a Sara. La santidad del matrimonio y su adecuado resguardo de las relaciones íntimas entre hombres y mujeres es motivo suficiente para el asesinato. Y la única manera de hacer justicia al crímen cometido por Eduardo (culpa que se transfiere a Deborah, curiosamente, aunque ella no tuvo parte en el asesinato) viene de manos de una bruja y sus poderes diabólicos. La representante de Satanás se desvanece en el éter al final de la película con la sonrisa plena y satisfecha de alguien que acaba de hacer cumplir las leyes de la justicia divina. Dios y el Diablo, el bien y el mal, se confunden. Deborah, que era la imagen de la inocencia, queda desfigurada y tiene un final atroz.

Pese a que las pasiones de los personajes animan los elementos fantásticos, que responden entonces más que nada a la espontaneidad interior de cada uno de ellos, los esquemas morales devuelven a la totalidad de la película un aire, más que de lógica, de naturalidad, de ahí que pueda asumir con entera seriedad todo tipo de desfachateces. Sólo al creer por completo en la desmesura absoluta de la pasión (y contando con el talento para dispensarla en unidades precisas y eficaces) y también en la necesidad de cumplir con cierto orden superior, el cual jamás se define claramente, se obtiene una combinación tan singular de locuras y solemnidad. El espejo de la bruja es un gran ejemplo de cómo en el cine mexicano de la época de oro se entregaba a delirios fantásticos para explorar la hondura, en este caso terrible, de pasiones desbordadas, cuya limitación y alimento parecen ser directrices morales confusamente asumidas que, sin embargo, actúan con la severidad del destino.

Un caso aparte es El Santo contra las mujeres vampiro (1962), que es también una película absurda, delirante, inesperadamente seria a veces e increíblemente divertida, pero, antes que nada, es una verdadera incógnita. Uno se pregunta cómo alguien, deseándolo incluso, podría hacer algo como esta película. Más bien parece un error, producto entero del azar, de fuerzas despreocupadas de cualquier forma de consistencia o intencionalidad. Algo que está más allá de las dicotomías entre cine bueno y malo, caro o barato, mediocre o de calidad, no porque sea mejor en un modo complejo o superador, sino simplemente porque no es claro de ninguna manera si los responsables de esta película tenían en su mente nociones tan básicas y comunes como ésas cuando la hicieron. Parece que es obra de personas que viven en una realidad paralela, muy parecida a la nuestra, pero significativamente distinta en detalles que parecen insignificantes hasta que su incumplimiento nos desvela lo importantes que son para sentir que estamos frente a una película normal. Esta claramente no lo es.

La primera escena debe durar diez o quince minutos y es una minuciosa, pausada y articulada exposición que muestra cómo un grupo de mujeres vampiro vuelve a la vida luego de haber permanecido muchos años encerradas en su cripta. Como si se tratara de un evento que requiriera una entera delicadeza, la cámara no se apresura en lo absoluto. Los efectos especiales son, contrario a lo que la dedicación de la narración podría sugerir, completamente inverosímiles y hechizos. El esmero que se dedica a mostrar cómo estas mujeres vampiro regresan de sus tumbas para planear el secuestro de una joven inocente, Diana, a quien desean transformar en una de ellas y hacerla su líder, es completamente arbitrario. El escenario, aunque tétrico, en modo alguno es terrorífico. Las mujeres vampiro, aunque claramente tienen motivaciones turbias, son demasiado atractivas para causar el terror de lo maligno. No es claro entonces por qué esta escena se filma con tanto cuidado. ¿Se trata de una situación sumamente importante? Podría ser, pero al comienzo de la película no hay motivo alguno que explique por qué le debemos tanta atención a lo que debería ser en todo caso sólo la anécdota introductoria de la trama. Esto produce una sensación de ligero desajuste. Las cosas no están en su lugar, ciertas nociones elementales parecen haberse desplazado, a veces mínimamente, de manera que podríamos simplemente ignorar esa sensación de extrañeza, pero en otras ocasiones los desajustes son tan bruscos, inesperados y absurdos que producen verdadero pasmo.

El padre de la chica que las mujeres vampiro quieren secuestrar, un profesor versado en asuntos de ultratumba, el profesor Orlof, se entera del plan y convoca a El Santo a su despacho para que lo ayude a luchar contra ellas. El luchador entra con garbo a la habitación, capa brillante ondeando sobre su espalda, como si fuera asunto de todos los días. El profesor explica que es probable que durante el próximo baile al que asistirá su hija las mujeres vampiro intentarán secuestrarla. Anticipándose a ello, planea tenderles una emboscada para derrotarlas. Le pregunta a Santo si lo ayudará. El tipo musculoso y sin camisa dice que tiene otros planes y se va. ¿Por qué Santo no ayuda a Orlof y se queda a la fiesta para proteger a Diana? En verdad no lo sabemos. Hay una secuencia donde lo vemos luchando en el ring contra otros luchadores. ¿Tal vez tenía una pelea que no podía postergar? En la conversación con el profesor Orlof nos enteramos además que los antiguos pergaminos egipcios que predicen el actuar de las mujeres vampiro también tocan temas relevantes como el inminente apocalipsis derivado del uso de la energía nuclear y que Santo es una especie de representante en la tierra de las fuerzas espirituales del bien. Tal vez por eso un murciélago que tiene la habilidad de transformarse en un señor mamado con capa negra, esbirro de las mujeres vampiro, se cuela a los vestidores del próximo oponente de Santo en el ring, lo asesina y toma su lugar para luchar contra éste frente al gran público. Y de hecho hace un gran trabajo rompiéndole la crisma. En verdad, cada vez que Santo lucha contra uno de los esbirros de las mujeres vampiro parece un completo inútil al que lo salva la suerte. En su batalla en el ring contra el malvado, logra quitarle la máscara, revelando así un rostro peludo y demoníaco que asusta al público y hace que la policía suba al ring. El hombre malvado le da un golpe a Santo que lo derriba con facilidad, golpea a varios policías sin piedad, que proceden a balacearlo y tirarlo al piso del ring. Santo y los policías le hacen montón pero el tipo se convierte en murciélago soltando un choque de fuerza suficiente para liberarse de los representantes de la justicia e irse volando.

Mientras Santo es maltratado severamente durante la ejecución de sus «otros planes» por el hombre murciélago de rostro peludo, la fiesta de Diana transcurre según lo previsto y es secuestrada por los esbirros de las mujeres vampiro. Los guardias que están en el lugar poco pueden contra las fuerzas sobrenaturales. Santo llega tarde, cuando las vampiras ya se llevaron a la chica, y se engarza en una pelea con los hombres murciélago que quedaron detrás. Su desempeño tampoco es particularmente brillante pero al menos persigue a uno de ellos hasta que este se encuentra con una cruz de piedra en la calle (?), lo que es suficiente para incendiarlo y convertirlo en cenizas.

La heroicidad y ejemplaridad de Santo son elementos que esperaríamos fueran asumidos y enaltecidos por la película, y si bien es verdad que todos los personajes parecen estar convencidos de que Santo es simplemente lo mejor que hay, lo que vemos es mucho más imperfecto y torpe. Sus peleas contra otros hombres musculosos son bastante ambiguas: si no es difícil distinguir que está ganando es porque claramente está perdiendo, como en la batalla final, donde si no lo matan a golpes es porque amanece y la luz solar desintegra a sus enemigos.

Ni qué decir de la curiosa concepción del espacio. Cuando Diana es secuestrada, su rescate depende de averiguar dónde está la guarida secreta de las mujeres vampiro, información que el profesor Orlof espera encontrar descifrando sus antiguos jeroglíficos egipcios, lo cual de hecho sucede cuando se pone a verlos con una lupa. Mediante un sofisticado sistema de videollamada se comunica con Santo, quien conduce en su flamante convertible por la ciudad (que más bien parece un pueblo), y le dice que la guarida está en el bosque de los abedules (árbol poco común en México: ni para qué señalar que cuando Santo lo atraviesa claramente los árboles del bosque no son abedules). La dichosa guarida secreta resulta ser un castillo medieval que está en la cima de un monte que se alcanza a distinguir, al menos por lo que parece cuando Santo lo observa al borde de la carretera, a kilómetros de distancia.

Santo rescata a Diana porque cuando amanece a las vampiras no les queda de otra que esconderse en sus féretros, oportunidad que él aprovecha para prenderles fuego. Rescata a la chica y la lleva en brazos por el bosque, la deja con su padre, quien ha ido a su encuentro acompañado de unos detectives, se sube a su convertible y se va sin despedirse.

Que sospechemos que Santo es más inepto de lo que todo el mundo parece creer, más suertudo que hábil, es algo que podemos a pasar por alto, pues finalmente es el héroe, el protagonista. Pero que se vaya sin despedirse, detalle nimio e insignificante, o que en vez de quedarse a vigilar a Diana durante la fiesta se vaya a cumplir con sus otros planes sin motivo alguno, otra incosecuencia mucho menos fácil de pasar por alto de lo que la película pareciera asumir, lo hacen parecer como un verdadero despistado.

La película no sólo no tiene mucho sentido, sino que es absurda de un modo no directo, sino más bien tangencial. Es como si un día alguien empezara a llamar a las cosas con nombres distintos a los que son propios pero de manera consistente y como si no hubiera nada fuera de lo común en ello. Hay algo sistemático en ese comportamiento, hay un asidero con la realidad al conservar la identidad de las cosas, pero también hay algo muy raro en simplemente llamarlas con otro nombre. Y es que esto es lo más extraño de todo: si alguien puede identificar a cada cosa según su nombre común, ¿por qué distorsionar la realidad sin motivo alguno, por qué generar esos pequeños desajustes? ¿Qué clase de locura o estupidez es esa? Eso hace El Santo contra las mujeres vampiro, película que demuestra una gran capacidad cinematográfica para construir escenas con habilidad, como la inicial, a la vez que nociones elementales, como la heroicidad de su protagonista o la lógica del espacio, simplemente insiste en identificarlas con algo que no parece ser lo que debería. Lo más extraño de todo es que este desajuste es muy divertido, despierta un humor involuntario bastante poco común. No se trata del humor que producen escenas grotescas y absurdas que decididamente invierten los valores deseables o que se refocilan en la estupidez clara y directa de sus personajes (piénsese en el icónico Adam Sandler), el cual negativamente asume lo que sería normal y correcto. En la película de este famoso héroe mexicano la estupidez y el absurdo no existen como negación de lo sensato y racional, sino como una completa afirmación del sinsentido. En ocasiones es incluso difícil reírse, uno lo nota porque hay ganas de hacerlo, pero no sabemos si la película quiere que rías. Si toda comedia implícitamente otorga al espectador permiso para reírse, ésta no es una comedia. Esta es una película heroica, épica incluso, llena de aventura, pero su humor es plenamente involuntario. No quiero suponer con esto que la gracia de la película sea un accidente, es decir, que sus realizadores la hayan hecho tan mal que resultó buena, sino nada más que es una película que suscita risa sin darte permiso de reírte, es decir, suscita una risa verdaderamente libre. Quizá la mejor risa es aquella que surge cuando nadie quiere que te rías. ¿Qué hay ahí? Tal vez puro relajo. Un ánimo plenamente despreocupado de todo aquello que inmediatamente no le traiga gozo, placer narrativo, emoción dramática, disfrute fotogénico. Esa es la verdadera gracia de El Santo contra las mujeres vampiro, una de las pocas películas que genuinamente parecen haberse hecho simplemente porque debió ser divertido hacerla.

la despedida de un hombre feliz

Después de cruzar a toda prisa de Locarno a Muralto, el municipio adyacente que más que otra localidad se experimenta como la continuidad del mismo pueblo, para llegar a una de las funciones que consideraba imperdibles del festival, descubrí que no lo había logrado: llegué cinco minutos tarde, la película ya había comenzado. Qué sucede en los primeros minutos de Bonjour la langue, la última película del gran Paul Vecchiali, es algo que no vi, aunque se puede adivinar por lo que sucede después: un hombre que debe tener cuarenta años se baja intempestivamente de un tren en la ciudad donde vive su anciano padre, a quien no ha visto en muchos años, y decide hacerle una visita. Su reencuentro son tres largas conversaciones: en el patio de su casa, en la terraza de un restaurante y en un jardín. Conversan sobre sus emociones, sus recuerdos, sus esperanzas y sus resentimientos. El anciano padre es interpretado por el propio Vecchiali, quien murió poco después de terminar la película.

Es la entonación correcta, la frase exacta, el gesto necesario lo que convierte la conversación entre el padre y el hijo en una honda reconciliación, de uno con el otro y de cada uno consigo mismo. Si el cine francés ha ganado cierta fama por la sutileza y el delicado cuidado con el que es capaz de tratar las emociones mediante el diálogo, aquí Vecchiali lleva esa labor a una depuración increíblemente despojada de artificios. La naturalidad con la que abre poco a poco el interior de sus personajes es magistral. Si los diálogos bien articulados o «literarios» inevitablemente llevan la realidad dramática de una película al plano de lo ficticio y, con ello, se separan de la presencia natural de los actores para acudir a esquemas dramáticos y narrativos más cercanos al arquetipo que a la presencia natural de los individuos, aquí observamos la refutación de esto. La naturalidad de la actuación, en el mejor sentido del término, es plena: el diálogo y sus derivas son lo mismo que la espontaneidad del actor. Hay una sincronía perfecta entre lo que dicen y lo que hacen. Y con ello la emoción que gradualmente se apodera de ambos hombres es plena. Pocas veces he visto el cariño y el amor entre un padre y un hijo (tema, por su parte, difícil) retratado con tanta franqueza y con tanta sencillez. Vecchiali hizo para este tipo de relación lo que Eastwood para el amor imposible entre hombres y mujeres en The Bridges of Madison County (1995). Así de enorme es esta película.

Al terminar la función, mientras caminaba de vuelta a Locarno por el estrecho sendero que sigue el borde del lago Maggiore, observaba el paisaje: el azul claro de las aguas, bordeadas por esas enormes montañas recubiertas de verdor. Era un día espléndido. Y tanta belleza me hacía pensar una y otra vez en la película de Vecchiali. ¿Cómo es que un hombre llega a entender todos esas modulaciones del espíritu, todos esos caminos indirectos que toma el alma para llegar a un destino alegre? En la escena final de la película vemos a los dos hombres felices y conmovidos. La muerte claramente está cerca del padre, como debía estarlo de Vecchiali cuando filmó la película. Se mueve poco, parece viejo y cansado. Pero ahora que ha arreglado las cosas con su hijo puede morir en paz. Sólo así me explico lo que acabo de ver: esta es un película que alguien hizo para morir en paz, una película que recoge todo lo bueno y lo malo y lo difícil de una vida para redimirlo en algo tan natural como tener un hijo que continuará lo que es vivir cuando el padre debe despedirse ya para siempre de la vida y de las personas que amó durante la vida. Una larga y dulce despedida, como la de alguien que no quiere terminar de despedirse porque una vez que lo haga ya no habrá otra oportunidad, será la última vez. Es una despedida triste pero también necesaria y profunda, casi un ritual. Y veo las montañas y el sol que las baña y pienso que ciertamente una película no es la vida sino una obra, un artificio, un mecanismo de afectos al que atraviesan discursos, condicionamientos sociales e ideología, pero, pese a todo esto, estoy seguro de que para Vecchiali una película era la vida.

Por Abraham Villa Figueroa

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