Hay cierto complejo aparentemente presente en un cierto grupo de películas que se presentan a final de año, éstas apuntan a obtener prestigio y legitimación a través de los premios y la creación de marcas, más que de nombres. Mucho se ha dicho sobre una transición del auterismo a una especie de brandismo, en el que existen reglas básicas que comprometen las visiones de cineastas llamados “ambiciosos”, adjetivo justo considerando que su primer objetivo es obtener un presupuesto lo más abultado posible, no tanto para crear una visión genuinamente personal sino, quizá, para garantizar permanencia en la industria o, cuando menos, una idea de la misma.

Mank (2020) es en apariencia la historia del guionista que escribió El ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), la mejor película de la historia según una infinidad de listas que se limitan a hacer eco de sí mismas. De inicio, parece que Mank pertenece a esa tendencia tan valorada actualmente de explicar los “orígenes” o la “verdadera historia” de un mito tan ominoso como lo es la película de Orson Welles, pero esa es sólo una de las múltiples trayectorias de la película, casi todas dictadas por los verdaderos protagonistas de la misma: los productores, a su vez subordinados a la marca, la estrella más importante.

El productor Louis B. Mayer (Arliss Howard) , en su primera escena en la película, camina junto a los hermanos Mankiewicz (Gary Oldman y Tom Pelphrey) en los estudios de la MGM mientras les explica que hay tres sencillas reglas para garantizar el óptimo funcionamiento de las películas: generar emoción en la cabeza, el corazón o los genitales; recordar que la estrella es la marca; y toda duda se resuelve preguntando a “papá”. Es sencillo imaginar que existe un código similar en empresas –no tanto estudios– como Disney o Netflix, es ahí donde una película como Mank comienza a disociarse.

Mank quiere verse y sonar como una película de los años 30, aún cuando la factura es evidentemente contemporánea. La imagen es pulcra y sus “imperfecciones” un mecanismo que pasa de largo, su impacto se disuelve como las transiciones de la película misma entre escenas. La intención de Mank es evocar al pasado usando los recursos técnicos y discursivos del presente, creando una tensión permanente dentro de la película que, en un gesto muy wellesiano, se adelanta a su propia relevancia.

En una escena, William Randolph Hearst (Charles Dance) dice que “si las películas empezaron a hablar, es seguramente porque tienen algo “importante” qué decir”, inventando así otra necesidad para la película: la relevancia. Discutir el contexto político de Hollywood y California durante la época en que se escribió Citizen Kane parece responder a esa urgencia de vigencia, conectarla a los grandes eventos históricos del siglo cómo si todo tuviera que inscribirse a un evento para ser digno de ser mostrado. El único que está interesado en ello es Herman Mankiewicz (Oldman).

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En una secuencia en el cuarto de escritores, mientras los otros guionistas –entre ellos el célebre y agudísimo Ben Hecht– discuten sobre el ascenso del nazismo y otras cuestiones del orden político mundial, Mank pide a sus colegas que se dejen de “esnobismo político” y, por favor, se limiten a su juego de cartas. Mank es uno de esos personajes que parecen rebelarse contra el funcionamiento de la película y encuentra en la flemática indiferencia de la interpretación de Gary Oldman la más adecuada forma de boicotearse, igual que el guionista durante el transcurso del filme. Ojalá la película fuera tan lúcida como su protagonista, pero la disociación es tan fuerte que no puede contener todas las fugas.

Mank desea ser esa historia quijotesca que el guionista presenta en una cena de temática circense en casa de Hearst, pero termina más cercana a ese frustrado vehículo de vanidad que es la María Antonieta que Marion Davies (Amanda Seyfried) pretende protagonizar, sólo que en este caso no busca satisfacer la vanidad de un interprete, sino de la de David Fincher.

El rigor técnico de Fincher ha contribuido a la creación de su propio mito, particularmente con filmes como Seven, los siete pecados capitales (Se7en, 1995), El juego (The Game, 1997), La habitación del pánico (Panic Room, 2002) o Perdida (Gone Girl, 2014) en su filmografía. Su singularidad parece radicar en el desinterés del cineasta por los temas de sus trabajos y en generar una “firma propia” a través de involucrarse a nivel casi exclusivamente formal. Esto no lo convierte automáticamente en un cineasta “frío” o “racional”, como usualmente se le tilda, sino en uno que busca conmocionar haciendo uso de sofisticados dispositivos tecnológicos.

Mank puede colocarse en un espectro más cercano a otros “intentos fallidos” por capturar al viejo Hollywood, como King Kong (2005), de Peter JacksonIntriga en Berlín (The Good German, 2006), Steven Soderbergh; o El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008), del mismo Fincher, otra película cuya búsqueda de grandilocuencia resulta mucho más estimulante que sus conclusiones.

La cinta busca legitimarse con desplantes de grandilocuencia y, al mismo tiempo, tratar de complacer a la mayor cantidad de espectadores posibles y, como dice David O’ Selznick (Toby Leonard Moore) en una secuencia, hacer que todo quepa en una sola película. Quizás el gran dilema de Mank es no saber lo que es y actuar como si fuese algo diferente, esto se hace consciente dentro de la propia película.

Las rupturas de un proyecto como Mank se gestan en la pugna por la autoría de la misma entre cineastas, productores y escritores, que enfrentándose al desconocimiento total de su audiencia apuestan por llenar repisas de premios y limitarse a darle valor a la marca. Aunque el cine queda solamente como una intención, resulta tentador imaginar que en algunas décadas Netflix sea la nueva MGM, es decir, un estudio que viva sólo en la memoria de algunos que celebren a Mank como el ápice del cine de la misma forma que hoy se hace con Citizen Kane, películas que encuentran belleza en el monstruoso choque entre lo industrial y lo artesanal.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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