MUBI presenta: ‘Desmontando a Harry’ de Woody Allen

A finales de los años 70, ya consumado como cineasta y harto de ser asociado estrictamente con la comedia y la farsa, Woody Allen realizó un par de homenajes que revelarían la herencia de sus héroes, Ingmar Bergman y Federico Fellini. De su momentáneo desprecio a los géneros humorísticos resultaron su mayor tragedia, Interiores (Interiors, 1978), y un encantador desastre, Recuerdos de una estrella (Stardust Memories, 1980). La primera, con sus colores gélidos y felicidades sepultadas, reunió el genio trágico de Allen con el lenguaje visual de Bergman y su fotógrafo Sven Nykvist en una obra sobre la infelicidad de los patriarcados. La segunda resultó de la insalvable unión entre el genio visionario de Fellini y un desbordante ritmo cómico que reveló a Allen como el hijo pródigo del maestro italiano: ávido de citar al padre e incapaz de mirarse a sí mismo como él en 8 1/2 (Otto e mezzo, 1963).

En este periodo, otro héroe de Allen quedó atrás: Jean-Luc Godard. Su sombra se percibe en el humor metatextual de Dos extraños amantes (Annie Hall, 1977) pero me parece que fue hasta 1997 que el director neoyorquino se decidió a imitar al maestro francés. Desmontando a Harry (Deconstructing Harry) abre con la imagen de Judy Davis bajando de un taxi. Mutilado por jump cuts, el cuadro se repite varias veces mientras se atraviesan los créditos. Godard, que popularizó esta técnica de edición, ya no es sombra; Allen lo ha llamado su padre y a su cine, matriz. A lo largo de Desmontando a Harry, estos cortes, que abrevian el tiempo hacia el futuro inmediato, exponen la realidad cinematográfica como una caja fuerte donde se esconde el indefinible secreto de la verdad. La proverbial trama —“el que con escritores se acuesta, publicado amanece”— nota el mismo artificio en la ficción literaria.

Harry Block (Allen), un escritor exitoso y fracasado ser social, quiere recuperar a su novia, enorgullecer a su hijo y recibir un reconocimiento durante un fin de semana en que será juzgado, amenazado, criticado, aplaudido y finalmente redimido. Desde el apellido del protagonista, que alude al writer’s block, sabemos que Desmontando a Harry es una farsa, irreal en su ejecución y su lógica, pero inevitablemente ligada a la realidad y fiel a ella a pesar de sus exageraciones, como las historias de Harry. Para disfrazarse, Allen aparece como su peor y más notorio sustituto en pantalla: Harry es egoísta, cínico y malhablado. Mientras tanto, los sustitutos de Harry en su obra lo reflejan como él a Allen, que siempre ha negado —inútilmente— los elementos autobiográficos de su obra. Desmontando a Harry es una confesión discreta, diseñada como tribunal contra el protagonista y su autor. Se trata de una crítica en la que vemos la ficción y la realidad compitiendo, conversando e inventándose. Necesitándose.

La naturaleza fragmentaria del relato alude de nuevo a Godard. A lo largo de la trama se cruzan ensoñaciones, fantasías y temores que si en Godard se reflejan en breves instantes como la imagen de una pintura impresionista evocada por el apellido Renoir, en Allen se convierten en intermedios narrativos que no frustran la trama; más bien exponen carácter. En sus caricaturescos retratos de familiares y amigos, Harry caricaturiza el mundo a su alrededor y en sus burlas a otros se expone a sí mismo. Ahí es donde Allen y Harry se distancian: en todas sus películas, el blanco más flagelado por Allen es él mismo. En los cuentos de Harry, por el contrario, el infierno son los otros. Pero al mostrarnos un personaje que se burla de sus padres judíos con rutinas absurdas, Allen se burla de sí mismo. De manera más simple, en Desmontando a Harry, Allen se burla de todos. Si él es un artista inepto para la vida social, los judíos y los psiquiatras, las ex esposas y los padres, y en específico un viejo amigo, son el diablo. Allen se burla de la imagen en el espejo, donde el centro de la composición es él, pero el marco es su mundo.

Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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