Payasos nostálgicos ante niño con cámara

El niño Fellini interrumpe su sueño para asomarse por la ventana, desde donde es posible observar, mientras inicia sus rituales apresurados de instalación temporal, una carpa de circo. Se acerca al ensayo, parece indicarle el camino a la cámara (que permanece atónita entre los asistentes en la primera parte del filme) y se queda a observar actos que le inspiran un instinto purísimo (por su corta edad) de asombro, mismo que me contagió una fiebre peculiar, que obliga a realizar un acercamiento extraño hacia el mundo, henchido de vivaces colores, del circo.

Si bien el acto circense es el gran fenómeno detrás de esta introducción, la figura del payaso moderno (de zapato gigante, nariz bermeja y sonrisa enrarecida) sirvió de inspiración particular para que Federico Fellini (La dolce vita, 8 ½) dedicara, en 1970, una recopilación de homenajes, de 92 minutos de duración, a sus misteriosos esfuerzos teatrales en: Los payasos (I Clowns).

I Clowns es la complacencia de los anhelos curiosos del infante Fellini; una mirada inocente de admiración, un ejercicio de contemplación asombroso que interrumpe la respiración, por unos segundos, de los parroquianos del circo (persiste en mi memoria la secuencia en la que el mismo Fellini es interrumpido por una cubeta, a forma de respuesta, me parece, ante las posibles opiniones sobreinterpretativas de los “críticos” del futuro que quisieran encontrar en el filme un “documento histórico”).

El director italiano se pasea por las gradas y los camerinos, intrigado, realizando entrevistas a destajo, encontrándose con payasos de la vieja guardia como el catalán Josep Andreu –más conocido por su nombre artístico Charlie Rivel–, que según Josep Vinyes i Sabatés en su libro Gente Nostra (1983), sostenía que “la sonrisa es la flor de la inteligencia” (haciendo referencia a la categórica negativa de Rivel ante las “risas fáciles”, obtenidas con el mínimo o nulo empleo de técnicas artísticas de clown profesional).

Fellini también es cronológico, pues así como apertura el diálogo con el levantamiento de la carpa y el ensayo del circo local, culmina con un jolgorio tremendísimo que festeja la vida de payasos de todo tipo, entre los que encontramos algunos con huesos aún fuertes para soportar la faena completa y otros tantos con necesidad de abandonar el ruedo por las torceduras musculares propias del oficio.

Me parece importante situar la apuesta de Fellini a la mitad del panorama circense cinematográfico, pues rechaza la idea del misticismo inexplicable de los personajes anormales apartados de la gente (Freaks de 1932) y, también, la del melodrama que romantiza el trabajo de los actores que producen sonrisas y gritos de conmoción (Agua para elefantes de 2011 o The Greatest Showman de 2017).

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Comprendo que he categorizado tres películas, una de ellas de culto, en lugares ambiguos y peligrosos, pero son la muestra perfecta de la divinización de los actores de circo, que si bien es atractiva, controversial, misteriosa y estéticamente interesante en el caso de Freaks; también puede caer en el positivismo tóxico, la romantización bobalicona y la pérdida de la dignificación de un oficio tan relevante como el del circo, como sucede, en más de una de sus secuencias, con los otros dos metrajes.

Así, valoro la sensibilidad de Fellini encarnada en detalles tan extravagantes como su comparación entre payasos y vagabundos (los rústicos, retomando la acepción del término clod, citado por la investigadora argentina, Beatriz Seibel en su libro de de 1993 Historia del circo1), que, sin escenario, dan espectáculo gratuito pero se divierten igual que aquellos a los que les compran entradas; así como en la resignificación y la dignificación emprendidas por el director en aras de incluir al payaso, precisamente con estos símiles, al plano de la sociedad fuera de la carpa.

Con todo lo anterior, elementos humanos como la secretaria de Fellini leyendo datos históricos frente a la cámara o las apariciones divinas de Victoria Chaplin o Anita Ekberg, pasan a segundo plano por la valiente agonía (viene a cuento la secuencia del payaso internado que escapa para morir en el circo), que permite conocer un poco más del pequeño Fellini necesitado de abrazar a sus ídolos y ponerles en una fila caótica para observar sus sonrisas cansadas.

Fellini se regodea ante el fenómeno producido entre circo y concurrencia, se permite viajar entre “la gente que ya no sabe reír” para mostrarse nostálgico e indignado; se desmaquilla las chapas de director para correr por las pistas terregosas de los Fratellini, los felinos y los elefantes, para disfrutar las risas fantasmales de un nutrido archivo fotográfico, para observar la vida inmediata que ya no permite sentarse para reír.

El cineasta inaugura la despedida con un acto fúnebre y encamina, también, el llanto doloroso de la locura disfrazada. Bomberos, instrumentos musicales, serpentina; el crío Fellini juega a ser director de payasos, a ser cómplice de sus desbarajustes, a montar su propio desorden metódico.

Reacio, deja un segundo final con la muerte de las últimas notas de las trompetas grandiosas de antaño, como tributo al espectáculo de ayer, a los augustos, a su pasión y a su propia infancia. Es, sin lugar a dudas, un documental que de objetivo tiene muy poco, pero que se disfruta hasta morir por el arrebato cándido de su director ante el lecho mortuorio de una disciplina artística gigante.

Por César Cárdenas (@gabolarios7)

1: Sadurní, J. M. (2020, 26 septiembre). El origen del circo, el mayor espectáculo del mundo. historia.nationalgeographic.com.es. Recuperado 20 de septiembre de 2022: nationalgeographic.com.

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