Mórbido | La morada de los monstruos: Manticora, de Carlos Vermut

En una escena de Magical Girl (2014), se presentaba un cuarto dentro de una casa donde había una salamandra en la entrada. Entre muchos de los enigmas que rodean a la película, quizás el más perturbador era saber qué sucedía dentro de ese cuarto. Se sugería que ahí tenían lugar las fantasías y las escenas más terribles de las que una persona puede ser capaz, un vacío que era tan terrible como el espectador quisiese. Ese es el espacio al que Carlos Vermut se adentra en su nuevo trabajo: Mantícora (2022), estrenada en Sitges, el Festival de Toronto y que llegó a pantallas mexicanas de la mano del Festival Mórbido.

Mantícora nos presenta la vida de Julián (Nacho Sanchez), un diseñador de videojuegos que trabaja en el boceto de una majestuosa bestia para el nuevo producto de su empresa. Mientras trabaja un día en casa, pincelando incansablemente un monitor, escucha los gritos de auxilio de su vecino, un niño llamado Cristian cuya cocina se está incendiando. Después de ayudarle a apagar el fuego y recibir los agradecimientos de la madre, algo cambia en el interior de Julián… o quizá, reaparece. Poco después, en una fiesta, conoce a Diana (Zoe Stein), una joven estudiante de historia del arte con la que comienza a salir y en quien ve una oportunidad de alejarse de la oscuridad recién descubierta.

Vermut es un temerario explorador de los territorios más recónditos del deseo, aquellos que solamente pueden vivir en la más silente tiniebla, que toman forma desde la infancia y quedan sepultados por años de racionalización y otros mecanismos de defensa inconscientes. Desde su primera película, Diamond Flash (2012), Vermut usa una vertiente de psicoanálisis pop que da una forma peculiar a su trabajo, una que estiliza los impulsos, los fetiches y los trastornos para fines dramáticos, como la guiñolesca variación musical de Persona (1966, Bergman) presente en Quién te cantará (2018). La ausencia de esa estilización en Mantícora, la convierte en una disección mucho más analítica y clínica, guiada más por el David Cronenberg cerebral (Dead Ringers, Existenz, A Dangerous Method, Crimes of the Future) que el corpóreo.

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Viene a mente el fantástico intercambio en el que Diana le cuenta a Julián que, cuando niña, pensó que Videodrome (1983) era una cinta pornográfica, dado que su padre había cambiado de lugar los cassettes. No creía que nuestros cuerpos pudieran hacer eso, le dice Diana a Julián. Lo que ella pensaba era una retorcida ciencia ficción, no era sino un acto cotidiano; y ella misma creció cuando la monstruosidad se volvió, no sólo natural, sino deseable. La película mantiene un equilibrio tenso entre estos linderos, explorando cierta ética del deseo y las consecuencias de materializarlo, sea en la forma de un dibujo o un modelo digital que puede actuar a voluntad del creador.

Mantícora es una película seca porque ninguno de los deseos que se manifiestan en ella se satisface, todo queda en una tensión permanente que siempre está en la imaginación del espectador, pero nunca a cuadro. La única escena de contenido explícito acontece en el Museo del Prado y no es de la autoría de Vermut, sino del colosal pintor Francisco Goya, cuyo emblemático cuadro Saturno devorando a sus hijos interpela directamente a la batalla interna que libra Julián para contener a sus tan temidos monstruos.

Vermut construye Mantícora justamente como si ésta fuese una quimera, más allá de las convenciones de un solo género. Algunas secuencias parecen más de carácter observacional o contemplativo –como aquellas en las que Julián diseña–, otras tienen el cariz de una tersa y ligera comedia romántica –como todas las citas de Julián y Diana–; sin embargo, en todas se cierne una atmósfera curiosamente tan perturbadora como amena. Ciertamente hay una gentileza que acompaña a la monstruosidad, finamente transmitida por el inquietante rostro de Nacho Sánchez y que se extiende al resto de la película, incluso a los aparentemente inofensivos intercambios entre Julián y Cristian.

Después de ayudarle con el incendio, Julián le pregunta a Cristian qué es lo que desea ser de mayor, a lo que el pequeño responde que jardinero, mientras que Julián le dice que él de niño quería ser un tigre. Finalmente, el deseo de trascender el cuerpo se ve concedido de una forma inesperada, donde nos percatamos que Vermut ha creado un espacio para que los monstruos descansen y sean capaces de recibir cuidado. Una morada para la amorfa e incontenible bestia del deseo.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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