Apuntes sobre la Competencia Mexicana del FICM 2022

Cabe preguntarse si es que un festival elige un esquema reconocible –voluntaria o involuntariamente– para los trabajos que selecciona para su competencia. Puede ser narrativo, plástico o temático, presentando ligeras variaciones uno del otro y creando una experiencia que se percibe uniforme/homogénea. El Festival Internacional de Cine de Morelia es ávidamente buscado por muchos cineastas mexicanos como la plataforma ideal para presentar su proyecto, particularmente aquellos que buscan consolidar cierto ánimo “popular” o “accesible” en sus películas sin dejar de lado ambiciones o pretensiones “artísticas”.

Tal parece que querer alcanzar dicho equilibrio implica adoptar una serie de compromisos, casi siempre en detrimento de las obras mismas. El peligro de hacer una película pensando en el gusto o la aceptación de un espectador anónimo, es que termina siendo para nadie más que para el festival mismo, sea el de Morelia o cualquier otro. Si bien es cierto que los números de producción del cine mexicano son relativamente “sanos”, el misterio respecto a la ausencia de las audiencias se sigue acusando, no sin razón, al complejísimo tema de la distribución, pero también es cierto que muchas de las películas se pierden en el anonimato por una sensible falta de compromiso con ellas mismas, el desinterés y la apatía se germina desde su centro.

Al ver casi todos los trabajos seleccionados en competencia de ficción del FICM, ninguna de ellas deficiente –tanto en términos de calidad de producción (un estándar caro para el festival) como en términos narrativos–, queda claro que hay una serie de compromisos que, de alguna u otra forma, las van secando. La necesidad de claridad y realismo neutraliza la capacidad de involucrarse activamente con las audiencias. Se les expone, se les ilustra y se les informa, pero rara vez se les emociona.

El cine mexicano es más que sus problemas, aunque nunca se ha desprendido completamente de ellos. Después de todo, la representativa muestra de trabajos de Alejandro Galindo presente en el festival es ejemplar en ese sentido. Obras como Campeón sin corona (1946), Esquina bajan (1948), Hay lugar para dos (1949) o Doña Perfecta (1951), ilustran que un balance entre belleza, resonancia popular y relevancia temática es posible siempre y cuando exista una distancia tangible entre la realidad y la película, donde hay posibilidad de que nazcan cualidades que podríamos llamar cinematográficas.

Quizá uno de los problemas esté relacionado con ciertos compromisos y concesiones que se hacen en favor de inversionistas, patrocinadores o ceñirse a temáticas y códigos visuales implícitamente impuestos por festivales (particularmente de los festivales europeos hacia América Latina). Manto de Gemas de Natalia López; Ruido, Natalia Beristáin; Dos estaciones, Juan Pablo González; o El norte sobre el vacío, Alejandra Márquez Abella, tocan temas vigentes y punzantes en la realidad nacional, por lo que han encontrado el favor de la proyección internacional ofrecida por festivales europeos y estadounidenses. Para ellos, el cine latinoamericano se reduce a sus problemáticas, muchas de las cuales responden a una agenda política que también se encuentra implícita y de la que también la mayoría de los festivales de cine, particularmente los más grandes, toman parte.

Hay un ritmo y una tónica similar entre estos trabajos, una solemnidad profunda las acompaña aunque en algunos casos, como en el de Norte… se abre espacio para momentos lúdicos –una fiesta amenizada por un payaso norteño, una canción de Fey–, si bien siempre sometidos a la seriedad del tema principal. Al verlas se podría pensar que el compromiso central es ser lo más fieles posibles a la “realidad”, término cada vez más elusivo y que parece alinearse a una abrumadora aridez emocional que toma como modelo el trabajo de los Hermanos Dardenne que es notorio, por ejemplo, en Santa Barbara, Trigal y Zapatos Rojos. Si bien es cierto que el país padece desgracias de sobra, también es cierto que quienes las padecemos –cada uno desde una arista y a un grado diferente– necesitamos recursos para sobrellevarlas, y el cine es sin duda uno de esos recursos.

Viene a cuento esa vieja pero siempre olvidada lección de Sullivan’s Travels (1941), del gran Preston Sturges, en la que un prestigioso director de Hollywood (Joel McCrea) decide experimentar la vida de un indigente para adquirir el conocimiento “necesario” para poder dirigir su próxima película. En el camino de vejaciones sufridas, el único momento de gozo lo ofrece la proyección de una caricatura que provoca las carcajadas y el asombro de una audiencia acostumbrada a sufrir y padecer embates en la vida cotidiana. Con esto no se pretende sugerir que la respuesta yace en el mero escapismo, sino más bien en reconocer que la experiencia vital de un mexicano va mucho más allá de lo que sufre y de lo que padece, va mucho más lejos de lo que una narrativa occidental pretende sostener: que la vida en países subdesarrollados es de una miseria inagotable (la post miseria como dice Alejandro G. Iñárritu en Bardo) y valdría también la pena cuestionarse a quién beneficia que estas sean las narrativas que siempre encuentran cabida en grandes festivales internacionales, más allá de la calidad de las obras presentadas, que es un criterio distinto, después de todo contamos con técnicos y equipos de producción no solo capaces, sino talentosos así como una rica tradición de actores y estilos de actuación que van de la densa presencia señorial de figuras como Julieta Egurrola o Dolores Heredia, pasando por la consolidación de Nailea Norvind o Sophie Alexander Katz, hasta la estimulante espontaneidad y sagaz intuición de Teresa Sánchez, Paloma Petra o Emilia Berjon Ramírez y el potente semblante de Antonia Olivares en la penúltima escena de Manto de Gemas.

Parece que la principal tarea y vocación del cine mexicano es informar de lo que sucede, como si tomara la función de los viejos news reel que acompañaban a las proyecciones cinematográficas cuando no existía aún la televisión, solo que estos son dramatizados y anclados en el drama de una persona, como sucede en Santa Bárbara, de Anais Pareto, que habla sobre una trabajadora migrante en Europa; Días borrosos, de Marie Benito, se adentra en el impacto pandémico entre una mujer joven y un hombre mayor chileno; o Zapatos rojos, de Carlos Eichelmann, que nos muestra el batallar de un padre de familia que debe viajar a la Ciudad de México cuando es notificado que su hija fue víctima de feminicidio.

Quienes ven este tipo de cine ya tienen un grado de conciencia que las mismas buscan despertar, pero el grueso de los espectadores se mantiene alejado porque no desean ser moralizados, la empatía se puede generar por otros medios. Regresando a Galindo, por ejemplo, en Hay lugar para dos, el rampante y abrumador machismo e irascible e impulsiva violencia del personaje principal interpretado por David Silva tiene consecuencias brutales que hacia el final de la historia lo castigan tanto que se da en él algo que parece un arrepentimiento genuino, o la poderosa ventisca que al final de Doña Perfecta revela que su única moralidad es la crueldad. Estas obras tienen una interacción con sus espectadores, se involucra activamente con ellos, una cualidad que se siente distante y ajena en la mayoría de la producción nacional, especialmente aquella que busca el favor de los festivales internacionales y locales.

No se hace cine por el placer de hacerlo, sino como una suerte de deber. Deber ser lucrativo o deber generar conciencia social, un malestar que no sólo aqueja al cine mexicano, sin duda, sino a gran parte del cine internacional, pero esa dicotomía es aún más marcada en nuestro país por las pocas excepciones que tenemos a películas que escapen exitosamente de estos imperativos. Por eso, verlo también muchas veces adquiere ese mismo sentido de deber, como una asignatura necesaria.

No se trata de decirles a los cineastas que hacer o de qué hablar, sino más bien de que la pasión que sienten por un tema o historia sea lo que se traslade exitosamente a la pantalla, con la menor cantidad de intermediarios posibles y sin responder a la exigencia de un espectador anónimo e inexistente. A veces parece que los mismos cineastas olvidan su papel de espectadores y que esa cara ambición de entretener y crear “arte” –término cada vez más difuso– rara vez se encuentran. Una toma preciosista o una digresión supuestamente poética o lírica, que más bien parece caprichosa, no tiene el menor mérito cinematográfico sino tiene resonancia dentro de la obra en la que está contenida. Así como la presencia de un rostro famoso o muy popular no garantiza la asistencia masiva del público, ambos solamente funcionan cuando existe una sincronía entre ellos y todos los otros elementos a cuadro, por eso parece que una de las deficiencias centrales de mucho del cine mexicano actual yace en la concepción más que en la ejecución.

La mayoría de los trabajos presentados en la competencia de ficción del FICM se ven parecidos, se mueven a velocidades similares y comparten un planteamiento formal y narrativo que también es muy semejante. Se podrían tomar fotogramas de varias al azar y fácilmente se podría pensar que todas vienen de la misma película. Sin duda es importante que exista diversidad en las historias y las personas que tienen acceso a contarlas, pero que eso sea notorio más allá de la anécdota, la historia o los temas, sino en su forma, ritmo y sensibilidad. Es difícil imaginar que trabajos así sean rentables o lucrativos, pero igualmente complicado que sean ostentados como visionarios o que realmente tomen riesgos que rompan los esquemas a los que con tanta seguridad se aferran.

El dolor ajeno, sufrimiento e injusticia que atraviesan grupos étnicos no necesita voceros ni intermediarios que concentren la atención, este encuentra canales y medios de propagación y resonancia más efectivos en redes sociales o internet que el cine, que batalla para mantener espectadores ante la feroz competencia que ofrecen otras plataformas. Las mejores herramientas que tiene el cine para seguir existiendo es conservar cualidades esenciales que frecuentemente se omiten ante el tema, la metáfora o la relevancia social. Un poco menos de realidad y, como dice un muy querido amigo: dos pesitos más de cine.

¿Va a querer su conciencia social con palomitas y refresco grande?

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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