El caso de la cineasta madrileña Carlota Pereda es llamativo pensando que, de alguna forma, su ópera prima Cerdita (2022) y su segundo largometraje La ermita (2023) se balancean de una forma curiosa, aunque quizá no del todo satisfactoria. Las deficiencias de la primera se subsanan en la segunda, pero la segunda pierde virtudes significativas de la primera. En Cerdita, Pereda mostraba una identidad visual distintiva, una textura y densidad particular que era capaz de transmitir calor, viscosidad y el agobio experimentado por la protagonista de la historia y, aunque esas cualidades táctiles desaparecen prácticamente en La ermita, lo que la cineasta procura conservar es una visión que contrasta la inocencia de los personajes principales contra la crueldad a su alrededor, así como la forma de sobrellevarla, por ello se puede hablar de cierta consistencia temática más no de una formal.
Desde su primera secuencia, en la que vemos escenas de un pequeño pueblo arrasado por la peste y las legiones de médicos con su distintiva indumentaria, la película no es particularmente distinguible de muchas otras que forman parte de interminables catálogos digitales, vehículos de imágenes programadas, homologadas y aprobadas por un algoritmo. Después de tener una paleta más rica y texturizada en Cerdita, Pereda se ciñe a un estilo visual predigerido que temáticamente tampoco permite un margen de maniobra suficiente para distanciarse de productos genéricos que son arrojados de forma masiva y continua en las plataformas de streaming.
Eso no es responsabilidad exclusiva de la cineasta, pero inevitablemente le resta identidad a una película que entre sus virtudes cuenta con un sólido ensamble actoral, liderado por la pequeña Maia Zaitegi y la veterana Belén Rueda, familiar para los seguidores del cine de género por su participación en El orfanato (2007), de Juan Antonio Bayona, quien, dicho sea de paso, también acaba de hacer una película para Netflix. En La ermita, Zaitegi interpreta a una niña llamada Emma que quiere aprender a comunicarse con el espíritu de una pequeña que lleva cientos de años atrapada en la ermita de su pueblo.
Para poder lograrlo, Emma busca persuadir a Carol (Rueda), una médium desfigurada por un accidente que tuvo de niña, y que le enseñe a hablar con fantasmas a través de un don particular que ambas tienen. Esto al mismo tiempo que la madre de Emma padece una enfermedad terminal. Es aquí donde la película busca encontrar una resonancia emocional que le de “profundidad” al género en el que se encuentra inscrita la película y aunque tales recursos no son necesarios para que el terror sea un género lo suficientemente profundo o complejo, responde a la tendencia de usar el trauma como un medio para “legitimar” al cine de horror.
La estructura del largometraje se articula alrededor del trauma en una dimensión colectiva, con la conmemoración en un pueblo vasco de un grupo de enfermos que fueron emparedados en la ermita durante la peste, y por otro lado la individual de la médium interpretada por Belén Rueda, hija de una supuesta bruja que a través de la ayuda que pueda dar a la pequeña Emma, podrá redimir sus propios fantasmas. Más allá de que estos temas no estén bien desarrollados o eficientemente ejecutados, la cuestión es que la película de Pereda padece un poco del mismo malestar de su protagonista: no saber controlar una emoción para llegar a potencializar un peculiar don.
La ermita encuentra sus fortalezas en detalles pequeños, momentos específicos y el uso de una iconografía precisa: una sesión de ouija entre un grupo de niñas, una muñeca fea y tuerta como la médium y un espíritu lúdico que por momentos parece evocar a Hocus Pocus (1993), película infantil ya tradicional del Halloween y donde encuentra sus mayores flaquezas es en la conjunción del resto de los elementos que la constituyen, particularmente en lo que concierne al contexto histórico del proyecto, cuya relación con la trama principal se percibe más forzada que incidental. Ojalá, en su siguiente película, Pereda pueda encontrar un mejor vehículo para sus peculiares dones.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)