Los espíritus de la isla: ¿trascender o no?

Al inicio de Los espíritus de la isla (The Banshees of Inisherin, 2022), el bienintencionado pero ciertamente poco sofisticado Pádric (un patético Colin Farrell) se sorprende al descubrir que su compinche de toda la vida, el lacónico Colm (Brendan Gleeson), ha decidido cortar sin previo aviso la relación que los une, argumentando la necesidad de poner fin a sus días de vacua parranda para así conseguir hacer algo trascendente con sus años restantes de vida.

El arbitrario fin de dicha relación no sólo afecta a los directamente afectados, gracias a que las acciones suceden al interior de una pequeña isla frente a la costa de Irlanda, pronto todos los habitantes del lugar serán testigos de las consecuencias –físicas y espirituales– de la decisión de Colm y deberán, de alguna manera u otra, tomar una posición al respecto.

Ambientada en 1923, durante los últimos meses de la guerra civil irlandesa, la película hace eco de esa lucha intestina entre vecinos, amigos y hermanos, quienes pasaron de pelear codo a codo en contra de los ingleses un año antes a asesinarse los unos a los otros por la falta de acuerdos entre las diversas facciones de la sociedad en Irlanda. Para Martin McDonagh (Tres anuncios por un crimen, Sie7e psicópatas), guionista y director, es necesario cuestionar cómo es que ambos bandos están imposibilitados de llegar a un acuerdo, sólo porque su visión de vida no está a negociación. Antes derramar sangre, así sea la propia, que ceder un centímetro.

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La necedad de Pádric por reconectar con Colm y la intransigencia de éste, recuerdan por momentos a El hombre quieto (The Quiet Man, 1952), de John Ford, en la que un exboxeador regresaba al pueblo irlandés de sus primeros días buscando una vida tranquila y apacible, lejos de cualquier problema, sólo para ser incitado una y otra vez por los lugareños a levantar los puños para comportarse como dictan las violentas tradiciones de su sangre.

Aunque para Ford este regreso al origen es acompañado de una mirada nostálgica, casi romántica sobre las dinámicas sociales propias de sus ancestros irlandeses –y de los estereotipos que los acompañan–; para McDonagh las acciones están filtradas por cierto pesimismo y nutridas por el humor negro casi existencial que ha caracterizado a sus trabajos anteriores (especialmente lo mostrado En brujas), además de una puesta en escena cercana a los orígenes del realizador en el teatro.

La trama, como la fábula que es, obliga al público a cuestionarse, a preguntarse por el camino preferido –¿es mejor vivir tranquilo a pesar de ser olvidado por la historia o trascender en el tiempo aun cuando no disfrutes en vida los beneficios? ¿Ser buena persona o un grosero genio incomprendido?–, sin ofrecer una respuesta concreta al respecto. Quizá no hay forma de escapar a lo trivial sin perder algún apéndice… metafóricamente hablando, claro.

Por Rafael Paz (@pazespa)

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