Transparencias turbias: El cine de Samuel Fuller

La primera imagen en una primera película es, a veces, suficiente para establecer que hay un cineasta con una visión tan aguda y cristalina que es lo suficientemente sagaz para encontrar en la transparencia una asombrosa ambigüedad, una opacidad que invita a ser descubierta debajo de la aparente estridencia, tanto de la personalidad de un director como Samuel Fuller y la de sus imágenes. En su ópera prima I Shot Jesse James (1949) –título concreto y tajante como pocos–, un joven Fuller expone la espalda desnuda de Jesse James (Reed Hadley) en una tina, mientras, su amigo Robert Ford (John Ireland), la mira con un ambivalente deseo, podría tanto aniquilar como poseer, generando una ambigüedad en el personaje que será expuesta de forma visceral y contundente durante el desarrollo de la trama a partir de que la sentencia del título se consuma.

Las obras de Samuel Fuller trabajan en la tradición novelística del pulp, un género cuya sordidez no responde necesariamente a un ánimo de explotación, sino de honestidad en su faceta más áspera. Sin embargo, a diferencia de otros autores y cineastas, Fuller conserva la capacidad de crear ambigüedad, como ya decía Jean Domarchi: “así de decidido, así de viril, es un maestro de la ambigüedad”. Las intenciones de sus personajes son tan turbias como los entornos en los que se mueven, sean los brumosos puertos en los que se desliza Richard Windmark en Pickup on South Street (1953), los cabarets y rincones nocturnos de la urbe angelina en los que se aparece el detective <b (James Shigeta) en The Crimson Kimono (1959), el hogar de un abominable monstruo en el que vive Kelly (Constance Towers) en The Naked Kiss o la jaula en la que Keys (Paul Winfield) se expone para tratar de reeducar al pastor alemán blanco que ha sido entrenado por supremacistas blancos en White Dog (1982).

Lo que resulta más intrigante de esa ambigüedad lograda por Fuller es que parece intuida más que pensada, resultado de años de experiencia de vida, recogida en el campo de guerra o a pie, dónde suceden los eventos dignos de ser reportados en el periódico. Ya sea en su labor como periodista, soldado o novelista, la peculiar ética fílmica de Fuller se rige por una solidaridad con lo humano, entendido en su aspecto más amplio, aquel que incluye la monstruosidad, el patetismo, la cobardía, el miedo, el odio y la mezquindad tanto como cualquier signo de virtuosismo.

El mundo tiene cabida para ambos, y específicamente en la filmografía de Fuller, su coexistencia, no tanto en tensión, sino en una extraña armonía –ya decía Luc Moullet que Fuller propone un compromiso entre la moral y la violencia–, que es lo que hace que sus planos sean tan fascinantes, que el desplazamiento de su cámara por el espacio sea tan singular y que la recreación del mundo que hace tenga tan poca relación con el modelo real. Su crudeza es resultado de un proceso de refinamiento y estilización antes que de mero brutalismo, haciendo de Fuller un artista que logra captar la delicadeza en la brutalidad, como en la pintura hiciesen Arnold Böcklin o el impresionista George Bellows.

Todas las cualidades del cine de Fuller están expuestas, algunas en estado germinal otras prácticamente ya consumadas, desde su debut I Shot Jesse James. Hecha aún en los años en los que el western gozaba de cabal salud en la industria, la manufactura independiente le permitió a Fuller alejarse de los esquematismos que los grandes estudios imponían sobre la producción de sus películas, específicamente la forma en la que éstas debían ser filmadas y montadas. Esto es notorio por la manera en la que Fuller cubre, por ejemplo, las secuencias desarrolladas en espacios como el salón, donde el espacio no se fragmenta en cortes, éste vive en un plano largo en el que la cámara va y viene como si fuera un entrometido testigo, casi con aire inquisidor, un mirón o un snoop –como diría Fuller– que viene de su vasta experiencia, más que de periodista, de un auténtico newspaper man, maravillosamente expuesta en Park Row (1952).

La intención del cineasta va mucho más allá de informar o contar hechos, sino de darles un ángulo emocional que permita una trascendencia. Es cierto, los titulares de periódicos girando directamente al rostro del espectador tienen un rol articulador en las películas de Fuller, pero funcionan más bien como títulos a los capítulos que contienen la obra cinematográfica, tal como sucede en I shot Jesse James. Los periodicazos generan un impacto que después amerita una lectura serena pero hábilmente narrada. Regresemos de nuevo a la tina en la que Jesse James estaba tomando un baño mientras Bob Ford fantaseaba con su muerte. Fuller pudo haberse limitado a que esa escena quedará como un intento explícito por parte de Ford para asesinar a James, pero el planteamiento admite un subtexto que se construye tanto con diálogos –¡tállame la espalda!– como con la prolongación de un estado emocional específico: la angustia de Ford, quien comienza a frotar suavemente un revólver mientras su amigo está en la bañera con la espalda descubierta.

La franca virilidad de ambos hombres se ve doblegada: mientras James es asesinado por la espalda –que antes pedía ser tallada con agua y jabón–, la historia de Ford se convierte en un mito de cobardía popular, incluso acudiendo a una representación teatral en la que la escena del asesinato que habíamos visto hace apenas algunos minutos, se repite nuevamente pero Ford ya es protagonista, sino testigo. ¡Oh vaya, un mirón!.

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Ford justifica su acto de supuesta cobardía como liberación, uno que le permitiría consumar su amor por Cynthy Waters (Barbara Britton), una mujer que habla, se ve y se mueve de forma casi anacrónica, reminiscente de aquella misma energía que exhuman, por ejemplo, Marlene Dietrich en Rancho Notorious (Lang, 1950) o Joan Crawford (Ray, 1954) y, a su vez, sienta un precedente para los extraordinarios roles femeninos que Fuller otorgó a Constance Towers en The Naked Kiss (1964); Jean Peters y Thelma Ritter, Pickup on South Street (1953); Mary Welch, Park Row (1952); o Barbara Stanwyck en Forty Guns (1957), todas con personajes que no responden a un maniqueísmo propio de la época, sino a la bien delimitada moral que el cineasta impone a cada uno de sus trabajos.

Estás desnudo si no tienes tu arma, se escucha en algún momento en la ópera prima de Fuller, línea que sin duda resonó en cineastas y críticos jóvenes que se formaron viendo sus películas, como el recién finado Jean-Luc Godard que lanzó aquella sobadísima máxima de que lo único que se necesita para hacer una película es una chica y una pistola. Fuller quizá refutaría que dichos elementos no construyen la película más allá de lo que hace que se encuentren. En su texto, Sur les brises de Marlowe, Luc Moullet decía sobre el cineasta:

Si tiene algo que hacer, lo hace, naturalmente, sin forzarlo.

Sólo quien goza de una inteligencia primaria y una intuición tan sagaz como feral, es capaz de hacer que las armas lleguen a las manos, que el ingenio llegue a los labios y que el corazón salga del pecho al sonido de un disparo sin mayor esfuerzo. Ya decía Preston Foster en I Shot Jesse James –sin recordar si parafraseaba a Aristoteles o a Shakespeare–: “nadie ama al hombre al que teme”. Aunque el cine y la personalidad de Fuller pueden ser sumamente intimidantes, no hay que temer, sino amar profundamente a quien nos muestra que no por ser turbio, es menos transparente.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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