1. La llegada; función de apertura

Locarno es un sitio muy peculiar. Enclavado entre montañas altas y empinadas, y un lago bastante más largo que ancho, se asemeja a un corredor. Sus edificios son limpios y uniformes, la mayoría parecen sacados del mismo molde, aunque cambian de color. Se nota la preferencia por los colores discretos, pero vivos: beige, blanco, amarillo atemperado, azul cielo, verde menta, rojos oscuros, café claro. Las calles empedradas son estrechas. Los escaparates de sus múltiples tiendas exhiben artículos con una simpleza y sencillez que subraya la soledad del pueblo: el día de mi llegada, uno previo al comienzo del festival, las calles están casi vacías. Por las noches, no hay luz en la mayoría de las ventanas. Hay algo fantasmal en Locarno. “Parece un pueblo falso, un set de película construido sólo para albergar el festival”, dice alguien que acabo de conocer, mientras caminamos por un callejón. Ella, como yo, viajó desde el otro lado del Atlántico a este lugar agazapado entre las primeras faldas de los alpes suizos al norte de la Llanura Padana para asistir a la Academia de Crítica de Locarno, un taller organizado por el Locarno Film Festival que reúne a diez críticos de cine de diferentes países para escribir reseñas y ensayos, hacer entrevistas y asistir a conferencias impartidas por figuras señeras. Era de noche y los diez participantes caminábamos de vuelta al hostal luego de cenar en un restaurante a orillas del lago. Alguien notó que a un edificio, cuya pared estaba recubierta del cemento más convencional, lo habían pintado para similar un acabado de piedra en relieve. “Este pueblo no es real”, insistió. En los días siguientes, sin embargo, Locarno adquiere densidad, sus contornos se precisan, su volumen se establece con el peso de la gravedad. Las calles ya no están vacías: gente bronceada, vestida con ropa de verano, va de un lado a otro, puebla los restaurantes, bares y cafés, camina tranquilamente conversando en italiano, inglés, francés y alemán. En todos lados salta a la vista el patrón de leopardo, que es la identidad gráfica del festival: un fondo agresivamente amarillo recubierto de motas se repite en paraguas, botellas, manteles, gafetes, carteles, bolsas, abanicos, camisas, peluches, impermeables, sandalias, trajes de baño… ¿Por qué el símbolo de este festival es un leopardo si jamás ha habitado ese animal este lugar?, preguntamos casi inmediatamente después de bajar del auto que nos llevó del aeropuerto de Milán al pueblo suizo. Un hombre joven, simpático y de maneras suaves y lacónicas que habla con un ligero acento británico y que es el encargado de organizar la Academia de Crítica insiste en que esa anécdota tiene que esperar a que estemos todos los participantes reunidos —llegamos en grupos distintos—. Mientras, nos cuenta otras cosas: que la cabina construida especialmente para proyectar películas en la pantalla de la Piazza Grande son dos piscinas unidas por los bordes, que Locarno es uno de los lugares con mayor concentración de tormentas eléctricas del mundo y que el Gran Rex, quizá la sala de cine más emblemática de todo Locarno, era antes un cine porno (cuando lo hicieron sede del festival, cambiaron el recubrimiento de las butacas). Al final, el inconfundible patrón de leopardo tiene una explicación más bien anticlimática: el diseñador que lo propuso confundió el león que habita la bandera del pueblo desde tiempos inmemoriales con un leopardo y cuando descubrió la verdad ya estaba todo impreso. El resultado no es, pese al equívoco, del todo inapropiado. Si uno se pregunta por qué hacer uno de los festivales de cine más importantes del mundo en este lugar, bello y agradable, sin duda, pero no radicalmente distinto a otras pequeñas poblaciones veraniegas, la respuesta real es muy simple: ¿y por qué no? ¿Por qué no, además, identificarlo con un leopardo? Algo de ese espíritu, entre ecléctico, caprichoso, atrevido y decididamente vistoso es una parte importante de la identidad de este festival, que sabe ser un contexto entusiasta para películas de muchos tipos.

Para la primera función del festival, nos dirigimos a un enorme centro de convenciones acondicionado como sala de cine. Se trató de una función con música en vivo, interpretada por una orquestra: El Inquilino (The Lodger: a Story of London Fog, 1927), de Alfred Hitchcock. El lugar estaba atestado de gente. De dónde habían salido era un misterio, pero los días subsecuentes me revelaron que en Locarno es perfectamente normal que acontezcan cambios súbitos en el clima y el número de personas que parecen estar en la ciudad.

Ninguna película de Hitchcock tiene desperdicio. Pocos cineastas consolidaron un cuerpo de trabajo tan estimulante y continuo en la primera mitad del siglo XX. Volver a Hitchcock siempre es un placer enorme y una grata fuente de descubrimientos. Su nombre se asocia a los giros de tuerca, a los trucos narrativos y a las sorpresas bien preparadas, tendencias que son particularmente notables en sus películas de los años cuarenta y cincuenta. Ver, entonces, luego de haber conocido esa popular época de su trabajo, una de sus primeras películas, The Lodger: a Story of London Fog, muda, breve, completamente representativa de una época en que mover la cámara era increíblemente complicado y, por eso, se hacía poco, es constatar que el trabajo de un director es inmediatamente reconocible a pesar de los sustantivos cambios estéticos, producto principalmente del desarrollo técnico, pero también del cambio de gustos y costumbres en la representación de las cosas, que el paso de una época a otra deja tras de sí. Quizá pocas películas depuren lo hitchcockiano mejor que The Lodger: el manejo hábil de las reacciones faciales, el alargamiento de sus expectativas para alimentar la tensión, la ambigüedad de los personajes, la fijación casi enfermiza en el erotismo y el asesinato que complican las relaciones entre amantes, el terror que produce la culpabilidad falsa… Todos los temas y técnicas característicos de Hitchcock ya están ahí. Lo que no está en muchas de sus películas más conocidas de los años posteriores y sí es parte fundamental de The Lodger es el casi nulo empleo de movimientos de cámara y ángulos extraños. Siguiendo la tendencia de las películas de la época, The Lodger se compone de planos abiertos, planos medios y algunos, siempre insistentemente expresivos, close-ups. Esta sucinta lista de recursos, sin embargo, no actúa en detrimento del suspenso hitchcockiano porque éste depende de articulaciones muy sencillas, para las cuales ese tipo de planos bastan. Esa impresión de simplicidad y concisión se hace patente también en lo poco que se echa en falta el diálogo para que la película conserve su identidad autoral. Hitchock, finalmente, no es un director cuyos personajes usen el lenguaje para ir a lugares a donde no los pueden llevar sus emociones más básicas, aquellas que pueden mostrar en una imagen simple. A diferencia de lo que sucede con otros directores, en cuyas películas el lenguaje que sale de las bocas de los personajes es una fuerza que trastoca todos los niveles de la realidad, en Hitchcock el lenguaje no llega al fondo de las cosas. Al contrario: los materiales escritos que aparecen a lo largo de la película (periódicos y cuadernos) y las habladurías que surgen alrededor del personaje principal son un estorbo para lo más fundamental que hay en la trama: la atracción, fuertemente erótica, pero también terrible y tintada con un matiz de peligro, entre el inquilino y la mujer rubia. El discurso es un laberinto que elude la certeza, mientras que el deso expresado directamente en las imágenes basta para construir los espejismos de deseo, expectativa y amenaza que enredan inmediatamente a los personajes. Mientras salía de la sala de cine, no podía dejar de pensar que tal vez Hitchcock jamás dejó de ser un director de películas mudas.

2. Retrospectiva de cine mexicano

Desde meses antes de que comenzara el festival una noticia despertó el interés de la cinefilia nacional: la retrospectiva del festival estaría dedicada a mostrar películas mexicanas que se estrenaron entre las décadas de los años cuarenta y sesenta del siglo pasado y que pueden calificarse como cine popular. Si esto se refiere a cierta naturaleza masiva o mayoritaria que se expresa en la cualidad de ciertas películas o únicamente al alcance numérico de ciertos gustos generalizados en la época comprendida por la retrospectiva es algo difícil de identificar. Por ejemplo, en el Locarno Daily, la publicación oficial que se distribuye durante el festival y que atiende los filmes que se proyectan cada día, se afirma que El gran campeón, película de 1949 dirigida por Chano Urueta, “es la película mexicana de boxeo más popular de todos los tiempos”, afirmación extraña porque olvida obras que más fácilmente podrían haber llenado esa ambiciosa denominación, como Pepe el Toro (1953) o Campeón sin corona (1946). No conozco a nadie familiarizado con esa película de Urueta sobre la vida de Kid Azteca, la cual indudablemente tiene sus virtudes, pero también hace menos de lo que debería cuando confía demasiado en el mito del gran boxeador mexicano. La película es un monumento, no a la persona, sino a la leyenda, a la historia conocidísima del marginal joven de Tepito que alcanza la gloria noqueando a un gringo en su carrera imparable hacia el campeonato mundial, escapando en el proceso de las artimañas de amigos traicioneros, furcias interesadas y mafiosos tramposos, siempre defendido por el buen sentido y los grandes valores que le enseñó su queridísima madre, a quien no pierde oportunidad de expresar su incondicional cariño y devoción, y en cuya tumba llora con la culpa del hijo que nunca pudo entregar tanto como recibió. Que Kid Azteca sea interpretado por él mismo con una actuación que es muchas cosas menos sofisticada, verosímil o inspirada no priva a su presencia de una ingenuidad honesta y entrañable. Peores actuaciones he visto pocas en mi vida, y he visto muchas menos actuaciones tan simpáticas. En ella observamos la evidente distancia entre el hombre y el mito. Al final, es la torpe naturalidad del hombre la que gana: no es necesario actuar, él ya se ha ganado ese lugar central en la película, que parece un cuadro devocional. La substancia del mito no está, por lo tanto, en la encarnación de su figura, sino en el mundo que lo rodea, se alimenta de él y lo engrandece. Emblemáticas en ese sentido son las escenas en los matches de boxeo cuando en vez de ver a los peleadores acometer la faena con la energía de sus movimientos, la película prefiere filmar al comentador y dejarnos escuchar las emocionadas construcciones verbales con las que discurre largamente frente al micrófono que recoge lo que luego se difuminará como ondas radiales y magnetizará el entusiasmo alrededor de un hombre que era más que nada una idea de la victoria. Pero esa idea, que en su momento debió ser una impresión inconfundible, se ha diluido con el tiempo, y para el espectador contemporáneo es notable la recurrencia de esquematismos y la falta de una construcción interior en cada escena: hay una patente falta de invenciones que sirvan para crear un conflicto independiente de la ya supuesta grandeza de Kid Azteca. Cada escena conduce inevitablemente a ella. Semejante hagiografía renuncia a proponer más de lo necesario, pero tampoco resulta tediosa: atiende lo esencial sin sofocarse en nada más. Y a veces esa concisión alcanza tonos crudos y directos que realzan la mayor virtud de la película: la naturalidad con la que abraza la energía de un hombre para quien la pelea es la única forma de vida y su único camino hacia la redención. Cuando en las secuencias de los matches de boxeo vemos esos planos medios que parecen continuar infinitamente, inacabables, en los que Kid Azteca arremete contra su contrincante a puñetazos, sin piedad, se exhibe una forma de la violencia que está más allá de los moralismos convencionales del resto del filme y que es casi puro amor al cuerpo en movimiento. Sólo entonces la grandeza de Kid Azteca es una fuerza física antes que moral, es decir, sólo entonces su cuerpo es una verdad de la naturaleza antes que una ilusión de los hombres.

Muy distinta película biográfica es Torero (1956), de Carlos Velo, que narra la vida de Luis Procuna en retrospectiva: mientras se prepara para la que podría ser su última corrida, el matador de toros rememora su carrera y el camino que lo ha llevado al momento presente. El punto de vista es lírico y reflexivo. A diferencia de Kid Terranova, que parece un hombre más pequeño que la imagen de su grandeza, Procuna no se mide frente a la fama o frente al mito de su propia figura, sino únicamente frente a la muerte. La suya no es una batalla contra un enemigo que le devolverá un premio si triunfa, sino la continua resistencia contra su propio miedo, que lo mueve a la desesperación en momentos decisivos, y contra su adicción al favor del público, que lo empuja hacia el peligro y le exige mucho más de lo que puede dar a cambio. El retrato que hace Velo no tiene como objetivo fijar una imagen del talento o de la grandeza. Más bien desmenuza las trampas y las contradicciones que motivan a un hombre a arriesgar su vida en una danza con la muerte a causa de un deseo oscuro que va más allá del dinero, la fama y el reconocimiento: tan adictivo como un torrente de adrenalina, el peligro con el que juega Procuna es pura pulsión de muerte. Se trata de un contrato fáustico que trasciende cualquier horizonte de bienes materiales claramente establecidos. Procuna es un hombre que conoce la muerte y se ha propuesto vencerla cada vez, hasta que ya no sea capaz de hacerlo y escape su último aliento. Y a diferencia de Kid Azteca, cuyas peleas, aunque brutales y naturalistas, no escapan a la sospecha del peligro simulado, el material en donde vemos a Procuna siendo corneado, embestido y pisoteado por toros enloquecidos toca un nivel de realismo cuya franqueza es tan espeluznante como mórbida. Esa pulsión de muerte es una realidad que existe más allá de la puesta en escena del cine o, mejor dicho, es un deseo que pone en escena un ritual de muerte que el cine está casi obligado a filmar. Esa es la sensación que deja el filme de Velo: la realidad está primero y es incontestable, el cine viene únicamente a esclarecerla armando un relato lírico alrededor de ella. Entre la realidad y la reflexión persiste, sin embargo, la terrible fuerza que atrae a un hombre hacia un espectáculo de muerte y sangre. La valentía del torero, filtrada por el tamiz meditabundo de la narración, se cae a pedazos y se reconstruye varias veces: no en pocas ocasiones fracasa y es abucheado, pero esas derrotas sólo acumulan sus ganas de volver a impresionar a un público obsesionado con que se acerque al toro lo más que pueda y reduzca los segundos que lo separan de una herida mortal.

Ambas películas se ocupan de desmenuzar la existencia de un hombre que hizo su fama en la batalla constante que es el corazón de su profesión, pero sólo Torero es capaz de dibujar las tensiones internas que articulan el deseo de entrar en la arena y hacer del espectáculo de la violencia una forma de vida.

3. Cine contemporáneo

Sexo desafortunado o porno loco (Babardeala cu bucluc sau porno balamuc, 2021), película ganadora del Oso de Oro del Festival de Cine de Berlín del año pasado, me pareció cuando la vi una de las películas recientes más repulsivas y desagradables que han encontrado apreciación favorable en el circuito de festivales. La puesta en escena del juicio informal a la maestra de escuela cuyo video sexual se filtra en internet es un despropósito. Su desdoblamiento, cual tríptico, en tres posibles resultados que ejemplifican las consecuencias del enfrentamiento entre los valores conservadores de una parte de los padres y las autoridades escolares, que quieren castigar a la maestra, y aquellos que creen que su vida sexual es algo privado que no debería interesar a las autoridades mientras no comprometa su desempeño profesional, en modo alguno complica el claro deseo que se deja ver en la última escena: reducir a la humillación a todos los enemigos de la maestra, que son caricaturas burdas del conservadurismo rancio. Si al final el punto de la película es burlarse de los poderes que no son capaces de comprender públicamente que una persona tenga deseo sexual, la estructura narrativa que pretende complicar la unilateralidad del punto de vista es innecesaria, o en todo caso, pretende ser capaz de sostener contradicciones y una complejidad que no consideran más que superficialmente la voluntad de los castigadores, quienes son poco más que hombres de paja contra los que se desata una simbólica venganza. Si la película es una tortuosa muestra de la mezquindad y el cinismo con el que ciertas fuerzas sociales castigan hipócritamente a la maestra, no es muy distinto el deseo que alimenta al filme de castigar la necedad, la maldad y el autoritarismo de los conservadores. En varias ocasiones, el sexo es una vía para mostrar la perversa y contradictoria fantasía que ocupa la mente de profesores, padres de familia y militares. La escena final, donde toda esta gente es amordazada y arrojada bajo una red mientras una mujer penetra las bocas de algunos de ellos con un pene de goma, es tan perversa y vengativa como la mala voluntad de los conservadores a los que humilla sin piedad.

Mis expectativas para la nueva película de Radu JudeDo not Expect too Much from the End of the World (Nu astepta prea mult de la sfârsitul lumii, 2023)– eran, entonces, muy bajas. No me entusiasmaba demasiado sentarme las casi tres horas que dura No esperes demasiado del fin del mundo, que se estrena en el festival y que era parte del programa de funciones obligatorias a las que debíamos asistir los participante de la Academia de Crítica. Enorme fue mi sorpresa cuando, luego de verla, estaba plenamente convencido de que acababa de ver una gran película.

La mayoría de las sinopsis describen un arco narrativo muy concreto: la protagonista es una mujer que trabaja para un estudio de producción y también de manera independiente para una empresa que está filmando videos de algunos de sus trabajadores que fueron heridos en accidentes laborales con el propósito de generar materiales didácticos que convenzan al resto de seguir las indicaciones de seguridad. Uno de los entrevistados, Ovidius, quedó minusválido luego de que un tubo de metal lo golpeara en la cabeza. La entrevista revela que buena parte de la responsabilidad del accidente es de la empresa. Sin embargo, durante el recorrido de la película, no es tan sencillo dilucidar el sentido de la trama. La vida de Angela se presenta en su desarrollo cotidiano y es sólo paulatinamente de comprendemos la trama de los trabajadores lastimados. La saturación de lugares, registros y tonos suma una impresión de caos y velocidad que dispersa la energía de Angela en todas direcciones. Se pelea con otros conductores, tiene encuentros furtivos con un hombre que parece ser su amante y graba unos peculiares videos de Tik Tok en los que personifica a una parodia de Andrew Tate, ese hombre calvo y musculoso que continuamente se regodea y vive satisfecho de sí mismo, con la ayuda una suerte de filtro que le da una apariencia ridícula desde la que profiere vulgaridades de todo tipo. La película intercala estas escenas de la vida de Ángela con otras tomadas de una vieja película que trata de una mujer que también se llama Ángela y que conduce un taxi por las calles de Bucarest. Si este paralelo es una comparación histórica entre el pasado y el presente de Rumania, si es un contraste entre la claramente romántica Ángela del pasado con la claramente vulgar Ángela del presente, o si es simplemente un desdoblamiento que nos distancia de la protagonista para que podamos contemplar su existencia desde un punto de vista ajeno a su desarrollo inmediato, es difícil decirlo. Se trata, en todo caso, de un elemento más que se suma al caos cuyo eje es la protagonista y que es principalmente un resumen de contradicciones: Ángela se burla de un bully como Tate a la vez que trabaja felizmente para una empresa austriaca que no tiene remordimientos a la hora de tergiversar los testimonios de sus trabajadores o simplemente amedrentarlos para deslindarse de cualquier responsabilidad en los accidentes laborales, los empleados que padecen abusos por parte de la empresa para la que trabajan son también desvergonzadamente racistas en algunos casos, el progresismo de los directivos de la empresa esconde apenas su paternalismo y su no muy velado autoritarismo y avaricia. Esto tipo de contradicciones son burdas y crudas. No hay finuras ni sutilezas cuando se trata de representar la estupidez humana. Incluso la Ángela del presente se muestra decididamente ridícula cuando graba sus videos paródicos. Se trata de una película misántropa, pocas virtudes se encuentran en el comportamiento o en el deseo de los personajes. Pero esta misantropía tiene también un límite que se hace patente en dos hábiles secuencias: cuando vemos un montaje de todas las cruces funerarias que hay en una carretera y que representan a los muertos que fueron atropellados ahí. La secuencia no tiene sonido y es el único remanso de paz en toda la película. Hay un ritmo paciente y hasta solemne. El hecho de que el disparador se esa secuencia sea una conversación casual que tiene Ángela con una ejecutiva de la empresa austriaca para la que hace el video de los trabajadores la hace doblemente inesperada. No sólo su tono difiere de la falta de seriedad que permea el resto del filme, sino que se desarrolla a partir de una conversación particularmente extravagante y accidental (la ejecutiva afirma ser descendiente de Goethe y Ángela está sorprendida de que, pese a ello, no esté familiarizada con la obra del escritor alemán). Sin embargo, en la secuencia de las cruces se manifiesta un respeto hacia la muerte pleno de contrición y lamento. Entre tanto cinismo, ridículo y tonterías, la muerte conserva la expresión de su fatalidad. Si la misantropía que manifiesta el resto del filme en la decidida y universal afirmación de la estupidez humana parece omnipresente, la secuencia de las cruces nos recuerda elocuentemente que la irresponsabilidad tiene un precio y que la muerte de personas inocentes es algo de lo que difícilmente podríamos burlarnos.

La otra secuencia capital del filme es la última. Ángela y el equipo de grabación están en el estacionamiento donde Ovidius se golpeó la cabeza. Lo graban a él junto a su familia mientras habla del accidente. Vemos a la familia tal como los encuadra la cámara de grabación. Algunos directivos de la empresa sugieren que Ovidius omita elementos fundamentales de su testimonio para desviar la responsabilidad de la empresa. Discuten al respecto. Varias personas del crew no están de acuerdo con las modificaciones. Comienza a llover. Oscurece. Se colocan lámparas para continuar grabando. Intentan contar la historia con intertítulos de plástico verde que luego son motivo de discusión porque la hermana de Ovidius teme que los utilicen para tergiversar su historia mediante el empleo de CGI. Vuelven a discutir. La secuencia debe durar alrededor de media hora. Jamás el equipo de producción permite que Ovidius y su familia descansen. Pasan un largo rato incómodamente y la despreocupación de parte de las personas alrededor por esa incomodidad es una medida muy precisa de cómo el valor de una persona merma lentamente, sin que nadie lo note. La fijeza del plano insiste en esa desvalorización no como algo terrible ni indignante, sino más bien cómo algo que fácilmente podríamos no notar si vivimos en el trajín constante de la vida diaria y sus múltiples paradojas (así es la vida de Ángela). En medio de la necedad, de la saturación y de las insalvables contradicciones, hay formas de mirar las cosas que inevitablemente ponen un cerco al chistorete fácil y a la misantropía cínica. Uno no pensaría que Radu Jude es un cineasta que sabe ponerle límites a ese deseo desmesurado de convencernos de que la humanidad es plena de vileza y de una ambición inmoderada por aprovecharse de los demás, pero justamente eso hace en esta película. Entre tantos desplantes de estilo y humor que sin descanso insisten en que la vida política, social y económica de Rumania es poco menos que decadencia y rapacidad, ese espíritu moral que reivindica el respeto a la muerte y a la mínima consideración por la comodidad y el bienestar de los demás resulta un contrapeso convincente. Al final, pese a la efusiva vocalidad política que muchos han encontrado en sus películas, Jude hace poco más que sospechar de cualquier relación de poder y se queda con nociones mínimas de convivencia. Aquí ya no hay deseo de reivindicación ni venganza como respuesta satisfactoria a los males del mundo, como en Porno loco... Permea más bien un callado sentido de la resignación ante la muerte y la mínima esperanza en que podamos poner atención a la lenta entropía que acaba poco a poco con la dignidad de las personas, cuya existencia cotidiana es un torbellino decididamente cómico, vulgar, mundano y ridículo.

Además de estas virtudes, la película de Jude posee otra que me parece principal: es la destilación de un humor inconfundible. Una sensibilidad particular la envuelve por completo y Family Portrait (2023), de Lucy Kerr, también posee esa cualidad. La película es una suma de encuadres que sintetizan una emoción elusiva alrededor de una familia que se reúne en un día de descanso. Están en un parque, conversan en un jardín, nadan junto al río, rememoran el pasado observando viejas fotografías… Estas escenas casi costumbristas se enmarcan en composiciones que colocan a los personajes, unos a lado de otros, en arreglos precisos y que los comprenden como una unidad a la vez que los separan en diversos planos espaciales. Las conversaciones sobre la muerte, la enfermedad, la angustia y el miedo surgen casualmente entre comentarios sobre temas cotidianos y asedian como fantasmas ominosos la normalidad de la familia. Sumadas estas conversaciones a los esquemas compositivos y a las capas de sonido graves y acechantes, se disocia la convivencia cotidiana de la familia de su natural atmósfera idílica y se invierte su sentido. Hay extrañamiento en su retrato, no armonía, cariño o sentimiento de pertenencia. Esta familia no es un refugio ni un lugar seguro. La vida privada es más bien un lugar frío y impropio. Por ella se cuelan ansiedades extrañas e incomprensión. La dinámica que surge de su convivencia modifica el tiempo y pierde a las personas. La madre se extravía. Olvidan tomar un avión. Las diferentes capas de disociación constituyen una atmósfera enrarecida. La presencia constante de la naturaleza es tranquila y relajante, pero los personajes parecen sumidos en pensamientos que los colocan al borde del pánico sin motivo alguno. En medio de lo que debería ser un perfecto retrato de la normalidad, obtenemos más bien la sensación más perfecta de alienación. Viven juntos, probablemente se conocen desde siempre, se tratan con cordialidad, pero nada de eso los cura de su esencial fractura. Algo va mal, pero la fuente de ese mal no está ninguna parte. Quizá es sólo otra forma de l’ennui, quizá hay una grieta que descoloca su alma. Es difícil saberlo, pero esa alienación es también la experiencia fundamental de la familia, es decir, es la misma familia la que produce esa sensación de estar separado de las cosas, a la deriva.

El tono de Family Portrait es menor y discreto, pero toca precisamente una nota de enrarecimiento que constituye el corazón de la experiencia de la familia. Si es en lo íntimo donde encontramos las fuentes más oscuras y extrañas de nuestro deseo, es perfectamente natural encontrar en la familia, esa unidad elemental que es la fuente formativa de la mayoría de los individuos, una figura exacta de lo ajeno. No hay contradicción en ello, porque cualquiera que ponga un poco de atención a la convivencia natural con los demás no tardara en descubrir en ella grietas y fisuras por las que se cuela el miedo a la muerte. La fragilidad de las cosas brilla más ahí donde todo parece estar lejos de romperse.

4. ***

Los primeros días del festival demostraron ser una combinación ecléctica pero estimulante. Los filmes seleccionados en modo alguno decepcionaron. La temida selección de películas contemporáneas fue bastante mejor de lo que esperaba. Al terminar con una nota alta los primeros días del festival, anhelé más sorpresas semejantes los días subsecuentes. Sin embargo, quizá un poco previsiblemente, eso no fue el caso. Con bastante rapidez, las películas contemporáneas palidecieron frente a las películas del pasado. Semejante situación no es extraña para cualquiera que atienda un festival, pero no deja de resultar descorazonadora. ¿Es que el cine del presente ha perdido algo que antes era pleno? ¿Es que nos adentramos quizá incansablemente a un ocaso? ¿O simplemente Locarno puede programar grandes clásicos del pasado pero no siempre encuentra las películas del presente capaz de hacerles justicia?

Por Abraham Villa

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