Buscamos con desesperación, o cuando menos esta generación, estirar y prolongar lo más posible la etapa de la infancia a la adultez joven, hay una renuencia a abandonar tal escalón, convirtiéndose en una especie de resistencia de la nostalgia, algo que parece corroer las entrañas del sistema de producción cinematográfica y cuyo más reciente ejemplo y, definiivamente no el último, es la versión live action de la película animada japonesa Kokaku Kidotai del prodigioso cineasta Mamuro Oshii, conocida en estas latitudes como Ghost in the Shell.
Poniendo de lado la polémica generada por el whitewashing (o el “blanqueamiento” del reparto), la versión del mítico anime dirigida por el mediano cineasta Rupert Sanders, responsable de la abigarrada opulencia de Blancanieves y el cazador (2012), lleva tal estilo, visiblemente pulido y dosificado en justa medida para recrear un mundo nipón futurista influenciado por el cyber punk cuya mayor virtud es no ser una perezosa calca de la versión original.
La película, rebautizada en México como La vigilante del futuro, presenta la historia de Major, la primera humana que recibe mejoras a través de prótesis cibernéticas e inteligencia artificial después de un brutal accidente y que es usada por una misteriosa compañía como devoto y obediente soldado en el combate a la delincuencia, pero cuando le revelan la manipulación y el uso al que es sujeta, se sumerge en un complejo dilema.
La película explora en vena metafórica temas de índole social y política, como el uso de refugiados y marginados como carne de cañón en las guerras de las grandes potencias imperialistas. Así como la creación y uso de inteligencia artificial, junto con sus implicaciones en lo humano. Tema abordado por escritores como Phillip K. Dick o Masamune Shirow, creador del cómic original de Ghost in the Shell y que han encontrado eco y resonancia en piezas llenas de onirismo futurista, desde Blade Runner (1982) hasta la disolución identitaria de la híper sofisticada serie Westworld (2016).
Dirigida con eficiencia y pensada tanto para quienes están familiarizados con la saga e historia original, como para el espectador que se acerca por primera vez, La vigilante del futuro encuentra su fuerza en el uso que hace de Scarlett Johansson, no muy diferente del que los estudios hacen de los mismos cuerpos en la ya conocida economía de la lujuria. Pero más allá de los evidentes fines de explotación comercial a los que el curvilíneo cuerpo de la versátil actriz se presta, hay una riqueza mucho más compleja en cómo Scarlett Johansson se ha convertido en el cyborg más socorrido de Hollywood.
Sea como la impecable epítome del deseo masculino en Don Jon (2013), el delicado sistema operativo de Her (2013), el impenetrablemente sensible alien de Bajo la piel (2013) o la carnalidad absoluta de la inteligencia humana en Lucy (2014). Johansson atraviesa un dilema similar al de Major en el uso que otros hacen de su cuerpo, su voz o su mera presencia física. Se convierte en un andrógino objeto del deseo, indudablemente peligroso pero sumamente atractivo, que quiere trascender las funciones para las que fue “diseñada” y encontrar lo que se entiende como humanidad: la historia de un pasado y la dirección que da un objetivo específico.
La vigilante del futuro resulta, por ello, más estimulante en las reflexiones que genera alrededor de su protagonista que de ella misma, siendo una película meticulosamente diseñada, con solventes secuencias de acción y un rico contexto que es apenas arañado por el equipo creativo. Una película “mercenaria”, enviada por un taciturno magnate, a infiltrarse en nuestras cabezas y hacernos desear que la nostalgia pueda durar aún más.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)