El sabor de la vida: La melodía de los cubiertos

Es cada vez más inusual encontrar películas que vean más valor en las acciones de los personajes que en lo que dicen, como si el cine cada vez se tratara de desentender más de aquello que llena el tiempo (la acción) concentrándose en lo que lo resume (la anécdota). El sabor de la vida (Pot au feu, 2023) anecdóticamente se puede resumir en un par de líneas –como muchos otros filmes– pero la atención que el cineasta vietnamita Tran Anh Hung pone en cada una de las secuencias y no solamente aquellas que se llevan a cabo en la cocina, es lo que hace que su trabajo sea únicamente equiparable al que vemos discurrir en pantalla.

Dodin Bouffant (Benoit Magimel) es un célebre gastrónomo francés a finales del Siglo XIX que ha tenido como cocinera durante más de veinte años a la modesta y enormemente talentosa Eugenie (Juliette Binoche), mujer con la que tras años de cercanía ha desarrollado una relación afectuosa y fructífera, principalmente en la cocina, donde cada ingrediente se transforma en un manjar a través de manos hábiles, diligente paciencia y riguroso oficio.

La cámara de Anh Hung es siempre circular y armónica, nunca intrusiva. Por ejemplo, en la primera secuencia dentro de la cocina de la residencia de Dodin, se mantiene una distancia que guardaría cualquier observador respetuoso del oficio ajeno, una distancia necesaria para generar asombro y aún más importante, apelar a los sentidos a través de su estimulación y no de su saturación. Todos los elementos, cuales ingredientes de una receta, toman un rol fundamental que no responde a ninguna jerarquía: el sonido de los cubiertos golpeando las ollas y los platos o de los alimentos siendo separados, cortados, abiertos o desmenuzados es tan vital como la imagen del vapor, el color de los alimentos y la bella metamorfosis que atraviesan. Anh Hung propone una educación sensorial que se contrapone a la pedagogía emocional tan cara al cine contemporáneo, usando la sugestión y una forma de erotismo que busca abrir los sentidos de una forma similar a como lo hacen cineastas nipones como Nagisa Oshima o Masahiro Shinoda, o como sucedía en El festín de Babette (Babette’s Feast; Gabriel Axel, 1987) aunque ésta trabaje en una escala distinta.

Con la clarificación, aquello que pierdes en gusto, lo ganas en color.

Al explicar una técnica culinaria llamada “clarificación” a la talentosa y muy joven aprendiz Pauline (Bonnie Chagneau-Rivoire), Dodin revela inadvertidamente una técnica cinematográfica usada por Anh Hung: quizá difícilmente tengamos la oportunidad de estar cerca de alguno de los platillos preparados por Eugenie, pero lo que los comensales únicamente prueban, los espectadores asistimos a todo su proceso de elaboración en la intimidad de una cocina, que aunque lustrosamente equipada, sigue siendo una cocina doméstica.

Ese aspecto de intimidad es lo que da a El sabor de la vida un elemento que profana la sacralidad de la “alta cocina” y las rígidas jerarquías dentro de la alta cocina. En una escena entre Eugenie y Pauline, la joven aprendiz le revela la admiración que siente al verla cocinar y el dominio que tiene sobre su trabajo y le pregunta por qué el omelette norvégienne –un “postre científico”– es justamente “noruego” (norvégienne). Modestamente, Eugenie responde con un franco “no lo sé” e inmediatamente después remite a Pauline al gastrónomo Antonin Careme, a quien sí reconoce como un artista. Esta modestia es una de las tantas cualidades que Dodin admira en Eugenie y que tras veinte años de convivencia, decide finalmente ser él quien cocine para ella y después proponerle matrimonio, necesariamente en ese orden. Adán y Eva comenzaron por el postre, le dice atinadamente Dodin a Eugenie en uno de sus paseos por el campo, escenas que también están dotadas de un sentido de composición y ritmo reminiscentes del trabajo de los Renoir, tanto Auguste, el pintor, como Jean, el cineasta.

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El hecho de que ambos se consideren trabajadores y amantes antes que artistas, hace que la película no se centre en temas (gastronomía, política, cultura) o en eventos (compromisos, duelos, enseñanzas) sino en un aspecto más ordinario: la vida de personas con talentos o capacidades extraordinarias, podría decirse que en una línea similar a la anti-biografía realizada por Michael Mann en Ferrari (2023). No es casualidad que uno de los títulos con los que se llegó a conocer la película fuese La Passion de Dodin Bouffant, considerando que la película tiene un sutil cariz religioso.

En una escena, se relata una anécdota a propósito del vino Clos Vougeaut, en la que un Papa “traiciona” a Dios para recibir ese gran placer mundano. En la acepción cristiana de la palabra “pasión”, ésta se relaciona con lo sensible. Se habla de la “pasión mundana” o “excitación de los sentidos por los placeres mundanos”, caracterizada por un goce placentero de los sentidos sin un fin espiritual, puramente físico, como el sexo y desde luego, la comida. El sabor de la vida, profanamente, nos indulge en todos los placeres posibles

Anh Hung, quien ya había explorado caminos similares en El olor de la papaya verde (Miu diu diu xanh, 1993) lleva este placer sensible a cada escena de la película, incluso aquellas que no tienen que ver directamente con gastronomía, como la escena en la que se está leyendo un menú –para Dodin, la mejor literatura posible– y la cámara se pasea por los rostros de los presentes en el salón, hasta que en un momento, la luz pega en un pequeño candelabro de cristal de mesa que crea unos frisos en la imagen. Una belleza casi accidental, ordinaria, como aquella de mirar comer a alguien a quien se ama profundamente después de haberle cocinado.

Estamos en el otoño de nuestra vida y lo digo sin melancolía.

Dodin Bouffant es un personaje que ama la vida por que no tiene consideración alguna por el tiempo, pero si por lo que siente. Cuando le propone matrimonio a Eugenie, él le dice que la rosa de otoño es la más exquisita, aún si ella siente que está en “el verano de su vida”. Bouffant le responde que todas las estaciones llevan implícito un disfrute y no es en absoluto sorpresivo que en una película tan cuidadosa del tiempo y tan paciente, sus personajes no le den importancia a tomar decisiones en momentos que otros podrían considerar como tardíos. Se trata de amar todas las temporadas

Trahn Ahn Hung usa el tiempo a su favor como un recurso indispensable para entender que el sabor nace del trabajo y que dicho trabajo puede ser tan nutricio y satisfactorio como la degustación misma. Aquí se filma cómo se cocina, es decir, haciendo que cada elemento que compone la película guarde su identidad –como una sonata– y quizá por ello, no hay primeros planos de comida, ni siquiera la cámara se detiene lo suficiente para apreciarlos, su paso a la vista es efímero, como si el ojo adquiriera la función del paladar.

En una escena, Dodin le dice a Eugenie que pretende seguir diligentemente el ejemplo de un poeta chino que dedicaba un año entero de trabajo y otro año únicamente a su mujer. Eugenie le responde que él no es ni poeta, ni chino. No hay necesidad de idealizar ni romantizar absolutamente nada, porque ese placer es efímero y perecedero, como los alimentos, como el cuerpo mismo. El sabor de la vida guarda su provocación en regodearse en lo efímero y usar el tintero de un tenedor en un plato para llevarnos de una imagen de una pera en un postre inmediatamente después al de un dorso desnudo. La brecha de la intimidad se rompe en la cocina y aún más escandalosos que los placeres de la carne, son aquellos de los cubiertos y la digestión, una melodía que pocos se dan el tiempo de escuchar.

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Por JJ Negrete (@jjnegretec

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