La claridad inefable: in memóriam de Harun Farocki

“En muchos casos”, escribe Octavio Paz en El arco y la lira, “colores y sonidos poseen mayor capacidad evocativa que el habla”. La grafía sucumbe a la imagen mientras comenzamos un retorno inevitable hacia el pasado oral. Prepararse para la nueva lengua es inspeccionar la imagen, detenerse ante ella con atención y paciencia para encontrar el pasado. Un campo de concentración, la opresión visible en la primera película de la historia, la negación de la virtud cristiana; la imagen revela en su impreciso lenguaje una esencia del mundo, presente para todos, evidente para unos cuantos como Harun Farocki.

Escrutador de la imagen, más que documentalista, el alemán Harun Farocki fue una voz fundamental en nuestro tiempo orientado a la contemplación pero rara vez interesado en el examen de lo que nos presenta una pantalla. Nuestra tendencia a absorber rostros, lugares, momentos, requiere de la mirada que en Trabajadores dejando la fábrica (Arbeiter verlassen die Fabrik, 1995) no sólo ve en el primer corto de los Lumière el inicio del cine, sino la prisa de los obreros por salir como símbolo de la opresión capitalista. Acechado por el pensamiento Arbeit macht frei del nazismo, Farocki no encuentra en las labores de fábrica la libertad del hombre, sino su esclavización.

Resultado de una vergüenza nacional que afectó a todo el Nuevo Cine Alemán, Farocki se encuentra en un constante escrutinio del pasado para combatir la posibilidad de otro Hitler. A ello se debe su exaltación de las salidas de la fábrica, que dan paso a la individualización y a la vida personal en Trabajadores…, y la importancia que da al accidente por el cual un bombardero estadounidense captó una imagen de Auschwitz, en Imágenes del mundo y la inscripción de la guerra (Bilder der Welt und Inschrift des Krieges, 1989). En esta cinta, una fotografía inicia un tren de pensamiento que culmina en la negación de la responsabilidad cuando los poderes Aliados se niegan a actuar en Auschwitz. La imagen es totalidad amoral, pues da la posibilidad de vida y muerte, y es evidencia que “corta el pasado y el futuro”, como explica el narrador. La imagen es pausa que permite desglosar y advertencia que, aunque se rehúya, no permite ignorancia.

Esta posibilidad presencial se manifiesta en Videogramas de una revolución (Videogramme einer Revolution, 1992), donde la narración es mínima y la audiencia inspecciona y experimenta en cierta medida el alzamiento del pueblo rumano y la ejecución de Nicolae y Elena Ceaușescu. La cámara, en este documental codirigido por el rumano Andrei Ujică, ya no es medio; es actor que comprende e interpreta el mundo. La edición se convierte en la puerta hacia la verdad, aún pequeña para absorber su totalidad, pero lo suficientemente grande para permitirnos a todos un vistazo. “El cine parece destinado a hacer la historia visible”, resume el narrador. Pero si la historia se hace visible, la simulación tienta. En Imágenes del mundo… vemos cómo son mezclados rostros, años antes del Photoshop, de una manera tan convincente, que genera temor, mientras que en Videogramas… un periodista ensaya y exagera su tono de voz para un reporte. La imagen, como el historiador, captura pero no revive.

Acaso la imagen evoca: la sonrisa de una mujer en Auschwitz desconcierta y fascina en Imágenes del mundo…, al igual que la fotografía de un hombre torturado que sonríe al cielo antes de morir en Farabeuf o la crónica de un instante, de Salvador Elizondo. La imagen de esta mujer genera preguntas e incluso esperanza, pero contiene su secreto porque sólo el hecho, la experiencia, puede transmitir ese conocimiento. La realidad, pareciera advertir Farocki, no nos pertenece, sin importar cuánto nos ufanemos en recrearla. Por ello el cineasta enlaza la publicidad y la pintura en Naturaleza muerta (Stilleben, 1997). La labor del pintor y del publicista es deificar los objetos de la cotidianidad, exaltarlos hasta la apoteosis para hacerlos deseables. Los espectadores queremos devorar las peras, los pescados en el lienzo; bebernos la cerveza del anuncio. Caemos en el engaño porque la cotidianidad no es tan apetitosa. Las luces, los reflejos, la posición de los objetos en estas imágenes son parte de un “lenguaje secreto” ante el que, previene Farocki, hay que ser críticos, pues el fetiche del pintor está hermanado con la intención de venta del publicista. Debemos cuidarnos de la fe y del consumo para descubrir en estas fotografías y pinturas la esencia de quien las hace. Igual que Cocteau en El testamento de Orfeo (Le testament d’Orphée, ou ne me demandez pas pourquoi!, 1960), Farocki muestra que sólo se puede pintar a uno mismo, lo cual hace a la imagen verdadera, dependiendo de la honestidad, pero incompleta.

Abrir los ojos, entonces, es el mensaje más relevante de Farocki. En El fuego inextinguible (Nicht löschbares Feuer, 1969) científicos y empresarios evaden su responsabilidad en la destrucción de Vietnam. El napalm que fabrican está tan lejos de ellos, debido a la fragmentación de labores, que nadie siente que su trabajo culmina en la muerte. Incluso aseguran que el napalm, matando al enemigo, puede salvar más vidas. Farocki condena esta actitud y espera que tras ver sus películas  los espectadores, incapaces de ignorar una reflexión de culpa, actúen. Salir de una cinta de Farocki implica haber aprendido a mirar y a descifrar la sintaxis de la imagen. Imperfecto, personal, discreto, el mensaje visual nos elude, pero Farocki nos instruye a no desistir en esta búsqueda de la claridad inefable.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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