La solemnidad tiene el potencial de ser hilarante usando como vehículo no el cinismo, sino el ingenio, palabra asociada permanentemente a los diálogos escritos por Billy Wilder, aunque, generalmente, deja de lado la tremenda economía formal de sus películas que maximiza todos sus recursos hasta llegar a una visión del mundo sublime pero torcida.
Wilder era capaz de construir películas tan eficientes y claras que superan lo perecedero, una de las grandes virtudes de su cine es hallar sus temas en la conjunción de elementos sencillos, un cineasta en guerra perpetua con una industria que lo orillaba a hacer una poderosa bomba con una caja de cerillos y un cigarro, como uno de sus personajes en Infierno en la tierra (Stalag 17, 1953).
Como si fuese un naufrago en una enorme y opulenta isla, Wilder construye con lo mínimo una cómica y tensa historia sobre la Barraca 17, un grupo de prisioneros de guerra de alto rango que constantemente ven sus planes de fuga y sabotaje estropeados por la presencia de un soplón entre ellos. El principal sospechoso es el Sargento Sefton (William Holden), un hábil comerciante que debido a su ingenio despierta suspicacia y desconfianza entre los otros reos. Sorteando toda solemnidad como si estuviese ante un campo minado, Wilder presenta un campo de prisioneros en el que la miseria, en un simple paso, se convierte en hilaridad, como cuando los prisioneros, después de haber recibido su sopa, ven impávidos como uno de los reos usa la misma olla de sopa para lavar sus calcetines.
Tratados y portándose más como niños en un frío internado o turistas en un hotel de una estrella que como prisioneros, los personajes de Infierno en la tierra cuentan con una caracterización que también se beneficia de la forma de economizar de Wilder. Sin dar antecedentes, ni una historia, la sensación de familiaridad y profundidad es patente con cada uno de los prisioneros de guerra e incluso con las carismáticas autoridades nazi, interpretadas por el gran actor de cuadro Sig Ruman y el enorme cineasta Otto Preminger, quien junto con Erich Von Stroheim en Cinco tumbas al Cairo (1943) muestra que nadie interpreta un nazi mejor que un director de cine.
Aunque no tan aguda o cínica como Cinco tumbas al Cairo o El gran carnaval (1951), Infierno en la tierra se ostenta como otro ejemplo de la envidiable forma en la que el mejor cine estadunidense, hecho en su mayoría por emigrados como Preminger o Wilder, usa recursos mínimos que tienen enormes alcances.
En películas así, una simple pieza de ajedrez hueca puede desembocar en dos cadáveres en el lodo, pasando de lo lúdico a lo trágico y de lo solemne a lo cómico en un momento dado que solamente en este infierno terrenal se puede reír, bailar y hasta recibir una llamada de Betty Grable en Navidad, que hace de la Barraca 17 para Wilder un lugar terrible pero hospitalario. Una contradicción surgida, al igual que la guerra, de la cuna de todos los absurdos: la política.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)