Las películas de las que un cineasta reniega (usualmente) ayudan a completar una imagen del mismo. Nuestras características más abyectas o falibles son innegables partes de nuestra personalidad, aún cuando queramos minimizar o negar su existencia. Billy Wilder renegó de El vals del emperador (The Emperor Waltz, 1948), quizá porque el resultado final difiere de lo que el cineasta había proyectado o, tal vez, por la forma en la que Austria, país natal de Wilder, es presentada en la película con un aire melancólico y duro.
En tiempos del Imperio Austrohúngaro, Virgil Smith, un vendedor estadounidense interpretado por el mítico crooner Bing Crosby, trata de venderle al emperador Franz Joseph un fonógrafo, emblema de la vanguardia tecnológica en la industria del entretenimiento de la que Estados Unidos sería garante durante la mayor parte del siglo.
El carismático vendedor conoce a la Condesa Johanna (Joan Fontaine) cuando el fonógrafo es confundido con una bomba y se enamora perdidamente de ella, intentará conquistarla con la ayuda de su perro “Buttons”. A partir de esta premisa, Wilder crea una apastelada comedia que presenta dos peligros disfrazados de virtud: la del conservadurismo y la del progreso.
El Imperio Austrohúngaro, aún en todo su esplendor y opulencia, se percibe como un territorio de arraigado conservadurismo y cerrazón, que lo mismo impide la entrada de una invención tecnológica que permitir una disruptiva relación amorosa entre realeza y plebe. Por otro lado, lo que Smith lleva a Austria, la promesa de modernidad a través del goce del ocio no es una alternativa real, pero al menos es la que Wilder elige privilegiar.
Tal es la desconfianza de Wilder en ambas partes que la imagen elegida para ilustrar dicha confrontación es una pelea de perros, de razas diferentes, que convierten sus gruñidos en un idilio tan tierno como ridículo. Los únicos personajes que pueden permitirse la libertad son los perros, una reflexión profundamente irónica por parte de Wilder y Brackett sobre la puja de dos imperios: uno en plena decadencia y otro en meteórico ascenso. Quizá para Wilder es doloroso reconstruir el lugar del que venimos, cuando el lugar en el que estamos es un paraíso falso. Solo la ironía nos salva de la desesperanza.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)