FICUNAM | La búsqueda después del incendio

A veces me da la impresión de que hay más personas por aquí.
Una tal vez por cada flor.
Titixe

El olvido del campo ha sido uno de los problemas que desde mediados del siglo XIX ha afectado irreversiblemente a las comunidades rurales y, por ende, a la economía del país. La estructura económica más importante hasta el virreinato, fue despojada de su centro a partir de la ideología que conlleva el progreso neoliberal. Las consecuencias de la disociación esquizofrénica que germinó desde el sistema de castas, han sido abordadas en la esfera cinematográfica desde ficciones como Ánimas Trujano (Ismael Rodríguez, 1961), hasta documentales construidos a partir la experiencia infantil como Los herederos (Eugenio Polgovsky, 2008) o ejercicios panfletarios, fallidos y mal construidos cinematográficamente como Los Jinetes del tiempo (José Ramón Pedroza, 2016).

Titixe es el primer largometraje documental de Tania Hernández Velasco, un trabajo que a través de las memorias de sus familiares y la tierra busca rescatar la presencia de Valentín, su abuelo fallecido. Después de la muerte del hombre de saber, la tierra que cultivaba intenta ser rescatada por su esposa, por su hija, por sus hermanos y nietos y, por supuesto a través de la mirada de Tania. Un árbol de guaje es el símbolo de quien labraba la tierra y observaba el cielo para reconocerse en el tiempo, un árbol sembrado por quien ama y comparte, un árbol que dio sombra y cobijo a los esposos mientras trabajaban el campo.

Después de nuestra brevedad, la naturaleza permanece; los árboles seguirán ofreciendo su sombra. La tierra espera que llegue alguien más a trabajarla, a que la trate bien; sólo aquellos que han crecido y construido un saber distinto reconocen el lenguaje de la naturaleza; la forma sutil de sus signos.

Pareciera que la mortalidad lleva ciertas condenas en su dicha y que el arrepentimiento es una de ellas. No poder transmitir los propios saberes, el amor y el respeto a la tierra, el agradecimiento y la dicha de lo sencillo, a quienes emergieron de la propia semilla, es una especie  de ruptura, de transgresión en el saber. Don Vale se quedó esperando en su tierra para enseñar a quienes se fueron, a quienes nunca regresaron. Pero cómo culparse en una tarea en la que todo lo exterior busca la disociación, el olvido y la enajenación, cómo culparse del desinterés en el cultivo cuando el imaginario colectivo la ha expuesto como una de las actividades más despreciables desde el siglo XVI, cómo hacerle frente a cinco siglos de desenraizamiento.

La fortaleza del documental de Tania Hernández estriba en que su mirada no disocia lo que debe ser leído en su conjunto. Para comprender el abandono del campo y la pobreza a la que arrastra a quienes viven de él, es necesario desglosar la esfera económica –expuesta en la anécdota de su abuelo y el año que tuvo una de las cosechas más abundantes de calabaza y al momento de intentar venderla, ofrecían comprarla a un peso el kilo–; la esfera de lo natural –la familia que pierde toda su cosecha en una noche de granizo–; la esfera tecnológica –en el campo mexicano aún se siembra con yunta, lejos aún de los páramos sembrados por un solo hombre en la campiña francesa en Rostros y lugares, de Agnès Varda; la esfera social –ninguno de los hijos de Don Vale se quedó a trabajar el campo–; y la esfera epistémica-ontológica –la reticencia por el contacto con la tierra, la naturaleza, sus saberes y la vida alejada de las grandes urbes en pos de una imaginario que inició con la estratificación de castas y terminó con el progreso neoliberal–.

El calendario de siembra, el calendario mitológico y el calendario de la cuenta larga maya y mexica, usados todavía por los padres y los abuelos, se desvanece a tal grado que “ya no sabemos cuándo va a llover, cuándo va nevar; ya no sabemos cuándo sembrar”. Hernández aún lleva esa sensibilidad heredada de su abuelo, sus manos no trabajan la tierra, pero la trabaja su mirada, que es la fuente más importante para el mundo cosmopolita desde el Siglo XX; por eso la sutileza de sus imágenes nos lleva de los detalles mínimos, aquellos en los que es difícil reparar, a las planos abiertos, inmensos, llenos de cielo y luz: de los pies descalzos sembrando, a la observación del cielo, uno de los fundamentos en el conocimiento ancestral.

El ritmo y la edición nos permite descansar la vista, nos envuelve en las tardes de nubes bondadosas que bebieron el violeta y soles que son fractales cristalinos en el amanecer, de sombras que dibujan en el aire las fronteras de un árbol, de raíces que abren la tierra, acompañados del diseño sonoro de Mariana Rodríguez, una gran escucha que nos ofrece los silencios que nunca están vacíos en el campo.

vida / cielo / árbol /nubes / tiempo / presencia / vida / muerte /

Titixe es la reivindicación de la memoria de los saberes de quienes aún saben escuchar la tierra, de quienes aún entienden el canto de los pájaros; una mirada que levanta de las ruinas un lenguaje perdido que huele a tierra húmeda, a tiempo ancestral y también a penurias. La narración de quienes han muerto, de quienes su sombra sigue dando cobija en los días de trabajo en el sol. La comprensión del tiempo que parece no ser circular, sino más bien constelar y que nada escapa a él, ni la profunda tristeza ni la bondad de enseñanza. Por eso el fuego intenta acariciarlo todo para repararlo, entre campanas y llanto pero con la sencillez que da la sabiduría: “Se nos adelantó, pero ni modo, ese fin tenemos hija”.

Tania Hernández va a pepenar lo que queda después  de la cosecha, las huellas que permanecen. Su mirada es la de alguien que sabe buscar, la de una artesana que teje finamente y que busca entre las cenizas: “Incluso después de la quema he encontrado pedacitos de usted. Pedacitos que puedo llevar conmigo”.

Por Icnitl Y García (@mariodelacerna)

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