La mortalidad nos inyecta una prisa por encontrar el sentido de la existencia. La religión nos impone el universo como una creación inteligente y nos describe como los hijos de la divinidad, atrapados en la sala de espera más vasta del universo, la vida, hasta que Dios nos acepte de vuelta. Provenimos de la inconsciencia y regresamos a ella: del cielo al suelo y de vuelta, según los místicos. Vivir es una necesidad por descubrir la razón de nuestra presencia en el mundo, y a la vez la imposibilidad de lograrlo. Si la vida tiene un significado, solamente puede ser el que nosotros le hallemos y el que otros le concedan, ya sea en el reconocimiento, la infamia o el olvido.

La evaluación de la vida es un riesgo, un privilegio o una desgracia que sólo tienen los muertos. La carne, los huesos, se desintegran en el mundo y se hunden en él, pero la consciencia vive a través del tiempo en el legado de los difuntos. Incapaces de contestar al rumor de quienes interpretan su existencia, ellos abandonan su humanidad para convertirse en signos, y acaso en ficción. Diego Gutiérrez y Danniel Danniel expresan esta transformación del hombre en personaje durante la visita a una casa ajena que se torna en círculo de interpretación, en el documental Huellas (2014). Cuando un vecino suyo muere, Gutiérrez invita a un grupo de amigos para que vean el departamento que dejó, antes de que el municipio convierta este último recinto de su espíritu en un espacio vacío.

Huellas 2

El grupo reflexiona sobre el lugar y lo que dice de su dueño en un intento por conocerlo, pero lo único que logran describir es a sí mismos. La subjetividad divide las conclusiones y desdibuja al hombre para entregarnos sólo una sombra imaginada por cada uno de manera distinta. La soledad es la única conclusión compartida por todos cuando miran ese hogar lleno de artilugios, juguetes y bromas, como la caja de un mouse que contiene un ratón muerto, destinados, aparentemente, para nadie. Los directores obtienen el acceso al departamento porque nadie supo o nadie se interesó en la muerte del protagonista, ni siquiera las mujeres que aparecen posando en un libro de fotografías. Ellas también son un misterio. Para unos son amigas porque sus rostros les parecen reflejar una complicidad imposible entre extraños; para otros sólo son desconocidas que jugaron a ser modelos.

“¿Quién?” es la pregunta que se plantea el documental, pero como toda indagación en la realidad, sólo puede responder “Yo”. Los directores capturan no un proceso de reconstrucción, sino de terminación. Lo que el difunto vivió, a su muerte se convirtió en un ejercicio de otros por terminar de inventar su carácter. Algunos ven en él a un sobreviviente; otros, la imagen de una vida despreciable. “No lo juzgo”, precisa uno de los visitantes, “pero no quiero ser como él”. Sin embargo, no todos comparten el optimismo y encuentran deprimente ver una historia entera reducida a los escombros que se llevan en carretillas los empleados del ayuntamiento. El olvido suma el horror de morir, como lo hizo para el viejo que reza una letanía de “nada” en Un lugar limpio y bien iluminado, de Ernest Hemingway.

También en Huellas la nada es una sustancia terrible y un encuentro con la especulación más dolorosa que puede enfrentar el hombre: tarde o temprano, seremos olvidados. Nuestras cosas, nuestras creaciones, son testamentos frágiles que el tiempo deforma en ruinas. La eternidad de lo físico es una fantasía y una lucha absurda. Preservamos las cosas en nombre del futuro, que también desaparecerá. Todo muere. Si la muerte es definitiva, Huellas no nos lo dice, pero por la misma razón nos invita a vivir tan completa y tan libremente como podamos.

En el epílogo se aparece al fin el extraño, que responde a una pregunta sobre su idea del paraíso: “Es crear tu propio mundo, como aquí”. Gutiérrez y Danniel cierran Huellas no sólo develando el misterio, respondiendo a las preguntas que el grupo se hizo durante su visita, sino concordando, en cierta manera, en su visión del tiempo con la del difunto. El pasado es o será una ruina; el futuro es una muerte incesante de lo venidero. El presente es la única evidencia de la realidad y de nosotros. Vivir no sólo es un tiempo verbal en presente; es un tiempo vital de presencia que se esfuma y renace cada instante que el futuro muere y el pasado se acumula. El presente es y está aquí, esperando ser cambiado.

Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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