FICM | Certeza de una duda: Bardo o falsa crónica de unas cuantas verdades

La autoficción puede ser un género peligroso cuando quien la hace parece responder con mayor ahínco a las necesidades del personaje que ha inventado para sí mismo, así es fácil sumergirse en el solipsismo. La única experiencia inmersiva que ofrece Bardo o falsa crónica de unas cuantas verdades (2022), el más reciente trabajo del cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu, la cual, después de su desastrosa recepción en el Festival de Venecia, ha optado por comprometerse con la narrativa del fracaso necesario.

En ese sentido, la película se blinda a sí misma de las burlas y descalificaciones relativamente fáciles: no se baja de “mamón”, pedante, pretencioso y ególatra a Silverio, personaje interpretado por Daniel Giménez Cacho, un periodista mexicano que recibe un importante premio en Estados Unidosguiño, guiño– y que debe regresar a México para un homenaje por su carrera.

Hay una escena en la que un importante conductor de un programa de entrevistas (Francisco Rubio) de la poderosa televisora TVO le reclama por escenas que vimos previamente, atacándolo crudamente por su falta de “inspiración poética” y su gigantesco ego al comparar su estado de crisis con el de figuras históricas como Hernán Cortés o cualquiera de la misma talla. Los diálogos remiten a aquel intercambio de Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia) (2014), en el que una corrosiva crítica de teatro le espeta sus observaciones al actor interpretado por Michael Keaton, ambos usando palabras y líneas rimbombantes e insultos, que el mismo Iñárritu ya había recibido e, incluso, se adelantaba a los que recibió en ese momento.

Algo similar pasa en Bardo, Iñárritu pretende adelantarse a la “crítica” para desacreditarse pero al mismo tiempo legitimarse, en una de las incontables contradicciones que construyen la película. Además, se sugiere que el fracaso no solamente es algo deseable, sino necesario, la señal inequívoca del riesgo y la audacia. Quizás hubiera sido verdaderamente arriesgado dejar de lado la reflexión y abrazar más la observación, como hizo Alfonso Cuarón en Roma (2018), con el que parece haber un discreto desaire cuando Silverio dice que hubiera estado “de hueva” irse a filmar a sí mismo caminando en la colonia donde creció (la Narvarte) y exponer sus “raíces”.

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La ironía es que los mejores momentos son aquellos en los que Iñárritu se acerca, prescindiendo de metafísica, metáfora o artificio, a la vida urbana como en Amores perros (2000), el que en retrospectiva sigue siendo su trabajo más “sincero” o, al menos, el que tiene menos del personaje mediático que Iñárritu es hoy. Una secuencia dentro del mítico California Dancing Club –ubicado en Tlalpan–, en la que los personajes bailan, ríen e interactúan con efervescencia, asoma la promesa de otro cineasta que no es aquél ganador de cinco Oscar, quien debe mantener un discurso y fachada digna de tal proeza. Ahí hay un júbilo vital, una camaradería y un desparpajo que es prácticamente inexistente en la filmografía de Iñárritu, incluso en la supuesta comedia de Birdman.

A Bardo le pesan demasiado las inseguridades y deficiencias de un hombre ciertamente talentoso como lo es Iñárritu, cuyas cavilaciones sobre el estado del mundo y de la existencia misma nutren los momentos más desafortunados y embarazosos, algunos tan bochornosos que pondrían a Alejandro Jodorowsky y su Danza de la realidad (2013) a hacer un eye roll tan grande que podría desorbitar los ojos. La película muchas veces es incapaz de contener la diarrea visual y verbal que padece, queriendo emular incesantemente al Federico Fellini de Amarcord (1973) o al Theo Angelopoulos de La mirada de Ulises (1997). Incluso la secuencia en la sala de migración parece una escena eliminada de Casi el paraíso (2019), de Elia Suleiman, pero Iñárritu carece del sentido genuinamente lúdico del italiano, del denso bagaje cultural del griego y de la capacidad visualmente sintética del palestino, lo que hace que muchas de sus “ocurrencias” se perciban terriblemente frívolas, en absoluto agudas o estimulantes.

Tal como Silverio persigue una idea de sí mismo, el cineasta intenta exponer su propio mito a través de pasajes específicos de la Historia de México, abandonando la épica y transformándose en una parodia digna de un sketch de Ensalada de Locos, programa ochentero cómico de Televisa –la otrora poderosa televisora en la que TVO está inspirada– y que tiene la sustancia crítica de la misma. Eso no sería en absoluto un problema si Iñárritu no nos tratase de convencer constantemente de que sus observaciones son, además de atinadas, brillantes.

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Cuando Bardo enfatiza la no pertenencia del personaje de Silverio, ni como mexicano ni como gringo (que fue reciclada por Iñárritu en una polémica entrevista desde Venecia), su trabajo con realidades completamente ajenas a la suya como la de los migrantes mexicanos o la sumisión cultural y económica de México a los Estados Unidos (hay un par de chistes sobre Amazon comprando Baja California), la película se dispersa en su pomposo sentido de importancia, pero como se apuntaba al inicio del texto, también se desacredita a sí misma y hace mofa de sus observaciones, como si ésta tratara, no solamente de predecir las reacciones hostiles, sino de aumentarlas con esa tendencia al maximalismo tan presente en The Revenant (2015) y la instalación Carne y arena (2017), sostenido aquí en el extraordinario trabajo de diseño de producción a cargo de Eugenio Caballero, junto al notable diseño y producción sonora bajo la batuta de Martín Hernández.

Respondiendo congruentemente a su naturaleza contradictoria, Bardo es una comedia cuyos chistes son recibidos con absoluta solemnidad y cuya solemnidad es recibida con resonantes carcajadas, una absoluta tragedia para el cineasta pero un resonante logro para el personaje al que está dedicada: un hombre que además de no ser de aquí ni allá, ni consigue una cosa ni consigue la otra y que hace del fracaso el único arte en el que muestra aptitud. Aunque en la autoficción de Bardo no hay espacio para el crecimiento, sino únicamente para la parálisis. Es así como el deseo de regresar al vientre materno –“chiste” que construye la primera escena– condensa todo lo que ella es: la indefinición y la duda como única certeza ante todo.

Bardo está demasiado llena de miedo como para ser considerada una comedia.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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