‘El lobo de Wall Street’: El encanto peligroso

El camino del exceso lleva al palacio del saber
William Blake, El matrimonio del cielo y el infierno

Si Gordon Gekko es la representación de un sistema, Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) es la consumación de un deseo. El primero es un pensamiento, el segundo una emoción: la exuberante adrenalina de las puertas abiertas al vicio, que se torna en un estilo de vida donde la existencia se resume a la ingesta de píldoras, la inhalación de cocaína y la transformación del cuerpo femenino en mueble, en mano masturbadora. Si El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), de Martin Scorsese, puede ser usada contra Wall Street (1987), de Oliver Stone, es porque su protagonista está cerca de las oscuras fantasías de un espectador ambicioso. El corredor de bolsa Jordan Belfort no busca poder ni control, sino placer físico; es un hedonista irredimible, inconsciente, necio y encantador, que intenta ponernos de su lado como los narradores más memorables de Scorsese, desde Travis Bickle hasta Henry Hill, y cuya historia sólo puede resultar ambigua para los clientes que Belfort engaña en la cinta.

La imagen final de una audiencia embrutecida por la presencia de Belfort pareciera reflejar a la que está en el cine, arrebatada de su consciencia por la precisión anecdótica del mejor vendedor de Wall Street; ellos se desploman ante su engaño, igual que nosotros, y la imagen se vuelve crítica. Belfort nos tiene en la bolsa porque goza del mejor recurso que puede tener un ladrón: carisma. Para Scorsese, el protagonista y su pandilla de la firma financiera Stratton Oakmont son la evolución de los violentos criminales de Buenos muchachos (Goodfellas, 1990) y Casino (1995). Ellos no comparten con los mafiosos las pistolas ni la fuerza en los puños, pero sí un hambre que se aplaca ante el perfume del delicioso dólar. Sus métodos son distintos pero sus orígenes no, y sus placeres, menos. El corredor de bolsa es, esencialmente, ladrón, y, más precisamente, ladrón americano.

Es por esto que Belfort distingue los dos países, el prometido y el real, cuando asegura primero que “Stratton Oaxmont es America”, para rematar con un desafío a la institución: “¡Vete al carajo USA!”. El concepto de felicidad cuya búsqueda protege la constitución varía con el criterio, desde los tenedores de armas hasta los abortistas, desde el republicanismo individualista hasta el liberalismo social demócrata, pero, para bien del orden o para mal de las libertades, la institución real es el límite. El agente del FBI Patrick Denham (Kyle Chandler) representa el risco previo a la caída, que Belfort prefiere ignorar antes que limitarse. Ambos existen como niveles distintos del goce profesional: uno disfruta robar, el otro castigar, y aunque Scorsese muestra sólo la perspectiva de Belfort, su caída y el éxito –aunque no económico– de Denham expresan de qué lado se halla la virtud, y es en la figura del policía, que sublima su venganza al mundo de la Bolsa de Valores que no lo aceptó, con moderación y paciencia. El exceso de Belfort no es sólo un estilo de vida, entonces, sino una extensión del carácter. Cuando su padre, Max (Rob Reiner), le advierte sobre ello, Belfort, como Henry Hill, se aleja del mundo normal: “… quién quiere estar allí”.

La percepción de Belfort se acentúa como vorazmente materialista cuando asegura que su perspectiva es la correcta porque en su mundo las esposas son voluptuosas, mientras que en el de los demás son “viejas ratas” con las compras del Price Club en el asiento trasero. La sobriedad es aburrimiento, y la sexualidad, incontrolable bestialidad, que resultan en numerosas escenas de drogadicción y una obscenidad escandalizadora, desde el lenguaje hasta la masturbación en público de Donnie Azoff (Jonah Hill), el pervertido mejor amigo de Belfort, quien pierde el control ante la belleza de la futura señora Belfort, Naomi (Margot Robbie). Este impulso, y, más adelante, la imagen de Belfort inhalando cocaína en sus senos, convierten a Naomi en imagen de revista y en mesa. Su belleza es comodidad, y su sexualidad, servicio. Si para Marshall McLuhan el medio es el mensaje, para el protagonista de la cinta el cuerpo es el medio, y el mensaje, la frivolidad, la transformación de la vida en bien de consumo.

Las ideas de Jordan Belfort, hay que insistir, no son el trabajo de la mente, sino el lenguaje de un cuerpo ávido de sensación. Si hay algo similar a un pensamiento en estos degenerados ladrones, más bien es el método que delinea el mentor de Jordan, Mark Hannah (Matthew McConaughey): “Mete el dinero del cliente en tu bolsa” y “la cocaína es el camino del éxito”. Por supuesto, el relato, abundante en perspectiva irónica, no es una exaltación de estos principios, sino, como es común en el cine de Martin Scorsese, un testimonio, un ejercicio de sinceridad, pero no de verdad, que será descubierta sólo por un espectador que resista el encanto.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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