Han pasado 25 años desde que Quentin Tarantino se convirtió en una influencia ominosa para cineastas jóvenes alrededor del mundo, algo que ha sido defendido y denostado con la misma convicción en ambos frentes de la discusión. El tan comentado “estilo” ha perseguido no sólo a sus seguidores, sino a Tarantino mismo, quien ha tratado de mantener una postura entre la caricatura estrafalaria y el estoicismo cool que lucha por encontrar un punto medio entre ambas.
Si bien Once Upon a Time in Hollywood (2019), en una primera impresión, no podría ser su mejor película, o al menos una de las mejores, es cuando menos una reflexión de Tarantino sobre su propia figura, donde desmonta todos los rasgos de lo que ésta representa para volver a armarlos en otro episodio de revisionismo histórico, usando el caso de Sharon Tate como eje histórico sobre el que articula su peculiar cuento.
El actor en decadencia y el stuntman son dos arquetipos de la mitología angelina que se complementan en la nueva película de Tarantino y, al mismo tiempo, representan los dos polos sobre los que suele oscilar el propio director, aquí modestamente interpretados por Leonardo DiCaprio y Brad Pitt. Dos de los actores más erotizados de la actualidad son utilizados como alter egos lúdicos de Quentin en una historia situada en Los Angeles a finales de los años 60: el famoso actor de TV Rick Dalton (DiCaprio) lucha por mantenerse vigente y se niega rotundamente a la oferta de un insistente productor (Al Pacino) de trabajar para Sergio Corbucci o Antonio Margheriti en Italia.
El largometraje, a diferencia del resto de la filmografía de Tarantino, prescinde de la estructura en capítulos y se centra en el triángulo creado entre Dalton, Cliff (Pitt) y Sharon Tate (Margot Robbie), así como fugas a anécdotas, filmaciones y una visita al corazón de la comuna donde Charles Manson reunía jóvenes. Los elementos reconocibles de cualquier trabajo de Tarantino están ahí, aun si los diálogos no tienen la pericia de antes y el tono es bastante mesurado para los estándares del verborreico cineasta. Incluso, los esfuerzos del personaje de DiCaprio por ser un mejor actor y abrazar su propio mito –”¡You’re Rick FUCKIN’ Dalton!“, se repite a sí mismo constantemente–, son similares a los de Tarantino, quien parece repetirse ese mantra hasta detonar en un tremendo acto final con fuerte aroma a Troma.
Las mejores escenas de la película son aquellas que hacen referencia a la cinefilia de su creador y, quizá, la más bella de todas sea la secuencia en que Sharon Tate llega a un cine de Los Angeles –meticulosamente recreada y fetichizada– para ver The Wrecking Crew (1968). Tate sonríe al verse en la pantalla y participar de la reacción de los espectadores le genera alegría. Quizá Tarantino esté más cerca de esta imagen, cómodamente complacido de los logros de sus alter egos en pantalla, en los ojos de una bella princesa angelina, rubia y etérea.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)