El piano invisible de El hombre invisible

En Intriga internacional (North by Northwest, 1959), de Alfred Hitchcock, hay una escena que marca la caída del protagonista al abismo de la narrativa misma. Tratando de esclarecer el malentendido por el que fue secuestrado la noche anterior, Thornhill (Cary Grant) se entrevista con un diplomático en el edificio de las Naciones Unidas. Cuando está a punto de mostrarle una pieza de evidencia, una daga se hunde en la espalda del diplomático, quien se desploma lentamente mientras Thornhill toma el arma. El punto de inflexión lo marca un crimen cometido por una mano invisible y del que se responsabiliza al protagonista.

Una escena prácticamente idéntica a la descrita lleva al mismo punto a Cecilia (Elisabeth Moss), la protagonista de El hombre invisible (The Invisible Man, 2020). La diferencia es que el abismo que enfrenta Thornhill lo lleva a una “ensoñación radical sobre la nada misma”, como decía el crítico Jonathan Hoberman en su ensayo El pop antes del pop: Welles, Sirk & Hitchcock, mientras que el abismo al que se enfrenta Cecilia la conduce a una ensoñación diferente: la posibilidad de asumir la identidad y, por ende, el poder de su persecutor.

Pocos conspiradores como Hitchcock, un hombre tan hábil como macabro que diseñaba minuciosamente los planes para sus protagonistas. Una mano “invisible” tiene un dominio total e incuestionable del destino de sus personajes, muy similar al que tiene Adrian (Oliver Jackson Cohen) sobre Cecilia en El hombre invisible, película en la que el cineasta Leigh Whannell (Upgrade, 2018; Insidious: Chapter 3, 2010) nos pone, junto a su protagonista, en el mismo lugar en el que Hitchcock solía poner a sus personajes: el abismo y la incertidumbre de su profundidad, una relación tan lúdica como sádica.

El trabajo de Whannell adapta el material original de H.G. Wells y la cinta homónima de 1933 con Calude Rains a tiempos y preocupaciones contemporáneas, reivindicando el rol de la mujer de una forma que remite a la intención, más no al candor y entrañable ingenuidad, de la película The invisible Woman (A. Edward Sutherland, 1940), en la que una modelo se somete como voluntaria a un experimento para volverse invisible y así cobrar justicia para ella de su abusivo jefe, pero el tema de empoderamiento femenino rápidamente cede ante la necesidad de explotar la invisibilidad.

La idea de invisibilidad se liga a la de control total –por ende, una relación de poder y dominación como  la que ejerce Adrian sobre Cecilia–, lo que la orilla a escapar del opulento yugo y tratar, con un miedo latente y una frágil salud mental, de adaptarse a su nueva libertad. Dicho estado es tan vulnerable como reconfortante y la forma en la que el director Leigh Whannell lo muestra es a través de los espacios vacíos y tomas sostenidas de dichos espacios, auténticas anomalías en un medio que le teme más a una imagen muda que a cualquier monstruo o criatura.

Es en este contexto que, regresando a Hitchcock y como mencionaba Hoberman en el ensayo antes citado, el personaje protagónico de Cary Grant era un “efecto especial magnífico”, quizá más sorprendente que la elaborada persecución en el Monte Rushmore. Lo mismo podría decirse de la actuación de Elisabeth Moss, cuya interpretación resulta clave para que los efectos visuales –mejor dicho, ópticos– de la película resulten tan perturbadores como llegan a serlo. De ella se podría decir lo mismo que en Intriga internacional Van Damme (James Mason) comenta irónicamente a Thornhill (Grant): “Eres un artista de la sobrevivencia”.

La virtud de la interpretación de Moss bien radica en el hecho de que, a pesar de moverse en polos extremos, nunca da la sensación de perder el control. Como demostró en Mad Men (2007-20015), Queen of Earth (2014) y Her Smell (2018), Moss es tan consciente de la sutileza o exageración de un gesto para generar una reacción, tan esencial como cualquiera de los notables efectos de la película, que estos resultan más efectivos cuando son prácticos o no requieren de CGI.

En la mítica entrevista que sostuvo con François Truffaut, Hitchcock comparó al público con un “piano gigante”. “Tocamos una nota y obtenemos cierta reacción… Algún día ni siquiera necesitaremos hacer una película: habrá electrodos implantados en sus cerebros, y simplemente presionaremos distintos botones y ellos harán “ooh” y “aah”. Aunque no hemos llegado a los electrodos, Hitchcock profetizaba –y quizás, hasta fantaseaba– el deseo de controlar totalmente a la audiencia, algo que el uso intensivo de algoritmos y estudios de mercado pretende lograr.

El hombre invisible parece apelar a este mecanismo, al poner a la audiencia en un lugar de confusión similar al que Hitchcock colocaba a sus personajes. Ante este caos, no queda más que seguir a tientas a través de la oscuridad. Como Thornhill y Cecilia, los espectadores comparten una naturaleza pasiva que nunca se abandona a lo largo de la experiencia cinematográfica. Por el contrario, los protagonistas, abandonan esa pasividad y se convierten en un efecto especial más, una nota que despierta a ese “gran piano” y que parece estar más estimulado cuando simula caer por el abismo.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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