La idea de que ”no estamos solos” se ha presentado en nuestro arte durante siglos como un sinónimo de melancolía cósmica, insatisfacción con la realidad o un simple deseo de irresponsabilidad.  Cuando la mitología nos ofreció el confort del destino y de los dramaturgos celestiales que nos quitan el peso de tener que decidir sólo quedó la distancia entre los mortales y el misterio en la Providencia, intermitentemente resuelta con el proteccionismo o el sexo, pero no con la fraternidad. Con los dioses creamos padres, pero aún nos faltaban amigos.

El inicio de la aviación en el siglo XX marcó una nueva forma de deslindarnos de la locura; el Diablo dejó de vestir a la moda y reemplazamos las posesiones por las abducciones de extraterrestres, los hermanos mayores que todo niño admira: más fuertes, más grandes, más inteligentes, pero inevitablemente más abusivos. Con los horrores que nos hicimos pasar en la Segunda Guerra Mundial, estos seres comenzaron a mostrar un lado más gentil.

Antes de la Guerra, los marcianos de Welles vinieron a destrozarnos; después de ella, Klaatu vino a imponernos la paz con una voz amable, pero con actitud firme en The Day the Earth Stood Still (1951), una importante influencia para un joven Steven Spielberg, quien, con E.T. (1982) nos brindaría al amigo espacial más entrañable que la cultura popular puede recordar.

En la cinta de Spielberg, la soledad en la infancia y el menosprecio del mundo adulto inspiran a su joven protagonista, Elliott, a desear la compañía de alguien que lo comprenda; su deseo se hace realidad cuando un extraterrestre se queda aislado en la Tierra tan solo y tan acechado como el mismo Elliott.

En esencia, la trama del filme se puede interpretar como una aventura dentro del niño mismo en su búsqueda por la credibilidad y la aceptación social, que al final obtiene, así como del triunfo de la inocencia sobre las sombrías figuras que representan las amarguras de la adultez. Al final de la cinta, su equivalente a un amigo imaginario se va y se lleva con él su tristeza y sus conductas más infantiles. Elliott se encuentra en los bordes de la maduración.

Como en E.T., en Super 8 (2011), el director JJ Abrams, influenciado por el rol de Spielberg en la producción ejecutiva, nos presenta la historia de un niño en la búsqueda del consuelo.

Joe Lamb, el protagonista de Super 8, se embarca en una aventura similar a la de Elliott, aunque un tanto más adulta por las características que la hacen aterradora y emocionante, además de un inicio anclado en la tragedia: su madre, obrera en una fábrica, ha muerto en un accidente, y su progenitor, como lo menciona un personaje al inicio, “no sabe ser padre”.

Ya no atrae la soledad al amigo del espacio, sino la pérdida, que conlleva, más bien, un monstruo. Joe no madurará como Elliott, a partir de la diversión y la climática posibilidad de tragedia, sino por la cercanía con la muerte y por la derrota del instinto destructivo mediante el entendimiento.

El monstruo representa el profundo dolor de Joe, del que constantemente huye hasta enfrentarlo mediante la compasión; el último contacto de Joe con un relicario de su madre confirma esto. La relación interestelar es una conexión con los sentimientos más profundos e incluso entre las actividades mentales y físicas.

En E.T. es memorable la escena en que el extraterrestre se embriaga bebiendo cerveza mientras Elliott resiente los efectos durante una clase de biología. La relación es tan intrínseca que más adelante, cuando uno cae enfermo, el otro también manifiesta los síntomas. Ambos son parte de una dialéctica interna entre la niñez y el crecimiento, no sólo físico, sino también espiritual.

La criatura suelta en el pueblo de Joe es capaz de una compenetración similar: cuando alguien lo toca es capaz de establecer un diálogo telepático mediante el cual el forastero estelar revela su temor y ansiedad por regresar a casa, pero la característica fundamental del entendimiento con Joe, en particular, son sus ojos, los mismos con los que Joe recuerda que su madre lo miraba: “me hacía sentir que yo existía”.

El amigo espacial, entonces, está dentro de nosotros: liberando nuestra madurez y enfrentándonos a los misterios del futuro; acompañándonos en nuestra búsqueda por respuestas y explayando nuestra compasión. La carga de crecer no es tan grande cuando la compartimos con amigos, ya sea como especie o como individuos, sin importar que ellos nos escolten desde la risa ajena al caer de la bicicleta o dentro de nuestra imaginación mientras dejamos atrás el dolor de crecer.

Por Alonso Díaz de la Vega Tinoco

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