Duna: Parte Dos: El desierto de los profetas

En tiempos que son más eficaces prometiendo apocalipsis que cumpliéndolos, la figura de los mesías se vuelve recurrente y como aquellos escenarios apocalípticos, se sostiene en una promesa y no en el cumplimiento de la misma. Así como sucede en otros ámbitos de la vida como la política, el cine ha tenido tanto agoreros de su inminente destrucción como supuestos salvadores desde sus inicios hasta nuestros días. Por ello la narrativa de películas como Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023) y ahora Duna: parte dos (Dune: Part Two, 2024) ha tocado una fibra que las ha catapultado a ser objeto de devoción e incuestionable grandeza convirtiendo sus logros en dogmas.

Ambas películas, en temporalidades y espacios diferentes, plantean la idea de la fragilidad del mundo y la forma en la que la convicción moral de un hombre es suficiente para infundir un adictivo sentido de esperanza, pero inutil para cambiar el estado de las cosas. Son derrotas para el hombre, pero, de acuerdo a sus seguidores, incontestables y rotundos triunfos para el cine.

Tanto Dennis Villeneuve como Christopher Nolan, así como algunos otros cineastas, han tomado de forma clara una una especie de cruzada –siguiendo con las analogías cristianas– que busca reivindicar la “experiencia cinematográfica”, es decir, aludir de alguna forma a la época en la que los cines cobijaban una sensación de asombro única gracias a los talentos de cineastas como William Wyler, David Lean, Nicholas Ray, Anthony Mann o quizá el más representativo, aunque menos interesante como cineasta, Cecil B. De Mille y posteriormente lo que vendría con Steven Spielberg, Francis Ford Coppola, George Lucas o James Cameron.

Al decir que busca preservar una tradición, Villeneuve piensa más como profeta que como cineasta y como tal, busca constantemente una imagen que dé la impresión de grandeza, sin tener una visión o cohesión dentro de sí misma. La imagen puede ser descrita con innumerables adjetivos, pero como decía Robert Bresson: una colección de imágenes bellas puede resultar detestable. Y no es que las imágenes de Dune 2 sean “detestables” sino que quizá su principal problema es que se articulan sobre una idea de lo épico que no se sostiene en una visión, sino en pura intención. La película busca, casi desesperadamente, dar la apariencia de ser un espectáculo más grande que la vida y a través de esa impresión despertar una reacción tan apasionada y feroz como la de Stilgar (Javier Bardem), cuyas reacciones al más mínimo acto de Paul Atreides se han convertido en un rentable meme que bien podríamos identificar como el síndrome Stilgar.

dune200

Dune 2 parece aludir, entonces, al fanatismo más que a la apreciación, aprovechando un hueco que existe en la industria cinematográfica, ávida de imágenes que justifiquen la existencia de la gran pantalla. Las ambiciones de Villeneuve se convierten también en sus principales debilidades, el texto de Frank Herbert es una plataforma sólida para construir un universo entero –incluso con sus peculiaridades y limitaciones, la visión de Alejandro Jodorowski hubiese sido más estimulante visualmente– pero Villeneuve opta por la escuela de la solemnidad y la pompa que emula la grandeza, pero no la trabaja.

En una entrevista reciente, el cineasta canadiense afirmaba que el “lenguaje televisivo” había causado un daño importante al cine, creando imágenes que se disipan de la memoria tan rápido como son consumidas y contaba de su ambición de crear una película que no use más que imágenes, prescindiendo del diálogo, para abonar a una idea de “experiencia cinematográfica” que cada vez es más rara. Villeneuve se porta como un nostálgico de la forma y se ostenta como un cineasta que reivindica el medio, una figura polarizante que divide a quienes contemplan su trabajo con un fervor ciego y fanático y quienes lo miran con enorme escepticismo y profundas dudas.

En este sentido, el paralelismo entre el propio Villeneuve y el protagonista de su película, Paul Atreides (Timothée Chalamet) parecería tan evidente que es fácil comprender qué es lo que atrae tanto al canadiense al denso texto de Frank Herbert: un sentido mesiánico que en su segunda entrega se satisface con meras victorias pírricas que son celebradas y denostadas por igual, pero en la que podemos notar que su motor central está concentrado en un ego desmedido, una noble intención que se desvía en su ejecución, que se corrompe ante la grandeza a la que aspira por qué antes que materializar de forma consistente y coherente una visión, se trata de mantener adeptos a la causa usando el artificio visual de una forma aparatosa y casi demagógica. Es seguro decir que hay imágenes espectaculares en Dune 2, pero no sabemos- y es siempre sano mantener un lugar para la duda- si es que hay una visión cinematográfica que las sostenga. Quizá cuando creemos que vemos a un profeta en el desierto, cabe preguntarse si no es más que un espejismo.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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