‘X-Men: Días del futuro pasado’: La mutación del tiempo

Una de las virtudes más apreciadas de la mitología que se desprende del cómic y sus superhéroes es su apoteósico desprecio por la lógica y el sentido. La ciencia que se erige detrás de la creación de estos seres es una que desdeña la seriedad y el rigor, que apela al asombro y la incredulidad, donde algo tan sagrado como el tiempo y su aplastante correr son desbaratados con pragmatismo mutante.

En X-Men: Días del futuro pasado (X Men: Days of  Future Past, 2014) se asoma una reinvención de los héroes que sembraron el virus de la actual fiebre que ha debilitado al sistema hollywoodense. Ahora el agente patógeno original, el cineasta Bryan Singer, libera una nueva cepa en la que conjunta a todos los mutantes ya conocidos, así como flamantes adiciones para mantener viva la fiebre, agonizante para algunos y vigorizante para otros. En esta ocasión, un oscuro futuro se cierne sobre nuestros mutantes consentidos, quienes han sido destruidos por un programa gubernamental de defensa, los centinelas, y ahora es deber de Wolverine (eterno Hugh Jackman) viajar al año de 1973 para revertir el programa de los centinelas y convencer a los jóvenes Charles (James McAvoy) y Erik (Michael Fassbender) de agarrarse la manita de nuevo.

En sus mejores momentos, Días del futuro pasado es una trepidantemente e ilógica aventura, digna de la esencia camp del cómic original, infestado de sarcástico humor, alegorías tutti frutti sobre la evolución —en la que nosotros somos salvajes neandertales— y actuaciones sólidas por parte de los hipersexualizados mutantes (Jackman, McAvoy, Fassbender y Lawrence), así como de un apabullante y fugaz Quicksilver (Evan Silvers), quienes se ven envueltos en disparatadas situaciones, ejecutadas con solvencia por la mano ágil de Singer, quien ha convertido a esta saga en su metafórico opus sobre la homosexualidad.

La figura de Bolivar Trask (Peter Dinklage), un hombre empequeñecido por su miedo a una nueva raza, se ve saciada con experimentación a la Mengele sobre los mutantes. Se erige como el reflejo de la intolerancia basada en una concepción dogmática de la ciencia, al tiempo que se da una persecución de los mismos. La política de una cinta como Días del futuro pasado se halla anclada en un discurso simplista y básico, entendible para cualquier persona. Singer entiende que la naturaleza del  cómic no es ensayística, sino panfletaria, y el modo más efectivo de llevar ese mensaje es a través de la acción lúdica.

Cada uno de los personajes centrales contiene un dilema nuclear que se expone gracias a la presencia de las otras cintas, aunque se expande muy poco: sea la irascible soledad de Erik, el rechazo al poder de Charles, la trascendencia de Logan o la difusa personalidad de Raven, no hay nada revelador sobre ninguno de los personajes, así como de la horda de caras nuevas, de quienes, a lo mucho, únicamente tenemos una demostración de poder acompañada de un membrete de presentación: “Hola, me llamo Punisher, tengo 35 años, peso 120 kilos, me gustan los libros de Dan Brown y este es mi poder”.

Lo que se hace patente en Días del futuro pasado es cómo el cine ha absorbido los formatos televisivos y cómo el serial se impone y consolida como esquema narrativo, mientras que la televisión regurgita el lenguaje cinematográfico, un intercambio rentable para los estudios, pero posiblemente nocivo para una audiencia que debe acostumbrarse a nunca quedar satisfecha y demandar más. No se puede disfrutar de la cinta a cabalidad sin haber visto los episodios previos, y así es como mientras se desarrolla este enorme y bombástico nuevo capítulo, al final tenemos una “probadita” del próximo. Una televisión enorme para un público asiduo.

Varios de los temas de Días del futuro pasado resultan interesantes y son explorados con cautela, obviamente sin salvarse de las constantes del blockbuster: baches narrativos de rigor, actuaciones de relleno y un conspicuo desprecio por la lógica, aunque captura con elegancia pop lo que es tan atractivo de estos personajes: su facilidad destructiva, así como su eternidad y trascendencia,  ya que ni el tiempo ni la muerte los pueden vencer. Muertes operáticamente baratas y resurrecciones atemporales, el tiempo de un mutante es el fin de la historia para un ciudadano ordinario.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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