Una película de policías: los polis también lloran

¿De qué debería tratar una película de policías que se desarrolla en la Ciudad de México? Quizá sobre las anécdotas de sus patrullajes diurnos y nocturnos, sobre el cotidiano en su institución o, incluso, que la misma organización policíaca que exponga los vicios que sospechamos existen y que solamente apenas nos asomamos a ver para realmente comprobar que tan graves son. La más reciente película del cineasta mexicano Alonso Ruizpalacios es, efectivamente, Una película de policías (2021) y no una película sobre los policías, ni una película con policías. Hacer la precisión es necesario considerando que resultará sencillo decir que ésta película busca reivindicar la labor de todo el cuerpo policíaco de la Ciudad de México o pretende dignificar a todos los policías, incluyendo a los corruptos, a través de una simple película de policías.

La intención de Ruizpalacios atraviesa ciertamente el espinoso y complejo tema de lo que lleva a una persona a tomar uno de los trabajos con peor reputación entre la ciudadanía y que es, la mayor de las veces, terriblemente ingrato y arduo. Más allá de la facilidad de la denuncia, existe el intrincado dispositivo que anima la película. Haciendo de lado discusiones y juicios de valor respecto a la labor de los uniformados y su rol dentro de la sociedad capitalina –los cuales escapan a los 107 minutos de duración del trabajo de Ruizpalacios–, es casi un hecho que también eludirán las palabras de este texto, nos queda únicamente una película de policías.

Si Nicolás Pereda hace en Fauna (2019), como en casi todos sus proyectos, una distinción puntual de la frontera entre el personaje y el actor, Alonso Ruizpalacios, quién se forjó primero en el teatro, busca sumar este dispositivo a los dos policías cuyo testimonio es la base de la película. Ambas son películas que se permiten tomar licencias lúdicas frente a la abrumadora solemnidad y tremendismo del grueso de cine mexicano exportable a festivales y de temática “social”. “Teresa” y “Montoya” son dos expolicías de la Ciudad de México interpretados por Mónica del Carmen y Raúl Briones, de hecho, durante la primera parte de la película esta “interpretación” es más bien lip synching, dado que escuchamos las voces de los policías en las bocas de los actores.

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El mecanismo de sincronización es refinado gracias al puntual montaje de Yibrán Asuad y la minuciosa labor de ensayo llevada a cabo por Del Carmen y Briones, quienes durante la primera parte hacen, junto con el director y su equipo, recreaciones (¿o documentales?) de situaciones vividas por los dos policías, las cuales van desde el resguardo de una marcha del orgullo LGBTTI hasta la improvisada asistencia de un parto. Curiosamente, la decisión de mantener las voces de los policías a través de los actores hace que la película se perciba más “auténtica”, a pesar de la artificialidad del mecanismo, uno que Ruizpalacios quiebra hacia la segunda parte con un sencillo movimiento de cámara.

La película se “rompe” de una forma similar a como sucedió en Museo (2018) durante el viaje a Acapulco y la escena de la pelea en la cantina, secuencia de la que no sólo se extrae una ruptura sino también cierto dinamismo propio del menospreciado cine policíaco en México hecho por Valentín Trujillo o los Hermanos Reynoso, que se hace patente en la estupenda secuencia de persecución en las abismales escaleras del Metro Refinería. Cuando vemos que “Teresa” y “Montoya” se conocieron en la fuerza y después hicieron vida en pareja, la película rompe consigo misma y, de momento, ya no será sobre ellos, sino sobre el proceso de Mónica del Carmen y Raúl Briones para preparar el largometraje.

Aunque Una película de policías se fragmenta aún más después de este giro, Ruizpalacios mantiene como eje rector la relación que se suele tener con la policía. El contexto social y político que rodea el proyecto idealmente encontrará resonancia fuera del mismo, sin esperar que una (simple) película de policías tenga la agencia y el poder de resolver algo que si no intuíamos, ya dábamos por hecho sin la necesidad de más evidencia de la que queremos ver… quizá no seamos tan diferentes después de todo y en el juego metaficcional de Ruizpalacios, una (buena) película de policías es sobre la sociedad que clama arrogantemente pagar sus sueldos pero que se desentiende de todo matiz para abrazar el maniqueísmo (“todos son iguales”). Nadie llora por un policía, dice Teresa en una de sus intervenciones y dicho lamento, resonante y cierto, retumba e irrita tanto como el más chillante sonido de una sirena llorando.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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