FICM | Annette: El abismo por el abismo

Beber de las fuentes, de los clásicos, de los lugares a los que siempre regresamos porque nos siguen mostrando nuevas puertas y nuevas llaves. Annette (Leos Carax, 2021) se alimenta del musical (El fantasma del Paraíso, Brian de Palma, 1974) que se alimenta de la ópera (Tristán e Isolda, Wagner) que se encuadra en la pregunta por la obra realizada y su construcción (Sinécdoque Nueva York, Charlie Kaufman). La película abre con una interpelación y después con una pregunta acerca del objeto mismo y quién lo consume. La secuencia se pregunta por el arte: ¿dónde está el escenario? Y…, por lo tanto, ¿dónde está el público?

Considero que la película de Carax se divide en tres partes y es la primera la que más me interesa. La tensión de fuerzas entre Henry (Alan Driver) y Ann (Marion Cotillard) se mantiene equilibrada y poderosa desde los lugares que asumen como creadores. Por un lado el humor desde el stand up de Henry y, por el otro, la soprano Ann y la sacralización de su voz: el arco que se tensa entre lo espiritual y lo mundano. A pesar del nutrido planteamiento, Carax decide decantarse por profundizar en la narrativa de Henry y es ahí que vemos a Orfeo, el simio de Dios. Orfeo, Henry, al que Carax le pone capucha y lo pone a hacer sombra porque si bien es un comediante, es un boxeador de violencia contenida, con sangre en las encías.

Orfeo nos dice que el humor desarma, que es cuando puede decir verdades sin ser asesinado. Es curioso que Hannah Gadsby en Nanette lleve este planteamiento a una de sus máximas expresiones, tal vez por eso el stand up se encuentra por momentos con el ritual, con las verdades que tocan el espinazo del fantasma. Orfeo será asesinado después de decir la verdad de su argumento y después hará la reverencia de la que tanto ironiza. Es en este juego en el que se fundamenta Carax: en la ida y vuelta, en el argumento y el contra argumento, como la cámara que se mueve en esas direcciones en los monólogos de Henry. Y para reafirmarlo, lo canta Ann: contraintuitivo y, sin embargo, permanece. La pregunta, lo interesante, es saber qué une a Henry y a Ann, qué es lo que prevalece entre lo sagrado y lo mundano mientras prevalece; ¿qué es esa caricia que se busca como una flor en el desierto?

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Decía que beber de los clásicos, porque las preguntas emergen de ahí y, también, los inicios. Carax construye un híbrido también con la tradición de la tragedia griega: el coro de Henry es un coro del ágora de Atenas que va guiando el relato, que interpela al héroe (tal vez por eso los héroes son tan predecibles, tan llenos de culpa y tan planos) y que también es el oráculo de la caída.

A partir del asesinato de Ann, la película se transfigura y precisamente el chiste ya no es chiste, la crítica deja de ser crítica porque se vuelve respuesta. La película naufraga porque trata de colocarse de nuevo en una dicotomía y no en una tensión: como realizador varón, es imposible colocarse desde el hedor del aliado y por otro lado, desde la masculinidad que se conmisera a sí misma. Es imposible porque no arriesga, porque trata de colocarse en ambos lugares que no llevan a ningún sitio, ambos lugares acríticos de su suelo ético y de su alcance político.

Hacia el cierre de la película Carax vuelve a encausar su trabajo: Henry y su hija hacen un dueto en donde ella cobra consciencia, que es el punto de quiebre en el que la marioneta deja de ser marioneta. Carax vuelve a la apuesta, vuelve a asomarse sin arnés de seguridad, donde el dolor y la rabia hacen su trabajo, donde se levantan los puños, donde vuelven a sangrar las encías, pero esta vez, desde la firmeza de la infancia. Y de nuevo, el abismo, pero el abismo que no devuelve la mirada, el abismo sólo por el abismo.

Por Icnitl Ytzamat-ul Contreras García (@mariodelacerna)

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