No está bien iniciar esto con una mentira. Nunca he estado en la China. He visto muchas fotos, reportajes, he leído mucho acerca de ella, sus 7000 años de civilización, las complicaciones del “Gran Salto Adelante”. Hoy, que volteas cualquier objeto y dice “hecho en China”, te recuerda lo grande e importante que es y que fue. Siempre fue misteriosa, aún hoy lo es. Y siempre ejerció una fascinación enorme en todo el mundo. En México es histórica desde los tiempos de la Nao de la China, en que ésta nos trajo maravillas orientales, desde sables con forro de marfil (samuráis), bolas de la vida también de marfil, hasta sedas, papalotes, papel, pólvora y recetas de comida. La comida china hoy es casi mexicana. No pasa más de un mes y volvemos a comernos un chow mein.

China fascina, ése es el punto. Después de las Olimpiadas, sigue la fascinación. Pero yo me fasciné con lo chino de un modo diferente a lo que hasta aquí se ha referido: fui al cine. Y no es que viera una película, ya deja que viera una película china o a propósito de los chinos. Fui al cine, sí, pero el asunto iba a ser otra cosa diferente.

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Foto: Mariana Mier (@marianayayaya)

En camión al lejano oriente

La historia va así, lo que uno pueda rescatar en la memoria de un hecho que sucedió hará unos buenos 48 años. Un día nos pidieron en el colegio que al siguiente fuéramos vestidos de “gala”, es decir, con un uniforme distinto que se reservaba para ocasiones medio solemnes. No totalmente solemnes porque aquel colegio no lograba arribar del todo a ese estadio: la solemnidad.

Al día siguiente, vestidos pues de gala y después de formarnos, nos subimos a los autobuses escolares que ese colegio tenía. Eran bonitos, pintados de anaranjado limpio. Los conservaban bien, y siempre era un regocijo salir a “algo” fuera del colegio: un día diferente, más divertido, o al menos uno que no tenía que olvidarse tan rápido.

Y… nos llevaron al cine. O, más bien, a un cine, a presenciar alguna ceremonia de la que, por cierto, me he olvidado por completo. Es decir, aclarando: nos llevaron a un cine que además tenía un foro como teatro en el que se escenificó un espectáculo del cual no recuerdo nada, tal vez haya sido un concierto, no sé si una graduación… No importa: como era olvidable, lo olvidé y punto, no más tinta vertida al respecto.

Además me estoy adelantando, porque lo que quería contar necesita el orden cronológico en que fue sucediendo.

Llegan los autobuses (que, como cualquier otra persona haría, más bien los llamábamos “camiones” pero, pues, de pasajeros) a estacionarse a una calle que no conozco, y seguramente los demás niños tampoco, de cierto mal ver. Hay posiblemente un negocio de imprimir periódicos ahí cerca, porque lo que abundan son tambaches de papel y mucha gente trajinando alrededor de ellos.

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Foto: Mariana Mier (@marianayayaya)

Nos forman con un remedo de orden, mas no es posible pedirles a estos niños excitados por lo inusual del día. Y avanza la fila, hacia un edificio bastante grande, ahí delante. Soy un niño impresionable (era, hoy soy un adulto que presume de tener cierta buena memoria) que nota rápidamente que, claro, estamos a punto de entrar a un cine, pero es un cine bastante extraño: primero es grandísimo, lo veo bastante alto y muy ancho. Vamos, MUY ANCHO. Tiene muchísimas ventanas, todas decoradas de modo raro, no sé bien qué pretenden representar. “Pagodas”, dice alguien. ¿Pagodas? ¿Qué es eso? Digamos, templos o iglesias chinas, me instruye alguien que sí sabe, tal vez la maestra. O sea, el cine es chino… ¿es chino? No, se llama “Palacio Chino” y para parecerlo, lo han decorado con adornos chinos. ¡Ooohhh! ¡Aaahhh!

Entramos, y veo lo que ya aprendí que son “pagodas” por aquí y por allí. Ah!, son las taquillas. ¿Las taquillas???!!! ¿Qué es eso? (Aparte de impresionable casi nunca antes había estado en un cine). Las taquillas sirven para vender los boletos de las funciones de cine, pero hoy no vamos al cine, vamos a………. (aquí entraría el nombre del espectáculo, pero como lo he olvidado, también olvidé su nombre).

Más ¡Aaahhh! y ¡Ooohhh! ¡¡Qué raro está todo!! ¡¡Qué esculturas doradas tan inquietantes!! (no formulé la frase así, por ser un niño; habré pensado tal vez “que feos monotes!!”). ¿Por qué tienen luces de colores? Para que se vean bonitas, contesta alguien, con desgano. No, no se ven bonitas; más bien dan casi miedo.

Entramos a la sala del cine. Decir que me asombró es ponerle a la frase poco énfasis. Nunca antes había estado en un sitio tan inusitado, tan inquietante. “¡¡Qué grande es!!”, “Qué raro es (o está”), “qué sitio tan misterioso”. Un niño de la edad que yo tendría en ese tiempo habría reflexionado lo anterior en términos más sencillos, pero ahora, con el impresionante dominio del lenguaje que caracteriza a mi prosa, lo escribo como lo puse, ya que el lector le imprima el sentido de azoro infantil que el caso amerita.

Veo que el cine tiene cielo, o techo. Es decir, el techo es un cielo, o es como el cielo, pero el cielo de la tarde o de la noche. Era de mañana cuando entramos, así que esto debe ser un techo que imita un cielo. Tiene luces como estrellas. A los lados hay montañas. Pintadas, no se ve que estén del todo bien hechas. Y hay pagodas –ahora sé que esos edificios raros son pagodas–. Muchas pagodas, y muchas esculturas de monos feos con luces de colores raros. Las esculturas son “budas”, comenta la maestra con aires de saberlo todo. “Buda fue un sabio, que tenía un chipote en la cabeza porque si no lo hubiera tenido no le habría cabido el cerebro, así de grande lo tenía”. Ándale, qué inteligente debe haber sido ese tal Buda.

A los lados del salonzote, enorme, muy largo, están estas esculturas y estas pagodas, montones de ellas. Todas son diferentes, las pagodas y las esculturas de Buda, pero todas son parecidas. Se supone que deben verse chinas, éste es un cine chino, decía en la entrada “Palacio Chino”. No es un palacio, es como si fuera un jardín extrañísimo, esa sensación se tiene aquí. Un jardín en la tarde o en la noche. “Así será China”, pienso, y supongo que algunos otros lo piensan también.

Adelante, dentro un arco complicado y de muchas formas raras y colores, pero sobre todo el dorado, hay un gran trapo o cortina, negro y con dibujos. “Es el telón”, me explican. Se va a mover, o a descorrer, y detrás está lo que vinimos a ver.

Qué vimos detrás, cuando ese telón se abrió, reitero que no lo recuerdo. Posiblemente no le puse atención porque el cine, con sus esculturas y pagodas, me absorbió el seso por completo. “Este niño es tonto”, deben haber concluido los maestros y los compañeros si me vieron en ese éxtasis contemplativo. “O nunca lo sacan de su casa, o ya se volvió loco, o las dos cosas”.
No, O bueno, creo que no, que no soy tan tonto ni estoy tan loco. ¿O sí? Digo, ver lo que estoy viendo, nunca antes había yo visto algo así, es algo que en mi vida representa un hito, un momento inolvidable. Y que se me quedó grabado en algún pliegue cerebral. Hoy, que lo rescato, lo vuelvo a experimentar: qué sitio de sueño –o de pesadilla, es difícil distinguir los límites de estas nociones–.

El Palacio Chino, en la calle de Iturbide, número 21, fue frontón en sus tiempos antiguos. Era el Frontón Nacional. Luego un par de arquitectos imaginativos (realmente demasiado imaginativos), Alfredo Olagaray y Luis de la Mora, en el año 1940, lo transformaron en cine. Yo no sé si nutrieron sus respectivos cacúmenes en un viaje a China o lo que representaron ahí lo aprendieron en libros. No importa: lograron construir el cine más extraño e interesante de la Ciudad de México. Era considerablemente grande: tuvo en sus tiempos cabida para 4000 asistentes.

De ese cine se conserva la fachada; lo demás es nuevo, para acomodar las salitas modernas y sin estilo que sirven hoy. Lo original se perdió hace ya mucho: desde sus tiempos de “tele-cine” Palacio Chino, el fastuoso interior se había perdido ya.

Regresando a cuando era un niño asombrado, el asunto siguió en que de regreso, en el camión, la maestra nos dejó tarea: “escriban una composición acerca de lo que vimos” –se refería al espectáculo–. Yo, que nunca he puesto atención del todo bien en la tarea que me piden, hice mi composición sobre el cine. Me pusieron 6 porque era el nieto de la directora de la primaria de ese colegio. De no haber tenido ese dudoso privilegio, me habrían reprobado.

Por Luis Helguera

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