Chiquito y jodido, pero bonito: extrañando al Pecime

Entre los años 70 y principios de los 80, existían cuatro diferentes puntos de referencia para todo aquel cinéfilo capitalino inconforme con la oferta comercial existente en las salas cinematográficas del D.F. Para los espectadores más conocedores, mamilas y exigentes consumidores de puros art films, la cita obligada era en la primera Cineteca Nacional de Avenida Churubusco y Calzada de Tlalpan; en la Cuauhtémoc, el cine-club del IFAL, en Rio Nazas 43; así como las recién inauguradas salas Julio Bracho y José Revueltas en Ciudad Universitaria, mientras el espectador nostálgico de las grandes superproducciones hollywoodenses de antaño encontraba su refugio en las instalaciones del gigantesco cine Bella Época de la colonia Condesa. Sin embargo, aquellos cinéfilos autodenominados vanguardistas eran el tipo de fauna que frecuentaba el hoy prácticamente olvidado cine Pecime, ubicado en Av. Universidad, a las afueras del metro Coyoacán.

El inmueble, propiedad de la asociación de Periodistas Cinematográficos de México A.C., comparado con la inmensa mayoría de los cines que pululaban por la ciudad en aquel entonces, era muy pequeño, con un aforo para 180 espectadores contra las 2,000 butacas en promedio de otras salas. En sus pininos, la programación ofrecía un correcto balance entre obras de expresión personal y cintas de escasa difusión con interesantes reestrenos ya vistos en los magros circuitos culturales del país, films comerciales de gran éxito, además de algunas películas clásicas de los 50-60.

Por supuesto, las condiciones eran las mismas que en la del resto de los jacalones de aquel entonces: precios bastante accesibles con las consiguientes filas de dos cuadras y el acaparamiento de boletos por parte de los pinches revendedores si la película iba a estar muy chingona, proyección de copias en pésimo estado, butacas incomódas como el carajo y un sonido horrendo.

La dulcería del lugar, en la cual se podían adquirir bolsas de palomitas rancias, latas de Pepsi tan viejas que el joto refresco dejaba un gusto de metal oxidado en la boca y gaznates secos tampoco se destacaba precisamente por su calidad, pero estos pequeños inconvenientes quedaban zanjados gracias al interés de la programación –recordemos que el Pecime fue la principal sede temporal de la Cineteca Nacional tras el incendio de 1982–, además de que, en la planta baja, se encontraba una pequeña librería muy bien surtida, en la que al finalizar la función, se podía entrar para hojear libros y revistas de cine, así como de variados temas en general.

Otra cosa que uno como cinéfilo adolescente agradecía profundamente, era la permisividad que imperaba en el lugar (de antología aquel legendario ciclo de Rock en el cine, con proyecciones de Gimmie Shelter con los Rolling Stones y la controvertida Pink Floyd The Wall de Alan Parker, durante las cuáles la mota y el alcohol rolaban en cantidades generosas adentro de la sala), lo que convertía al Pecime en el refugio de todos aquellos teens que en algún momento tuvimos que padecer la rotunda negativa de permitirnos el acceso a una película clasificación “C” (sólo para adultos de 18 años en adelante) por parte de los inflexibles cancerberos que recogían los boletos en los (entonces) multichiqueros de la cadena Ramírez y en el Dorado 70 de Plaza Universidad.

Por el contrario, en el Pecime, así fueras un moco de secundaria embarrado en la pared, mientras pagaras tu entrada, a los de la boletería todo lo demás les valía madre, por lo que de esta manera (siendo todavía en ese entonces bastante escasa la oferta de películas en formatos Beta y VHS y los videocasetes originales un lujo para unos cuantos), a mis trece añitos me pude refinar sin pedos y en 35 mm. cosas como La Naranja Mecanica, El Ansia, Mad Max 1 y 2, Los Cuentos de Canterbury y un amplio étcetera.

A pesar de la escasa asistencia del publico a los cines de la capital, debido a las continuas crisis y a la aparición de las novedosas tecnologías de entretenimiento en casa, este pequeño recinto siguió su camino a principios de los 90, pasando de los programas dobles con permanencia voluntaria a los estrenos simultáneos con salas comerciales de cintas distribuidas por el Instituto Mexicano de Cinematografia (IMCINE) y otras de distribuidores independientes. Sin embargo, la situación se recrudeció cuando comenzaron a hacer su arribo las cadenas de salas Multiplex como Cinemark, Cinemex, United Artists, Cinépolis y demás.

Como en el caso de muchos otros cines, los defectos en la calidad de proyección del Pecime se hicieron mucho más evidentes comparados con la tecnología de punta de sus competidores, por lo que ni siquiera la apertura de una segunda sala (inactiva durante decenas de años) logró levantar el interés del público por acudir masivamente al recinto, dando como resultado el aparentemente su cierre definitivo en algún momento del año 1998.

Adquirido por el GDF Y transformado en una oficina del Instituto Nacional Indigenista en fechas recientes, el lugar no pasa de ser hoy un aburrido manchón blanco formando parte del paisaje urbano que puede apreciarse todos los días al transitar por ese tramo de avenida Universidad.

Lejos han quedado las entrañables tardes de ver películas en copias viejas (pero en glorioso celuloide) tomando café acompañado de un cigarrito en las escalinatas que daban al pequeño lobby del cine, escuchando a los cinéfilos vanguardistas expresar su docta opinión sobre la función del día con Entre Dos Tierras de los Héroes del Silencio cómo música de fondo por cortesía de una de las jóvenes y reventadas encargadas de la librería, aquellos ratos de puro desmadre entre amigos o los fajes con la novia en el interior del Pecime, del cual quien estas mamadas escribe guarda un numero significativo de muy agradables recuerdos, así como una sincera gratitud hacía la gerencia del lugar por haber incentivado de manera precoz en un servidor la cinefilia en plena edad de la hormona y la pendejez.

Hoy, para lo único que da el solitario lugar es para leyenditas urbanas y anécdotas sobrenaturales: según cuentan, la película favorita de quién fuera por muchos años el cácaro del lugar (fallecido poco tiempo después del cierre del establecimiento) no era otra que Cantando bajo la lluvia, y por las noches, se dice que a ciertas horas de la madrugada, los valientes transeúntes pueden llegar a escuchar, si se pegan las orejas a las paredes, los ecos lejanos del inconfundible sonido de un proyector encendido y la voz de Stanley Donen entonando la famosa canción que da titulo al film. Ñañaras.

Por Venimos, los jodimos y nos fuimos (@venimosjodimos)

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