Cinematógrafos del centro: todo empezó con un cineclub…

Todo empezó en una oficina pequeña en la que se programaban funciones de cine y se intercambiaban películas de 16 mm en 1960. Así inició la Filmoteca de la UNAM: con un inmueble pequeño y la idea de Manuel González Casanova de organizar la primera incursión formal del cine en el círculo universitario en México.

Desde entonces han pasado más de 50 años. La Filmoteca fue el inicio de una serie de propuestas culturales pensadas para la comunidad estudiantil, que lograron un éxito impresionante entre los jóvenes universitarios, quienes comenzaban a participar activamente en una disciplina relegada a las grandes producciones provenientes del Cine de Oro en México.

La existencia de la Filmoteca comenzó a derribar el muro que existía entre el cine y los jóvenes a través de la lógica del cineclub, que rompe radicalmente con la idea del espectador relegado a la función de consumidor y lo transforma en una persona que interactúa, busca, disfruta, sigue y critica el cine a partir de la búsqueda de sus intereses.

En la expansión de esta idea, la UNAM inauguró tres espacios para proveer cine y cultura en la zona centro de la ciudad: Cinematógrafo Fósforo, Cinematógrafo del Chopo y el Centro Cultural Universitario (CCU) Tlatelolco.

El primero de los cinematógrafos fue el del Chopo, que empezó a funcionar en 1978 y llevaba el nombre de Cine Club Universitario del Chopo. El cinematógrafo se instaló en la calle de Dr. Enrique González Martínez en la colonia Santa María la Rivera en la Ciudad, lugar en donde se encuentra actualmente.

Se trata de un complejo con sólo una sala de cine. La entrada es pequeña, como del tamaño de la que tendría una casa regular de la zona. Para llegar a la sala es necesario transitar por un pequeño pasillo de metro y medio, en donde, pegada a la pared se encuentra una ventanilla de barrotes en donde se compran los boletos.

La primera vez que visité el Cinematógrafo del Chopo fue en 1994. Tenía 6 años y se exhibía la película Willy Wonka y la fábrica de chocolate, protagonizada por Gene Wilder, quien lucía una cabellera rubia y rizada. Se trataba de un filme estadounidense de los 70 que se proyectaba en un ciclo de cine para niños con funciones cada domingo del mes.

En ese entonces el Cinematógrafo Chopo me pareció enorme. Lo veía como una sala grande que tenía la clásica cortina de tela roja cubriendo la pantalla y en la que se hacía un receso a la mitad de la película, momento en que los niños inspeccionaban —a golpe de gritos y carreras extenuantes— la sala y sus espectadores.

Años después regresé a esa sala para encontrarme con la realidad que acarrea crecer y volver al engañoso recuerdo de la infancia. La segunda vez también asistí con mi papá. Esa vez la sala me pareció muy pequeña, comparada con los grandes autocinemas, que para entonces comenzaban a pulular por toda la ciudad.

En aquella ocasión se proyectaba el documental La gran venta, que el director alemán Florian Opitz hizo sobre el mundo privatizado. Para ese momento, la posmodernidad ya nos envolvía y esa pequeña niña se había convertido en una universitaria con miras a ser periodista cultural.

Al salir de la película, los espectadores yacíamos impresionados paseando en la nueva estancia que divide la única sala del cinematógrafo y las oficinas de la filmoteca. Nadie parecía querer irse sin decir nada y con la cabeza llena de ideas.

Cada círculo de espectadores argumentaba con rabia las atrocidades de la nueva era capitalista, privatizada, deshumanizante y rapaz. El periodista alemán había logrado conmover a los espectadores mexicanos de su documental con los cinco años de reporteo y los 96 minutos que terminaron sobreviviendo a las condiciones precarias de equipo y la posproducción del filme.

Justo a un lado de nosotros, un señor bajito, pelón, de unos 50 años escuchaba nuestra conversación. Tímidamente su voz se desprendió de sus labios arrugados y finos para intervenir en el fragmento dedicado a los ferrocarriles y Margaret Tatcher.

Y la conversación siguió en uno y otro grupo. Aquello, sin quererlo, se había convertido en una sala de debate como en los cineclubes de la vieja escuela, en los que todos los asistentes se quedaban a compartir su perspectiva en torno al filme que se presentaba.

El incendio de la Cineteca Nacional el 24 de marzo de 1982 trajo por casualidad un cambio sustancial en la organización del acervo de la Filmoteca, que fue trasladado al Antiguo Colegio de San Ildefonso. En 1983 las bóvedas de ese lugar se acondicionaron para el resguardo de materiales de acetato de celulosa y una nueva sede de la Filmoteca se inauguró: el Salón Cinematógrafo Fósforo.

Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán, de los mejores literatos y periodistas de la época, importaron de sus viajes en España y Francia la idea de la crítica cinematográfica en México, justo durante la difícil transición de la escena teatral al cine como espectáculo de contenido. Ambos escribían bajo el seudónimo de Fósforo en el semanario España, dirigido por José Ortega y Gasset.

En honor a Reyes y a Guzmán se nombró a la nueva sede de la Filmoteca “Cinematógrafo Fósforo”, que se ubicó hasta 2010 en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, edificación barroca que pasó de ser centro jesuita a convertirse, gracias a Benito Juárez, en la Escuela Nacional Preparatoria y posteriormente parte de la Universidad Nacional fundada por Justo Sierra.

El Cinematógrafo Fósforo fue creado como un espacio para el resguardo del acervo cinematográfico, pero casi diez años después se unió al circuito de cinematógrafos dedicados a la proyección de cine con la inauguración de una sala, modificación que surgió con la restauración que se hizo del Antiguo Colegio de San Ildefonso para convertirlo en un museo.

El Fósforo no era un espacio muy visitado, principalmente porque se trataba de un pequeño inmueble ubicado en la parte trasera de San Ildefonso. Para llegar era necesario caminar por una calle peatonal empedrada hasta una gran puerta de madera colonial.

El Cinematógrafo Fósforo contaba con una sala grande alfombrada llena de butacas francamente incómodas, hechas del mismo material, entre triplay y madera, con que se hacen las bancas de escuela. La idea de funcionar como centro de difusión cultural era clara: costo accesible, ciclos contemporáneos y la firme idea de que uno iba al cine no a comer, beber, platicar o dormirse —lo que de cualquier forma era físicamente imposible—, sino a ver filmes.

Francamente no funcionaba como un espacio de convivencia social. El fósforo era un cine para ir a ver películas, con o sin compañía. El espacio era pequeño y lo organización era estricta, por lo que, quedarse a rondar el lugar se reducía a pasar por la librería. Aun así, el cinematógrafo era un gran lugar para los espectadores neuróticos que gozamos infinitamente cazar una película para verla, ahogados en el silencio de una sala vacía.

También en la zona centro de la Ciudad, el Centro Cultural Universitario (CCU) Tlatelolco es el más reciente de los inmuebles concebidos para la difusión de cultura. El Centro se instaló en 2006 en el lugar que durante cuatro décadas ocupó la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE), a un costado de la Plaza de las Tres Culturas y la colonia Morelos, muy cerca de Tepito.

Este espacio concentra una serie de actividades culturales que no se reducen a la difusión del cine, aunque los ciclos, festivales y proyecciones cinematográficas están pensadas para atrapar al espectador curioso y sumergirlo en el debate.

La particularidad de CCU Tlatelolco es precisamente el inmueble. En primer término, porque saliendo de la sala el espectador tiene una amplia variedad de actividades, desde realizar un recorrido por la exposición Memorial 88, el Museo Tlatelolco, la Unidad de Vinculación Artística (UVA) y las colecciones itinerantes del lugar.

Ahí se han proyectado ciclos de cine documental, cine mexicano y ciclos frescos, como el dedicado al Origen del Cine Fantástico, que contó con proyecciones musicalizadas, además de retrospectivas, como la de Roberto Naranjo, Claude Chabrol y Jorge Negrete, y festivales, como Distrital o incluso el Foro Internacional de Cine.

Los tres recintos, dos cinematógrafos y un centro cultural, conservan un gran valor cinematográfico y ofrecen —intencionalmente o no— un espacio para la interacción social, el debate y el encuentro de cinéfilos de todas edades que buscan satisfacer los más diversos gustos, con precios accesibles y en inmuebles históricos que ofrecen un pequeño momento de nostalgia y una cartelera atractiva.

Por Alejandra Arteaga (@Adelesnails)

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