Suerte y destino son conceptos cuya transparencia se presta a la banalización más superficial, incluso parece que mientras más superficial sea su manejo, más extensas serán sus implicaciones. Es una forma en la que Occidente asimila la vasta filosofía oriental: resumir una idea compleja en una frase contundente, rápida y digerible que solamente apura a coleccionar impresiones antes de que éstas se disipen en el aire. De una forma similar opera la maquinaria de Tren bala (2022) y su hiperkinética energía, la cual avanza con tal velocidad que es imposible no detenerse a preguntar: ¿por qué la película tiene tanta prisa por terminar?

Basado en un bestseller del escritor japonés Kotaro Isaka, el proyecto comparte dicha inquietud con su protagonista, Ladybug –catarina–, un ex-asesino interpretado por Brad Pitt –emulando la encantadora impericia de Cary Grant– que aborda un híper moderno tren en Tokyo con una misión bastante simple: tomar un maletín y bajar en la siguiente estación. El trabajo, evidentemente, se complica ante la presencia de otros cuatro asesinos a sueldo en el mismo tren, cada uno con su propia agenda e identificables únicamente bajo por su pseudónimo y una habilidad distintiva. Ladybug desea terminar lo más pronto posible, ahora que –gracias a un terapeuta y decenas de libros de autoayuda– ha decidido tratar de resolver todos sus conflictos de forma pacífica, pero, como se anuncia desde el principio, su “mala suerte” evitará que descienda del tren.

Desde la primera escena se busca establecer una velocidad constante y creciente, incluyendo digresiones temporales, para presentar personajes y situaciones. El largometraje evita desacelerar para evitar perder tiempo –vaya, hasta el tren tiene paradas rigurosamente cronometradas de únicamente un minuto entre cada estación– y llegar a su final. Tren bala da la impresión de cansancio desde el inicio, intentando desesperadamente y por todos los medios posibles tratar de mantener el mismo ritmo, como un maratonista que empieza a correr veinte kilómetros antes de la banda de salida.

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El director David Leitch, responsable de películas como Atomic Blonde (2017), Hobbes & Shaw (2019) y Deadpool 2 (2018), muestra que su oficio fílmico está mucho más apegado a la desaliñada y rala energía de personas como Guy Ritchie (Snatch, 2000), Joe Carnahan (Smokin Aces, 2006) u otros imitadores de los beats más populares de Quentin Tarantino que a los fastuosos ejercicios estilísticos de Michael Bay (Ambulance, 2021), Jaume Collet-Serra (The Commuter, 2018) o el finado Tony Scott (Unstoppable, 2010). Leitch se decanta por un estilo que privilegia la explosión del gag físico y violento a su construcción, a la colección de one liners traducibles en memes a la creación de diálogo, a la mega absorción y reciclaje de códigos visuales ajenos que a la creación de los propios.

Todos los elementos remiten a otra película o un elemento de la cultura popular –sea la televisión japonesa, las series sobre narcotraficantes latinoamericanos o la caricatura de Thomas, la locomotora, sobre la que se ancla toda una teoría de la personalidad–. Como en las películas de Deadpool, se juega a un cinismo pícaro –alineado a ese vago término de “incorrección política”– que en su mayoría se siente impostado y artificial, como su contraparte pomposa y solemne. Incluso si hay varios momentos en los que el humor funciona es gracias al ensamble actoral. Tanto Brad Pitt como Brian Tyler-Henry y Aaron Taylor Johnson se comprometen con la naturaleza irrisoria de la película, cada uno desde un registro diferente. Mientras que Michael Shannon entrega una actuación cuya falsedad funciona como un comentario sobre el producto mismo.

Quizá si ésta quiere ir tan rápido es para que no nos percatemos de su fatiga, carencia de ingenio verbal o inventiva visual. Lo único que percibimos es lo rápido que va y lo rápido que se fue.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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