El hijo único: El espectáculo ordinario

Ésta es una película cuya autoría no pertenece a Yasujiro Ozu sino a James Maki, que no es sino el seudónimo bajo el que Ozu firmaba guiones para la productora Shochiku durante los años veinte y treinta. “James” por la inteligencia de su padre estadounidense y “Maki” por la delicadeza de su madre japonesa, según contó él mismo. En El hijo único (Hitori musuko, 1936) y varias otras obras de su filmografía, Ozu concibe la relación filial como una inagotable fuente de tragedia, filmada justamente con inteligencia y delicadeza.

En su primer trabajo sonoro –a regañadientes–, el cineasta japonés presenta a Otsune (Choko Iida) una madre viuda que trabaja en una fábrica téxtil cuyo hijo no puede acceder a la escuela debido a los escasos ingresos que percibe. Convencida por uno de los maestros del niño, la madre hace un enorme esfuerzo para pagar la educación de su hijo, quien logra terminar sus estudios universitarios y vivir en Tokyo, pero el arduo sacrificio de la mujer no le garantiza la felicidad propia ni la de su vástago.

Ozu renegaba de verse forzado a trabajar con el sonido, pensaba que el silencio era un medio elocuente y sincero para la acción y la emoción. El hijo único, de hecho, podría prescindir de todo elemento aural sin perder en absoluto su contundencia y claridad: los momentos de llanto, no existe ningún otro elemento aural que perturbe los sollozos ahogados; cuando las sonrisas se forzan –como en el primer encuentro entre madre e hijo en Tokyo– hasta puntos casi fársicos, la risa y la voz también se ahogan. En una escena en la que madre e hijo acuden al cine, asisten a una proyección de Unfinished Symphony (Forst & Asquith, 1934), un artificioso y rutilante musical cuyas melosas canciones no impresionan en absoluto a la madre, quien apaciblemente cabecea en el cine mientras su hijo voltea a verla con una sonrisa hueca, esperando que ella comparta su asombro.

Quizás una de las reticencias de Ozu hacia el sonido, que tiempo después se volvería fundamental para las flatulencias de Ohayo (1959), es el hecho de que en ésta y otras de sus películas, el transcurso del tiempo es algo que carece de sonido y sólo precisa de una imagen fija, de un silencio sostenido, como la secuencia en la que, después de una discusión entre madre e hijo, la nuera llora mientras la cámara se posa en otro espacio de la residencia de la pareja, unos cuantos segundos después, el llanto se detiene y la imagen se queda fija, silente. Un discreto cambio en la iluminación revela que estamos ante una elipsis. Entendemos que ha pasado tiempo, no precisamos cuánto.

En una conversación entre Otsune y una de sus compañeras de trabajo, se da el siguiente intercambio:

Vaya que el tiempo vuela…A mí me parece que fue una eternidad.

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¿Qué es lo que hace que la percepción del tiempo sea tan diferente? En el caso de Otsune, parece que el trabajo –o más bien, la idea de “ocupación”–, abandona la dimensión lúdica que usualmente tiene en las películas de Ozu y se convierte en una tarea ardua e ingrata ante las demandas de un sistema que pregona la educación y la vida cosmopolita como garantes de éxito, particularmente de “felicidad”. En El hijo único, así como en todos los trabajos del cineasta japonés, hay gente que está ocupada. Para Ozu no parece haber mayor distinción entre el trabajo y el ocio, dado que en ambas se expresa una cualidad netamente cinematográfica: la acción.

El movimiento que hay en las películas de Ozu es lo que da pie a las relaciones entre sus personajes y éste a su vez, da origen a las situaciones que distraen a los personajes de sus ocupaciones. Cuando no se hace una tarea, es porque se está sintiendo algo y si esa emoción es tan ominosa y agobiante como la fatiga o la decepción de Otsune, el sacrificio ya no tiene sentido, solamente el trabajo. Es devastador que en El hijo único, la maternidad sea algo que empobrece, no solo económica sino moralmente, aunque como bien dice Otsune:

Cuando eres así de pobre, la generosidad de los otros, te llena de gratitud.

Para el cineasta japonés, un auténtico humanista, es más importante el vínculo entre personas, indistintamente de la sangre y no hay un valor más noble que otro, ni trabajo u ocupación más digno que otro. Aquí la reticencia al urbanismo se condensa en la imagen más clara de Tokyo: sus incineradores de basura, porque “tiene mucha basura por quemar”. La riqueza económica genera tanto desperdicio que alcanza a degradar la relación entre una madre y su hijo al traerles el concepto de pobreza. Ozu ofrece como antídoto la contemplación del mundo y la simple belleza de un tendedero en un día de viento.

Solo la pobreza permite apreciar tan ordinario espectáculo.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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