Rencor tatuado: Tatuajes de ciudad

La venganza es lábil y nunca es tan sencilla como parece ser, su trayectoria difícilmente es lineal y si nos basamos en lo que podemos observar en Rencor tatuado (2018), de Julián Hernández, podríamos pensar que su movimiento es, casi siempre, circular. Aída Cisneros (Diana Lein), una prestigiosa fotógrafa marcada por el trauma, tomada por muerta, se refugia en el anonimato underground y comienza a ofrecer sus servicios como vengadora a sueldo para mujeres violentadas, más no a través del asesinato, sino de tatuajes tan bellos como macabros.

Las redes del poder, una ciudad que va de la monocromía a la saturación de color, telepatía, astrología, la opera de Aída y una investigación dirigida por Él (1953), de Luis Buñuel, se mezclan en Rencor tatuado, película que parece evocar a Raymond Chandler situado en la urbe de La Alacrana (María Luisa Alcalá & José Luis Urquieta, 1986) con el vulgar garbo de los personajes de En la palma de tu mano (Roberto Gavaldón, 1951). Así como en la obra de Chandler, en la que la ciudad de Los Angeles juega un papel primordial, en Rencor tatuado, sólo una urbe como la Ciudad de México es capaz de contener la trama concebida por la escritora Malú Huacuja del Toro, que transforma lo negro del cine mexicano de los años 40 y 50 en un intenso rojo, digno de cualquier nota del Alarma!

Este principio no tiene sentido, dice el periodista cultural Vicente Colmenares (Irving Peña) al inicio de la película, frase que marca el desarrollo y planteamiento estético de Rencor tatuado, pero aún dentro de su aparente caos y estridencia, existe una directiva clara: descubrir quién es Aída Cisneros más allá del disfraz de La Vengadora Anónima, no obstante, como en todo buen misterio, la confusión reina ante la claridad y las preguntas ofrecen por sí mismas, las únicas respuestas posibles.

Mientras que Vicente busca respuestas, Divinidad Martínez (Itatí Cantoral) a través de su popular programa de radio, y en complicidad con el corrupto funcionario Gilberto Bernal (César Ramos) contribuyen a rodear de misterio y peligro la figura de Aída. Una leyenda erótica, ¿mito o realidad? se escucha desde la cabina de radio de Divinidad, pregunta que resuena en la propia Aída. Ni siquiera ella misma parece entender el nuevo personaje que ha adoptado, siendo ahora un fantasma de profunda carnalidad que ha tocado un nervio sensible de la ciudad: la corrupción.

La respuesta de Aída es transformar el arte en una herramienta de tortura, pero también de justicia y elocuencia. Una marca –humillación– en el cuerpo por cada cicatriz en el alma, pero su nueva misión se ve frustrada por un viejo conocido de las películas de Hernández: el deseo y las formas alrededor del mismo. Cuando Vicente se acerca más a la historia de Aída, se topa también con Martha Milagro, una mujer trans interpretada con un frágil equilibrio entre brío y candor por César Romero Medrano, quien trabajó con Aída en un proyecto artístico inspirado en la opera Aída de Verdi, obra que sirve también para enmarcar el triángulo que surge entre los tres personajes.

Rencor tatuado cuenta con una sola certeza: la de su inestabilidad. Es así como la trama de la película oscila con la misma labilidad de una psique rota, labilidad que se extiende a los cambios en el tono de la película, el género dramático e incluso la fotografía, a cargo del estupendo cinefotógrafo Alejandro Cantú, quién tal como en El diablo entre las piernas (Arturo Ripstein, 2019), usa un prístino blanco y negro para exponer aristas y rincones que la fotografía a color a veces no alcanza a descubrir.

En una primera impresión, el desarrollo de Rencor tatuado podría parecer caótico y desbordado, aunque, al acercarse a ella, los mecanismos de su intrincado funcionamiento se vuelven menos crípticos y más transparentes, caso opuesto a Los canallas (Les Salauds, 2013), de Claire Denis, que con cada visionado oscurece lo que a primera vista parece ser evidente, particularmente en relación a las redes de corrupción y posesión de los cuerpos asociados a las grandes urbes.

No hay justicia se escucha en algún momento de la película, una sentencia que requiere una precisión: no hay justicia para los vivos, únicamente para los muertos. Siendo así, la venganza se toma como un asunto propio de fantasmas que cuentan con lo suficiente para poder marcar a los corruptos, pero la piel es finita, así como las marcas que puedan hacerse sobre la misma. Con una historia situada hace más de 20 años, Rencor tatuado mantiene una escalofriante vigencia, una que demuestra que el dolor es el único tatuaje visible al rabioso tiempo, que parece moverse en círculos.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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