Perfect Days y la felicidad de Hirayama

Perfect Days (2023), la más reciente película del director alemán Wim Wenders, es su primera producción japonesa con la colaboración en el guion de Takuma Takasaki. Narra la vida de un hombre que limpia los famosos baños públicos del barrio de Shibuya en Tokio. Y es, por mucho, el proyecto mejor recibido de Wenders en alrededor de una década. Tal vez The Salt of the Earth (2014) fue la última cinta que hizo revivir sus mejores años entre el público, ahora Wenders se aleja de su ánimo documental –Pope Francis: A Man of His Word (2018), Anselm (2023)– y de sus ficciones en inglés con estrellas hollywoodenses –Every Thing Will Be Fine (2015), Submergence (2017)– y en francés –Les beaux jours d’Aranjuez 2016)– para adentrarse en la lejana cultura nipona de la mano de Yasujiro Ozu.

Cuando Wenders realizó Tokio Ga en 1985, las calles que su lente captó son las de un viajero (lejos de la vil categoría del turista que fetichiza lo ajeno) y alumno; el documental más que tener argumento cuenta sólo con un protagonista: Ozu y la capital nipona. El realizador hace prácticamente una peregrinación religiosa, visitando la tumba del director y entrevistando a dos de sus más importantes colaboradores: el actor y fotógrafo predilecto de éste, Chishû Ryû y Yûharu Atsuta , respectivamente. Ahora, invitado a la ciudad por Takuma, surge una colaboración fortuita (la película según el director se escribió en dos semanas y se filmó en otro par) hecha expresamente alrededor de los curiosos baños que abrieron sus puertas para recibir los pospuestos Juegos Olímpicos de Tokio en 2020 y específicamente para Koji Yakusho, el actor protagonista, que pretende ser la celebración del ascetismo contemporáneo.

Esta nueva película se concentra en la cotidianidad de Hirayama (el nombre hace referencia al apellido de la familia de Historias de Tokio dirigida por Ozu en 1953), el completo protagonista; todos los demás personajes son apenas incidentales, van y vienen a través de sus días perfectos como la luz diáfana y lacónica que tanto le gusta apreciar a él. La película no es una apología de la belleza de esos pequeños momentos cotidianos de la vida, sino un retrato de fortaleza por el buen vivir en un mundo abigarrado de caos, de todo aquello a lo que se tiene que renunciar para ser feliz, un tipo de felicidad, un mundo entre mundos como se dice en la cinta. Aunque formalmente la película no pretende acercarse al estilo de Ozu, acá hay cámara en mano, movimiento constante, incluso un plano muy torpe de punto de vista desde un celular; sí hay un sentido muy claro de hacer un registro cercano al que Ozu hizo de Japón y de Tokio a través de toda su carrera, de su sociedad y de lo complejos que son los espectros de la felicidad en la modernidad.

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A Hirayama lo despierta por las mañanas el suave sonido de la escoba de la vecina madrugadora y sale de su amplia casa medio vacía (no parece haber ahí cocina ni baño; escasa ropa, pocos muebles, muchos libros y discos) con una sonrisa en el rostro a su empleo de trabajador no-calificado limpiando inodoros para la compañía The Tokyo Toilet. Tiene un buen estándar de vida para la contemporaneidad global, especialmente limpiando inodoros. Se intuye que no gana mucho pero tampoco gasta demasiado, después de todo es un hombre sano, soltero (casi asexual) y cuyas satisfacciones las obtiene de la lectura, sus casettes de musica occidental (casi todo rock estaodunidence que invade por completo el soundtrack de la película), de los saunas locales y de su cámara. Su trabajo lo dignifica aunque no a ojos de todos.

Sin proyectar mucha información, es claro que Koji no siempre fue un ermitaño, así lo plantea su careo con la hermana que se sorprende de ver confirmados los rumores sobre su oficio y su ignorancia por los altos precios de sus casettes cuando su joven compañero de trabajo lo pretende convencer de venderlos; nada dice “adinerado” como no saber el precio de las cosas. En pocas palabras, Hirayama tiene la fortuna de haber elegido esa vida, que si bien tiene poco de espectacular es suficiente, especialmente porque a pesar de estar solo constantemente no es una persona solitaria. Koji se desenvuelve comunitariamente de forma armoniosa con gente que lo reconoce y lo respeta como él a ellos, así como con el mismo entorno citadino, del que cuida e incluso, le da muestras de cariño, como cuando recoge pequeños brotes de plantas en las calles para crecerlos en casa.

A Hirayama no le interesa la conexión que se genera al ser parte de lo moderno, no sabe qué es Spotify y no le interesa, su mundo está contenido en uno más grande, el monstruo Tokio, y siente de hecho una admiración por lo mucho que alguien puede acercarse a los márgenes, los límites. Lo anterior lo deja de manifiesto sus breves encuentros con un hombre sin-techo interpretado por el destacado bailarín y actor Min Tanaka: visto desde lo lejos, los planos del gigantesco y expresivo rostro de Koji esbozan sonrisas de admiración, cuando el sin-techo en una plano amplio que deja ver su baile se mueve con la libertad de un animal. Son las interacciones más notables que le vemos a Hirayama, incluso su sobrina que aparece de improviso no es más que una pequeña variación de la rutina (y un recordatorio de lo que hay que perder para ganar), la compañía fugaz de una soñadora que quiere huir hacia Hirayama, como Hirayama hacia el anciano de las calles. Estos mundos personales, así como su actitud, contrastan con la de un Bruno Ganz interpretando al ángel Damiel en El cielo sobre Berlín (1987): como los ángeles de aquella película, Hirayama pasa desapercibido la mayoría de las veces, la gente no lo ve en su condición de trabajador y es ignorado, vive aparte de los asuntos mundanos de las personas con las relaciones afectivas que ilustran el joven Takashi y la dueña del restaurante, a la humanidad que Damiel anhela, Hirayama le huye.

Wenders vuelve a su cine que hace mucho trataba: de gente que corre, que se aleja y huye, normalmente en peregrinaciones literales –las famosas Alicia en las ciudades (Alice in den Städten, 1974), El amigo americano (Der amerikanische Freund, 1977) y Paris, Texas (1984)–. Ahora el viaje es intramuros, Hirayama pasa mucho tiempo desplazándose: conduce, camina y anda en bicicleta, esta nueva sensibilidad por la huida desde dentro bien pudo haber sido añadida por Takasaki, pero Donata Wenders pone el último clavo en el ataúd con la serie de “instalaciones de sueños” que aparecen cada vez que Koji va a dormir. En blanco y negro, los juegos de luces y sombras que revelan algo parecido a las fotografías que toma durante el día con su cámara análoga (¿o es al revés?), con líneas, árboles y extractos de rostros, en el primero se lee la palabra “Oscuridad”. Estos sueños al modo de “Komorebi”, la palabra japonesa para para el resplandor único de la luz y las sombras que se crea cuando se mecen con el viento, contrastado con la obsesión por la oscuridad y la duda juguetona de si una sombra sobre otra crea un negro más profundo (en la secuencia a la orilla del rio con el exesposo de la dueña del restaurante) son menos un grito de auxilio de Koji frente a sus días aparentemente perfectos y más un recordatorio de que no hay escape que valga en este mundo que contiene a los demás. El rostro de Hirayama en la secuencia final recuerda a la frase con la que acaba El placer (Le Plaisir, 1952), la adaptación de cuentos de Maupassant que hizo Max Ophüls, una sincera y contundente “La felicidad no siempre es alegre”.

Por Rafael M. García (@_rffa_ & @RafRafael98)

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