“El matrimonio es una institución maravillosa…
pero, ¿quién quiere vivir en una institución?”
-Groucho Marx
El matrimonio es una de las instituciones más ambivalentes de nuestro sistema cultural. Las relaciones sentimentales se concretizan en la neurosis del ritual, aspirando a la vida doméstica e idealizándola como el estado último de felicidad, pero una sana dosis de cinismo ha invadido la mentalidad contemporánea, corroyendo sus bases y minándolas, pero se necesita más que un gélido cool para destruir a esa abominable hidra. Ni siquiera David Fincher, maestro de seca sofisticación, ha sido capaz, en su nuevo filme, Perdida (Gone Girl, 2014), basado en el homónimo y megapopular best seller de la escritora Gillian Flynn, de quitarle un ápice de poder, a pesar de darle ardua pelea.
Aparentemente, mientras menos se diga de la trama, mejor para el espectador que acude sin haber leído el libro, por aquello de los sobadísimos “giros de tuerca”. El filme presenta a Nick Dunne, desempleado escritor que el día de su quinto aniversario se percata de que su esposa, Amy, ha desaparecido sin dejar rastro alguno y, conforme avanza la investigación, las sospechas recaen sobre el apático y distante marido. A partir de propiedad popular ajena (de nuevo), Fincher construye un ambiente que se mueve por una sádica curiosidad, en el que se cuestionan los roles de pareja, los constructos del matrimonio y el brutal moldeamiento mediático, que erige héroes con la misma facilidad que los castra y humilla.
La narrativa de Fincher parece tomar elementos del cotidiano estadounidense como la noción del “confort” y del “estatus” para pervertirlas a través de un estilo macabramente lúdico, un juego de Hasbro, como Life, para niños psicóticos, que ciertamente entretiene con sus acrobacias narrativas, como las fantasías maquiavélicas del gran Preston Sturges en Infielmente tuya (Unfaithfully Yours, 1948), pero se pierde y enreda en las mismas para decir algo más sustancial sobre el estado actual de las relaciones de pareja, aunque quizá no pretenda hacerlo. En lo que un filme como Gone Girl se regodea es en la imposición de roles, personales y mediáticos, los cuales no terminan por distar mucho el uno del otro.
Para sostenerse, Fincher se apoya en una dupla actoral que construye ejemplarmente sus arquetipos: por un lado el incauto e ingenuo marido interpretado por el vilipendiado Ben Affleck, quien sabe ponerle rostro a un paria mediático que se hunde en su tragedia matrimonial con ingenuidad y apatía, como todo buen esposo. En medio se encuentra una sólida Carrie Croone como la hermana gemela de Nick, un sorprendentemente empático Tyler Perry como el abogado de Nick, un invisible Neil Patrick Harris como una versión retocada de Artie Ziff y las deleznables figuras de opinión pública: la detestable finura de Sela Ward y el brillante cinismo de Missy Pile.
Pero hablemos de la “perdida”. La glacialmente bella actriz británica Rosamund Pike (Otro día para morir, 2002; Enseñanza de vida, 2009) se ensarta como la hueca alma del filme Amy, escritora de historia para niñas que proyecta en su creación sus logros no alcanzados. Pike construye delicada y versátilmente su personaje, inspirándose en arquetipos posmodernos de la femme fatale, impostando la voz a lo Kathleen Turner (Cuerpos ardientes, 1984; La guerra de los Roses, 1987), inspirando una escalofriante vulnerabilidad reminiscente de Glenn Close (Atracción fatal, 1987) y la vaginal letalidad de Sharon Stone (Bajos instintos, 1992). Se hablará mucho de la misoginia que existe en la construcción del personaje de Amy, sin duda, pero ese debate se verá atenuado por la sagacidad palpable que Pike imprime en el personaje y que, sin duda, la hará parte del imaginario colectivo.
Perdida es un filme que presenta a personas de ética corrompida, incapaces de generar empatía, distantes y repulsivos que son construidos y diseñados para encontrar el apoyo de la audiencia. Fincher nos moldea y manipula de la misma forma que los anfitriones de talk shows a sus panelistas. El matrimonio de los Dunne nació en una tormenta de azúcar, dulce y cálida, cuyo caudal se disipó dejando una desagradable y pegajosa sensación: aquella de los papeles de “esposo” y “esposa”, ineludibles, y de los cuales se convierten en sublimes intérpretes. Creer en el amor simplemente le da dramatismo al asunto.
JJ Negrete (@jjnegretec)