‘Drácula: La historia jamás contada’: Capital cobarde

La fantasmagoría es, primeramente, una respuesta. Desafiada en nuestro tiempo por la ciencia, la invención fantástica se convierte cada vez más en un anacronismo, una tendencia regresiva que va en contra del discurso institucional del progreso. El monstruo –y dentro de esta categoría el vampiro– es un objeto de fascinación ya no por el misterio que resuelve: ¿qué se come a los peces en nuestros lagos?, ¿qué son las luces en el cielo? La información rechazó a las criaturas criptozoológicas y a los extraterrestres y los expuso como el disfraz mitológico de la pesca desmedida y la aviación militar. El vampiro sufrió la misma transformación en un siglo donde la sexualidad ya no representa una vergüenza o una impiedad, sino una liberación cotidiana de los sentidos. Morder el cuello ya no es un acto monstruoso que desafía la moral pública, sino un mimo erótico cuya marca no deja putas ni libertinos: crea conversos, afirma la actividad sexual y enaltece el deseo de los otros. Si así lo mordieron, algo hizo bien.

Esta transformación del vampiro en amante ha encontrado en la televisión y en los libros para “jóvenes adultos” un cauce lógico. True Blood, de HBO, y Crepúsculo, de Stephenie Meyer, han llevado el estandarte de esta transformación, acaso de manera más exacta revelación, de la naturaleza inconsciente del vampiro. Estos trabajos exhiben una imaginación donde el vampiro ya no es un íncubo cuyo encuentro con un mortal culmina en la condenación. Ahora es una figura de cualquier sexo y orientación cuya sensualidad atrae y despierta un deseo, el de la virgen generalmente, de unirse a su clan. Las habilidades del vampiro y su indiferencia a los símbolos religiosos, obsoletos en el pensamiento moderno, de nuevo, sugieren una novedad en sus actitudes y en nuestras orientaciones como cultura. Sin embargo, la última creación de Hollywood con el tema vampírico nos presenta un paso más allá, ajeno a los que dieron los productos mencionados. Drácula: La historia jamás contada (Dracula Untold, 2014) convierte al vampiro icónico en superhéroe.

Dracula Untold 2

Moderadamente marginado por el temor que sus habilidades provocan en los habitantes de Transilvania, en la cinta de Gary Shore, Drácula (Luke Evans) no es demonio, seductor ni forastero; es héroe en escala semidivina. La cinta abre con un soliloquio de su hijo que no sólo relaja la tensión en las últimas escenas del filme, sino que imita burdamente el de Michael Sullivan Jr. (Tyler Hoechlin) en Camino a la perdición (Road to Perdition, 2002), de Sam Mendes. Ambos personajes hablan de las imágenes de sus respectivos padres ante la sociedad como irrelevantes: para estos hijos, aquellos asesinos son meramente sus padres. La diferencia es evidente al finalizar cada película: en la de Mendes, el hijo reconoce la humanidad de su padre y se siente incapaz de juzgarlo; en la del debutante Shore, el hijo, que casi no compartió tiempo en pantalla con su padre, sólo siente el alivio de haber sido salvado. Su reacción y su perspectiva son la única que Shore le permite a su audiencia. Drácula, desde el comienzo, es explicado como un hombre generoso, capaz del sacrificio en nombre de su pueblo y de su familia. Cuando el Imperio Otomano le exige todos sus niños para convertirlos en soldados, este Drácula basado no en el de Bram Stoker, sino en Vlad El Empalador, Príncipe de Valaquia, prefiere ofrecer su alma a un viejo vampiro (Charles Dance) para defender la inocencia.

Sin motivaciones políticas, religiosas o simplemente megalómanas, es difícil creer en la nobleza espiritual de un hombre reputado por empalar a sus enemigos caídos y acomodarlos en bosques de carne que el director de fotografía John Schwartzman, educado por la sensibilidad de Michael Bay, es incapaz de capturar como terribles. La estética de este filme, como la de los de Bay, se desprende de una necesidad de lo asombroso, por atroz que en realidad sea. El entretenimiento como apéndice del capital y su crecimiento volcánico se vislumbra en cada decisión, lo cual incluye el desenlace reconciliatorio gracias a la inmortalidad, la reencarnación y, sobre todo, la posibilidad de una secuela.

Dracula Untold 3

Drácula: La historia jamás contada no tiene como origen el folclor, la mitología o las tendencias del pensamiento moderno. Sus pobrísimas ideas, incluida su ausencia de originalidad, pasan por encima de toda tradición en busca de los réditos; su desesperada búsqueda por la membresía dentro del cine de superhéroes lo afirma. Las secuencias de acción y el énfasis en los efectos especiales invocan una versión menos iluminada de la destructividad en Los Vengadores (The Avengers, 2012) más que a las incontables encarnaciones y parodias con Drácula en el rol protagónico. La producción puede defenderse alegando que su Drácula no se basa en el de Bram Stoker, pero fue él quien tomó el nombre de El Empalador para su personaje y con ello le confirió la carga de ser un ancestro o el propio vampiro, lo cual permanece en el misterio.

Ligada sólo a los cánones del cómic, Drácula: La historia jamás contada no es moderna ni antigua, ni siquiera anacrónica. Es predecible, inverosímil y acaso insultante. Estamos ante una película condenada al olvido por sus propias indefiniciones y por sus inseguridades. Ante el miedo al fracaso, imita las fórmulas más simples, como si la invención que llevó a sus predecesores al éxito económico o a la permanencia cultural fuera un riesgo para los inversionistas.

Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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