‘Pequeña gran vida’: Maquetas distópicas

Quizá la mejor ciencia ficción sea la que no se aleja demasiado del presente para abordarlo y que toca al ser humano desde los mismos lugares de siempre. Sea como una amenaza para la especie misma (Hobbes) o bueno por naturaleza pero corrupto por la sociedad (Rosseau), pero que constantemente imagina mejores futuros, igual de corruptibles que el mundo “real”. En Pequeña gran (y maravillosa) vida (Downsizing, 2017), el cineasta norteamericano Alexander Payne crea una aguda pieza de sátira social que ostenta la promesa de una progresista y sustentable utopía que rápidamente se convierte en un vulgar espejo de la realidad.

Después de que el Dr. Jorgen Asbjornsen (Rolf Lassgard) descubre un método para reducir seres vivos a una fracción de su tamaño (sin efectos secundarios, aunque el proceso es irreversible), seguimos el progreso de su milagrosa creación a lo largo de más de diez años. El Don Papanatas de Omaha, Paul Safranek (Matt Damon), decide, ante las dificultades y crecientes presiones de la vida, someterse al controvertido procedimiento junto a su prometida, Audrey (Kristen Wiig). Sin embargo, su “nueva” vida en Leisureland, uno de los corrientes y opulentos complejos residenciales para la gente pequeña, rápidamente desvanece su artificiosa fantasía para revelar que el mundo pequeño es igual al grande.

Payne, un agridulce humanista que ha explorado con inteligente decoro y entrañable dignidad al vilipendiado “gringo promedio”  desde su incisiva ambición (Election, 1999), su patetismo y melancolía (About Schmidt, 2002; Nebraska, 2013) o su ingenuidad (14eme arrondissement, 2003) construye en Pequeña gran vida un experimental e imperfecto cúmulo en el que concentra los temas que han permeado a lo largo de su filmografía, a través de una idea construida de manera tan fina, pulcra y eficiente que bien pudo haber salido de un aséptico laboratorio noruego.

La película de Payne, ágil en su presentación del concepto sufre algunos reveses en el desarrollo de su trama, particularmente en su atribulado acto final, mucho del cual es rescatado por la chillante hilaridad y cálida empatía de Hong Chau, quien interpreta a una activista de Vietnam que fue encogida contra su voluntad y que desarrolla una curiosa, pero necesaria, relación con Safranek (Damon).

Como en Lost Horizon (1937), la aparente utopía de aquel otro gran humanista cinematográfico llamado Frank Capra, Payne crea un mundo que en su intención de erradicar la desigualdad y crear una sociedad sustentable, solo es capaz de generar una maqueta del mundo y al mismo tiempo revelar lo patético e insignificante que es el mero acto de existir, cuyo único bálsamo es una perpetua fantasía y la ilusión de escapar, perfecta simplemente por el hecho de no existir en ninguna dimensión o tamaño, ni grande ni pequeña.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

    Related Posts

    Los que se quedan: Navidades pérdidas
    Air: Altura de cancha
    La ballena, honesta humanidad
    La cocción del gusto: The Menu
    Las 100 películas de la década
    Cabos – Día 2: Las ganas de nuevos horizontes