Los que se quedan: Navidades pérdidas

La sociedad estadunidense es una en la que, quizá como pocas otras, existen abismales barreras de comunicación, éstas se hacen evidentes para ojos extranjeros a través de su política doméstica, de la cual tenemos casi siempre una apreciación parcial, más no por ello menos justa. Como “extranjeros”, solemos ver al estadounidense con desconfianza y recelo, pero resulta irónico que entre ellos también se conciben de la misma forma e incluso su desconfianza mutua es mayor. En ese sentido, la obra cinematográfica de Alexander Payne se ha encargado de construir sólidos puentes entre lo más sectario y aislacionista de la cultura estadounidense a modo que tengan una salida para verse con ojos más humanos, entendiendo que el miedo a la vulnerabilidad construye parte fundamental del carácter de sus compatriotas.

Desde Citizen Ruth (1996) hasta Pequeña gran vida (Downsizing, 2017), Payne no está interesado en un ejercicio antropológico o sociológico de las partes más “pequeñas” de los Estados Unidos, sino en encontrar en ellos cualidades humanas que permitan de forma simultánea trascender los códigos de un feroz nacionalismo y reforzar una idea de solidaridad e identidad anclada en valores locales. Esa contradicción en las películas de Payne, casi siempre resulta en un tono melancólico y a veces patético.

Basta pensar en los torpes esfuerzos de Warren Schmidt (Jack Nicholson) por tratar de salvar a su hija (Hope Davis) de una vida como la suya en Las confesiones del Las confesiones del Sr. Schmidt (About Schmidt, 2002), la insignificante arrogancia y escepticismo de Miles (Paul Giamatti), o la honestidad de Maya (Virginia Madsen) en Entre copas (Sideways, 2004) como ejemplos claros de que a Payne le interesan personajes que se creen más grandes e importantes que quienes les rodean –ahí está Tracy (Reese Witherspoon) la ambiciosa estudiante de La trampa (Election, 1999)– pero que en realidad son tan pequeños y frágiles como los seres humanos que habitan en Downsizing.

Lo que Los que se quedan (The Holdovers, 2023) comparte, particularmente con Downsizing, es precisamente la creación de un espacio suspendido en el tiempo, así como el que se podía ver en ésta última, con sus miniaturas perfectamente detalladas y habitada a su vez por seres humanos a escala. Es justamente por eso que The Holdovers tiene ese encanto particular: se trata de una maqueta minuciosamente diseñada, la atención el detalle de la época es de un rigor tal que parece natural y en absoluto artificioso aunque sí sea artificial, por lo cual, el hecho de que la película transcurra en fechas navideñas no solamente sea idóneo, sino esencial.

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Aunque no es un guión de Payne, sino de David Hemingson –quien principalmente había hecho trabajo para televisión–, la película se hermana sin dificultad con sus otros trabajos por la presencia de un espíritu netamente estadunidense, en una clave más tersa que la aspereza de Nebraska (2013) pero que conserva la acidez y flema propia de las instituciones educativas de abolengo, que es donde se desarrolla la trama. Un profesor de historia (Paul Giamatti), un alumno prometedor pero irascible (el debutante Dominic Sessa) y una cocinera ebria en el dolor de la pérdida de su hijo (Da’vine Joy Randolph) comparten el tiempo y el espacio suficiente en un invierno en Nueva Inglaterra para convertirse en miembros de la familia que nunca tuvieron o de la que perdieron.

Tanto Payne como Hemingson cuentan con los elementos ideales para crear un cuento navideño, usando a discreción elementos distintivos –particularmente la ansiedad juvenil– de El guardián del centeno, de J.D. Salinger, y como todo cuento navideño inicia con una sensación amarga que a medida que el relato va progresando encuentra ternura irónicamente en las partes más íntimas de los personajes. En ese sentido, The Holdovers no es una película realista, a diferencia de otros trabajos de Payne, en los que sus personajes son honestos con ellos mismos y con la audiencia desde el inicio. Lo que cambia son sus circunstancias, más no su esencia.

Aquí, quizá más que un cuento, hay una fábula navideña suscrita a las meditaciones de Marco Aurelio –nunca leídas pero siempre recomendadas– y curiosamente desprendida de su minuciosamente creado contexto temporal. Payne no parece ofrecer una mirada que añora décadas pasadas sino la promesa de las mismas que devino en un fracaso total en casi todos los ámbitos, incluido el cinematográfico.

Payne parece concebirse a sí mismo como un perdedor, tal vez por ello se hermana armónicamente con sus personajes, aunque en lugar de hacer escarnio de su condición, la usa para darles un espacio inesperadamente idílico, no solamente a ellos sino también a nosotros como audiencia: un lugar en el que no nos importaría pasar todas las navidades, incluso si es con un árbol de navidad hechizo, comida que se podría preparar cualquier otro día y regalos que nunca usaremos. Quizá los mejores relatos navideños son aquellos que reniegan de esa condición y que como The Holdovers, se nutren de la nostalgia por lo perdido o peor aún, por lo que nunca ha llegado.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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